Una versión anterior de este artículo fue publicada en 2016.
Tal vez algún lector recuerde Kinsey, una película de 2004 en la que Liam Neeson daba vida a este biólogo estadounidense, Alfred Kinsey, que se propuso estudiar la conducta sexual, inicialmente de los hombres, a través de miles de entrevistas. Su objetivo era sacar a la luz el desconocimiento que había relativo a los comportamientos sexuales y, en concreto, la enorme diferencia existente entre las actitudes sexuales y las prácticas reales.
La película contaba un hecho real. Su estudio se publicó en dos tomos, Conducta sexual del varón (1947) y Conducta sexual de la mujer (1953), y aplicaba la experiencia de Kinsey estudiando avispas a la descripción de los comportamientos humanos. El biólogo y sus colaboradores de la Universidad de Indiana entrevistaron a más de 5.000 hombres y otras tantas mujeres y les hicieron entre 300 y más de 500 preguntas. Pretendían obtener toda la información posible su estatus social y económico, su vida sentimental y, si estaban casados, cómo era su matrimonio, sus experiencias hetero u homosexuales, información sobre su estado físico...
La idea era conseguir la mayor cantidad de datos posibles para tener la panorámica más completa de los comportamientos sexuales reales de las personas. Esto, en 1948, expuso a Kinsey a una enorme polémica y, al mismo tiempo, a un gran éxito de ventas, a pesar de que sus estudios estaban escritos con un lenguaje muy académico y que buscaba, a propósito, que sólo pudiera ser comprendido totalmente por estudiosos en ese campo. No eran obras de divulgación.
Aquellos dos estudios obligaron a replantearse la manera en la que se estaba estudiando (o no se estaba haciendo) la sexualidad, llena de tabúes. Entre sus hallazgos figuraba que, por ejemplo, la mitad de los hombres y la cuarta parte de las mujeres casados habían tenido aventuras extramatrimoniales; el 69% de los hombres había contratado a prostitutas al menos una vez; y que alrededor del 46% de los hombres encuestados había tenido relaciones sexuales tanto con mujeres como con otros hombres.
Por ahí apareció el otro gran hallazgo del estudio del biólogo, y por el que ha acabado siendo más conocido actualmente: la escala de sexualidad. La sexóloga Silvia Catalán explica que esta escala de Kinsey "fue un instrumento de evaluación revolucionario en su época, ya que contemplaba una orientación sexual muy dinámica y con ocho grados diferentes (se habían empleado siempre tres: homosexual, heterosexual y bisexual). Es una escala sencilla que divide la orientación sexual en siete grados: exclusivamente heterosexual, predominantemente heterosexual, bisexual, predominantemente homosexual, principalmente homosexual, exclusivamente homosexual y asexual".
El propio Kinsey explicaba el propósito tras esta escala en Conducta sexual de la mujer:
Es una característica de la mente humana intentar dicotomizar la clasificación de fenómenos... El comportamiento sexual es o normal o anormal, aceptable socialmente o inaceptable, heterosexual u homosexual, y muchas personas no quieren creer que hay gradaciones en estos asuntos de uno a otro extremo.
Hasta aquel momento, la orientación y el comportamiento sexual se dividían esencialmente en dos, hetero y homosexual, y lo que existía era un paradigma binario.
"Tradicionalmente, servía la heterosexualidad como realidad, y el resto de identidades y comportamientos como un desvío a ésta", explica la sexóloga Delfina Mieville, que añade que, aunque el trabajo de Kinsey fue muy importante, también tiene sus limitaciones: "Se analizaron comportamientos, no tanto cómo se identificaban estas personas. Aunque no hay que denostarla, ya que es a partir de aquí donde se empieza a plantear la sexualidad como una biografía sexual aún hoy tenemos una tendencia a aproximarnos a la sexualidad de forma monolítica y binaria".
La orientación sexual hoy
Los estudios actuales sobre sexualidad tienen más en cuenta la identificación de sus sujetos, y no sólo sus comportamientos, y se está trabajando sobre un nuevo paradigma, que asume que la sexualidad es más un continuo. Y que puede evolucionar con el paso del tiempo.
Hace unos años, la Universidad de Notre Dame publicó un estudio sobre la evolución en su orientación y comportamientos sexuales de más de 5.000 mujeres y 4.000 hombres, trazando los cambios que podían experimentar desde que eran adolescentes hasta que entraban ya en la edad adulta. Una de sus conclusiones más llamativas era que las mujeres eran más propensas a sentirse atraídas por personas del mismo sexo a lo largo de su vida, a cambiar su orientación sexual, mientras en los hombres era más raro que esto sucediera.
Ese estudio exponía una de las tendencias de la psicología en el estudio de la sexualidad humana, que es describirla como algo fluido y sujeto a cambios a lo largo de la vida de las personas. Catalán señala que "hay muchas teorías e hipótesis al respecto, pero lo que más se acepta en la actualidad es que la orientación sexual es algo relativamente fluido y asociado, muchas veces, a momentos vitales". Es decir, sí parece ser que hay una "orientación sexual predominante", pero puede haber ciertas variaciones "por motivos diversos, si la persona está abierta a aceptar sus motivaciones".
La doctora Anne Fausto Sterling es una de las más activas en esa teoría. Así lo apunta Mieville: "Coexisten dos aproximaciones, una completamente binarista y de opuestos, masculino o femenino, hetero u homo; y otra heredera a veces de las corrientes queer, donde se habla de la liquidez y de lo no binario. A mi me gusta una tercera vía, la planteada por Fausto Sterling donde la sexualidad se estudia desde un continuo. En este sentido, la sexualidad de todos y todas cambia a lo largo de la vida".
Ahí entra en juego el viejo debate sobre lo innato y lo aprendido y cómo las influencias de nuestras experiencias vitales y de nuestro entorno van forjando nuestra orientación sexual. Que no hay que confundir con identidad sexual, como bien señala Mieville al afirmar que "cuando hablamos de identidad sexual hablamos de sexo sentido, es decir si la persona se siente identificada con el sexo que se le asignó al nacer. La orientación sexual tiene que ver hacia qué tipo de personas y cuerpos oriento mi deseo. Una persona, tanto transexual como cisexual (puede tener una orientación homo, hetero bisexual".
Catalán apunta, por su parte, que "la identidad es con qué rol de género me siento identificado/a". Es decir, si siento que soy "mujer" u "hombre" o si siento que no pertenezco a ningún género en concreto ("intergénero"). De esta manera, puedo ser una mujer biológicamente (XX) pero identificarme con un rol de género masculino e, independientemente de ello, que me atraigan mujeres u hombres. "Ahora bien", continúa Mieville, "cuando hablamos y confundimos la orientación con la práctica queremos decir que la práctica no hace la identidad, aunque sí la construye. Dos hombres pueden haber tenido la misma cantidad de parejas sexuales masculinas y femeninas y no por ello se definirán de la misma manera".
Gran parte de la conversación rota en torno a aquellas personas de sexualidad más fluidas, bisexuales, orientaciones que incluye la escala de Kinsey y que todavía resultan bastante incomprendidas. En palabras de Mieville, "la bisexualidad es una orientación en sí misma, no un estado intermedio, no es un estadio de confusión; a lo sumo, no más que cualquier otra orientación o momento vital. La confusión, u otros estereotipos como la promiscuidad, no son más propios de la bisexualidad que de otras orientaciones".
La activista británica Kate Harrad explicaba a VICE que "el problema que afronta la gente bisexual es que podemos ser invisibles tanto en las comunidades hetero como en las gay y lesbianas. A veces, eso deja a la gente sintiendo que no tienen dónde ir". Según Mieville, "ha habido más estudios sobre bisexualidad y comportamiento sexual, como por ejemplo la escala Klein, donde por fin no solo se analiza la práctica, sino también los deseos, las fantasías y los afectos del individuo".
Todo esto fue posible porque, inicialmente, Alfred Kinsey rompió las barreras de lo que se entendía tradicionalmente como comportamiento sexual, pero su escala no es un test que mida nuestra orientación sexual, sino una herramienta académica para fomentar estudios más amplios. Catalán concluye que "en todo caso, la orientación sexual no deja de ser una "etiqueta" que nos sirve para clasificar a las personas, por lo que, en realidad, no tiene demasiada importancia con quién te acuestes o por quién sientas atracción sexual".