Un equipo de 180 personas trabajando en París durante 4 años en producción continua, las más avanzadas técnicas en motion capture, más de 37.000 animaciones registradas durante 250 días de grabación de actores, casi 300 actores implicados contando extras, más de 2.000 páginas de guión para 3 veces más decisiones que en ‘Heavy Rain’. Un océano de opciones y cifras megalómanas para el nuevo juego de Quantic Dream, ‘Detroit: Become Human’.
En Xataka hemos jugado a un buen puñado de todas esas ramificaciones, hemos andado y reandado sobre nuestros pasos. Aquí está la crítica del, con bastante seguridad, uno de los juegos del año. Aunque aún no sabemos por qué.
Conviviendo con la ficción
Cyberlife, una empresa de robótica que opera en Detroit, está encontrándose con un problemilla: muchos de sus modelos rompen con las reglas básicas y se convierten en divergentes, robots que han despertado de su confinamiento técnico y sienten miedo, ira y cualquier emoción análoga humana.
Pero tal vez se trate de un simple virus informático. Quizá no hay una misión mayor sino fallos de software. Fallos que se propagan como una pandemia.
El guión arranca con una misión arriesgada: somos un atractivo Robocop, el más avanzado de su serie, y debemos negociar un secuestro con rehén en plena azotea. Hay cristales rotos por todas partes, los SWAT han levantado barricadas y los francotiradores han sembrado de mirillas todas las azoteas. La cosa se pone fea: el rehén es una cría y el secuestrador un robot mentalmente inestable, perdiendo fluidos y con varios biocomponentes destrozados.
‘Detroit’ no esconde su origen. Es resultado de la ambición desmedida, sí. Pero también da en el clavo más y mejor que nunca. La mímesis mecánica funciona y no pulsar botones por fin tiene consecuencias.
Esa supuesta castración lúdica se resuelve con caminos que, aún decididos antes siquiera de ser asumidos, cuentan con suficiente acción y reacción para escuchar, para que las imposiciones tácitas de este parque de atraciones que son los videojuegos tengan un peso real.
Esos cientos de actores, maquilladores, operadores, regidores, composiciones ambientales para cada personaje y los millones de píxeles danzando en armonía por fin alcanzan un resultado. Un gargantuesco esfuerzo que pondera el peso exacto de su género a través de una denodada repetición.
Porque recoge el testigo de todo lo aprendido en ‘Fahrenheit’, ‘Heavy Rain’ y ‘Beyond:Two Souls’ y lo amplifica. De ‘Fahrenheit’ retoma esa máxima del «no hay decisiones buenas», siempre alguien saldrá perdiendo.
De ‘Heavy Rain’ vuelve a beberse hasta emborracharse esa lluvia perpetua, ese ánimo sucio y derrotado propio de ‘Seven’ (1995) recuperando el radar para escanear el terreno y reconstruir la escena. Esta será la salsa de Connor, el policía que investiga cada centímetro hasta convertirse en el listillo de la comisaría.
De ‘Beyond’ simplemente toma la decisión de convertir a actores e incluso fotos reales —esa osadía— e intercalarlas en un mundo sin tiempos de carga ni transiciones de motor. Si con ‘God of War’ han forzado las tuercas visuales hasta tal nivel, aquí, en un espacio mucho más acotado, el arrebatado fotorrealismo ya no teme caídas de frames —alguna habrá, sobre todo en la segunda mitad y si jugamos en el modelo vanilla; no así en PS4 PRO—.
El juicio de Kara
Febrero de 2011: Quantic Dream, al abrigo de su exitoso ‘Heavy Rain’, presenta ‘Kara’, una especie de viguería técnica partiendo de un dilema clásico: robots y emociones. El miedo a la muerte a través de una IA. Un modus que remite al viejo ‘Yo, Robot’ (1950), escenificando esa autoconsciencia desde el titular, volumen que corregía y aumentaba una cronología de relatos cortos escritos por Isaac Asimov durante los años 40.
También podríamos remontarnos al mismísimo Prometeo: hijo de dioses pero coleguita de humanos, a ellos les llevó el fuego del conocimiento y Zeus lo condenó, como los reos, cargando la roca de la culpa. El segundo Prometeo fue obra de hombres jugando a ser dios: ‘Frankenstein’ (1818) supone otra forma de dotar emociones a un mecanismo ajeno a lo humano. Aún le faltarían unas décadas a la ciencia ficción para resolver dilemas a través de las tres leyes de la robótica. ‘Kara’, como Frankenstein, han despertado y ya no quieren dormir a la sombra del amo.
‘Kara’ también era una puesta a punto del prototipo, corriendo en PS3 con motor propietario. David Cage y su equipo siempre han deambulado sobre estas dos ideas: contar algo pero hacerlo a través del fotorrealismo, emular la existencia con los mejores texturizados y efectos lumínicos posibles.
No en vano, su affaire con las tech demos va más allá de Kara: ‘The Dark Sorcerer’ y ‘Old Man’ también fueron recursos presentados en el E3 para sacudir el penacho de PlayStation, enarbolando la bandera del «renderizado en tiempo real». Y sí, ya lo hemos dicho pero lo repetimos: ‘Detroit’ es un prodigio técnico.
Pasarán los años y ‘Kara’ conservará cara y cuerpo, el de Valorie Curry, la recurrente de 'Veronica Mars', y punto de partida para toda la madeja de decisiones. Como modelo robótico AX400, Kara es una ama de llaves de funciones simples: cocinar unos 9.000 platos, hacer la cama, pasar la aspiradora o hacer la colada. Nosotros seremos más que testigos en este proceso. La primera hora de juego consiste en obedecer rutinas, cumplir las tareas más prosaicas de la existencia.
A través de este molde vivimos la vida de autómatas que están hartos de serlo. Y funciona, reivindicamos esa revolución al grito de «bueno, ¿cuándo voy a dejar de hacer el panoli?». Y seguirás haciendo el panoli, pero más implicado en la trama.
De carne y metal
Como ya hicieran otros autores de vocación similar —Peter Molyneux con Milo (Project Natal)—, la de David Cage ha sido una travesía predicando su palabra.
Que estemos ante más vídeo que juego o una videoaventura o película interactiva es un discurso con demasiados años de antigüedad como para traerlo de vuelta. Los personajes de ‘Detroit’ no pueden llorar pero generan su apariencia mediante holografía. Así con todo.
Cada pareja humana sirve de contrapartida para un androide. Siempre tendremos una especie de tutor sobre la cabeza. Y será el rol model sobre el que pivotarán nuestras decisiones: ¿seremos un frívolo sin empatía o humanizaremos nuestras respuestas? Una ironía que trasladamos al modelo actor-personaje en el juego y al acto mismo de jugar controlando a otra persona que no somos nosotros.
Kara es “afectuosa” y tendrá que cuidar de Alice, la niña del hogar. También el androide Connor (Bryan Dechart), a su manera, habrá de a cuidar Hank Anderson (Clancy Brown), policía fracasado que lo ha perdido todo y al que le han agendado resolver el caso de los androides rebeldes. Un mortal al que le sobrepasa toda esta modernidad.
Markus (Jesse Williams) también cuidará de Carl Manfred (Lance Henriksen), literalmente, ya que el anciano Carl es un célebre pintor postrado en una silla de ruedas, una especie de figura paterna requiriendo de una extensión anatómica para seguir comunicando su arte.
A través de estas dualidades se construyen las diatribas más audaces del juego. Tienes a un minusválido o una niña llorica diciendo que está helada de frío en plena calle. ¿Qué haces? Tomar decisiones equivocadas, actuar nervioso y con prisas. Exacto, como en la vida real.
La cámara también rota de forma distinta ante cada personaje: frente a Kara vivimos una road movie, cámara al hombro sin estabilización, como el reportaje de unos desahuciados.
Con Connor vemos mucho plano americano afilado, de cortes rápidos y algo más espacio entre hombros. Con Markus asistimos a un relato más épico. Su propio vestuario pseudo-Jedi apela la mitología cristiana. Si Markus es un Jesucristo salvador es algo que tendremos que elegir: el acto de fe está sembrado en todos ellos.
Y, como apuntaba hace unas semanas el guionista Adam Williams, «el tiempo de pantalla de cada personaje o la duración del juego dependerá de cómo decida cada uno». No quiero destrozar la partida a nadie, pero esta máxima se cumple a varios niveles: las partidas pueden hacerse mucho más cortas si, por inacción, dejamos que la violencia siga su curso. Podemos perder a nuestros 3 personajes clave y tendremos que seguir adelante.
Y, en mitad de entuerto, un personaje abstracto: rA9. rA9 es una especie de acto de fe, una creencia ciega, el dios de los androides y liberador del pueblo, la promesa de un Edén no físico, un cajón para llenar de ideas. O la simple esperanza de vivir más allá de nosotros mismos.
Dos niveles de dificultad
Los mayores aciertos se suceden, por contra, cuando confluyen varios androides y tienes la oportunidad de condicionar el éxito de uno a favor del fracaso de otro.
Desarrollamos vínculos emocionales y finalmente toca elegir entre ser fieles a la senda que hemos seguido hasta ahora o decantarnos por traicionarnos a nosotros mismos a favor de esas caprichosas nuevas emociones que acaban de despertar.
Este es el gran valor del juego, condicionar verdaderamente nuestra forma de elegir, que humanicemos a los androides con nuestros ojos o que nos comportemos como los ídem al tomar un camino aséptico y distante.
Como detractor oficial de este modelo narrativo, por primera vez he deseado probar diferentes rutas, no descubrir si me estaba equivocando, sino por qué. Todo el juego gira en torno a la toma de elecciones y su peso no se mide en volumen sino en conocimiento.
Al final de cada bloque vemos un árbol a medio completar, algunos llenos de agujeros en blanco. De forma visual se nos verbaliza que hemos ignorado una ruta que podría ser la correcta. Una y otra vez nos martilleará la duda.
Por suerte, no hay decisiones correctas o incorrectas: se hostiga para decidir con cierta celeridad pero las sanciones son mínimas. El nivel de dificultad fácil y el difícil son dos arneses para lanzarse desde más alto o más bajo, pero en suma no condicionan nada más que nuestro apetito por jugar más deprisa o más despacio.
La ciudad del motor (y el crimen)
Detroit es algo más que un marco de acción. Es el clásico personaje ambiental, hogar de desigualdades económicas entre periferias azotadas por el malestar, y un núcleo multicultural donde el racismo emerge cada dos frases y la división entre androides y humanos se traduce cada pocas escena.
En el transporte público existen dos compartimentos, uno para ellos, otro para nosotros. En las calles presenciaremos el horror de ser tratados como siervos vejados por dueños despóticos, insultados por nimiedades. Miedo a un nuevo escenario de confrontación pero seguridad ante el control.
En el fondo no somos tan distintos: veremos a sin techo androides y humanos, veremos, como en las cintas de animación tradicional, que cada mascota termina por comportarse de manera análoga a su amo. Nada más arrancar el juego una frase nos alerta de que lo que vamos a presenciar no es un videojuego, no es una ficción amable, sino un futuro inminente, una realidad posible.
En la Detroit real apenas quedan escombros del sueño del éxito. Una perfecta ciudad-metáfora que en el 2013 se declaró en bancarrota tras una alcaldía, la de Kwame Kilpatrick, donde acumuló hasta 24 cargos por delitos graves —de fraude postal a crimen organizado—.
La “Ciudad del Diseño”, otrora hogar de algunos de los mejores músicos mundiales cuando, en la década de los 70, el 45% de la población era negra o afroamericana, perdió su encanto, su industria del automóvil y sus alquileres al alza.
Un fracaso confirmado por un éxodo paulatino que pasó de dos millones de habitantes a poco más de 600.000. Esa es la Detroit donde un CEO ebrio de ego quiere cambiar el mundo.
Algo más que una mancha en el expediente
Vamos con un mapa rápido. En enero de 2018 explotaba la noticia: en Quantic Dream había trato discriminatorio, sexismo y racismo, según cabeceras francesas como Le Monde o Mediapart. Los periodistas firmantes difundían que se habían realizado fotomontajes con los rostros de algunos empleados que no eran del agrado de la cúpula. Quantic Dream negó la mayor y consideró este acto una campaña de desprestigio. ¿El resultado? Un «nos veremos en los tribunales».
Tienen vista en tres semanas. Si los plumillas han obrado de mala fe, saltándose la praxis periodística de preguntar a ambas partes, la demanda puede saldarse con sanción económica y responsabilidades, por la injuria, por ensuciar la imagen del estudio y sus dueños legales. Que sea o no real ese acoso es harina de otro costal, de hecho, se circunscribe en otro tipo de demanda. Airear hechos no da valor crediticio (de cara a un jurado) en nada. Pero los medios tienen libertad para informar, claro.
Si algo nos enseñó la querella del gabinete legal de Cristina Cifuentes contra la directiva de Eldiario.es, es que hay que tener una falta preocupante de escrúpulos para no defenderte sin ataca. Cinco quejas formales tramitadas por el Ministerio Público de París y tres medios de prensa harán lo propio. Jason Schreier, autor del magnífico Blood, Sweat y Pixels, preguntó al periodista de Le Monde William Audureau qué tal andaba la situación y éste le respondió que, efectivamente, estaba citado para aportar esas pruebas.
Durante los últimos meses se ha debatido mucho sobre una cuestión incómoda: ¿debe separarse obra de autor? ¿Podemos decir que el Polanski pedófilo y extraditado, con dos juicios sin carpetazo y expulsado de la Academia de Hollywood, es también genio del cine al que estudiar con devoción?
‘Detroit: Become Human’ es un juego que habla sobre las emociones y sus implicaciones, sobre el arbitraje y la sentencia, sobre la perversión intrínseca en nuestra “raza” frente a una nueva. ¿Es David Cage más tolerante ante acusaciones tan graves? Parece que no.
¿Qué es ser humano? ¿Nos hace diferentes nuestra capacidad de errar o morir?
A mitad del proceso de diseño se tomaron decisiones que implicaban a más mujeres, más afroamericanos y más sendas que exigieran decidir con la palabra y no con las manos. De hecho, aún podemos comprobar en el libro de arte que Amanda, actual líder de la empresa Cyberlife y gestora de los miles de androides que distribuye la empresa, es una dama caucásica de pelo blanco y no la finalmente Simba Kali que heredó el puesto.
‘Detroit’, como artefacto cultural y obra de ficción, presume de remover conciencias, de abrir debates y plantear dilemas a jugadores ensimismados. Las de David de Gruttola son siempre cuestiones más elevadas, anhelos de Víctor Frankenstein, no son tanto videojuegos como filmaciones interactivas, nada de machacabotones sino experiencias sensoriales.
Y cabe preguntarse, ¿son el veterano de Mulhouse y su compinche el productor ejecutivo Guillaume de Fondaumièr dos personajes ebrios de poder y elecciones equivocadas? ¿Debemos juzgar de la misma forma sus posicionamientos en la ficción?
La verdad de los hombres
En cierto momento de la partida conocemos a Elijah Kamski, primer fundador de la empresa Cyberlife. El CEO prefiere vivir en la sombra del emporio que una vez erigió.
Sobre la mesa nos siembra dudas, nos deja caer que existen más posibilidades, que el libre albedrío no es más que una falacia y el determinismo marca nuestros destinos. ¿Qué es ser humano? ¿Nos hace diferentes nuestra capacidad de morir? Y volvemos a la máxima: una vez amados, viviremos en el recuerdo de otros.
En ningún momento nos encontramos con argumentos explosivos, sino con platos lanzados al aire para que el jugador los siga con la mirada y dispare en el momento preciso. Otra falsa sensación de libertad, aprendizaje y poder. Pero no podemos sino afirmar que el equipo de Quantic Dream, en su totalidad, por fin ha sacado algo en claro de su fórmula patentada mediante QTE (quick time events o eventos en tiempo real).
‘Detroit’ quiere ser tomado en serio, aún cuando tropieza con ciertos agujeros de guión espoleados por giros caprichosos. Quiere ser jugado en profundidad pese a recurrir a los arcos más timoratos de la ficción de sobremesa.
Una ruptura con la cuarta pared kojimesca dará conclusión a nuestra primera partida. La rejugabilidad es evidente. El valle inquietante ya no será tan inquietante. Y al final nos olvidaremos de lo que una vez fuimos.
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