La nueva era de la psicodelia: cómo algunas drogas “recreativas” quieren ayudarnos con nuestra salud mental

Seta Alucinogena
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La salud mental ha pasado de ser un tabú a ser un tema de discusión pública, hasta llegar al Congreso de los Diputados y más allá. Algo parecido ha pasado con las drogas (o al menos con algunas de las sustancias que suelen asociarse a esta categoría).

Drogas y salud mental son dos temas que, tanto para bien como para mal, aparecen frecuentemente entrelazados. Ahora, el debate de dónde encajan las drogas psicodélicas en este puzle parece inevitable.

La línea entre drogas recreativas y terapéuticas es muy fina. Muchas sustancias, como el cannabis o las anfetaminas, tienen un pie a cada lado de esta línea; mientras otras han pasado de un uso a otro, como la cocaína o la heroína. Las drogas psicodélicas también se encuentran en esta área, y están suscitando un interés cada vez mayor por parte de investigadores.

Uno de los campos donde los tratamientos basados en sustancias psicodelias es el de la lucha contra la depresión. La gran arma de los tratamientos contra la depresión son los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (SSRI), los antidepresivos. Se trata de tratamientos que no funcionan en todos los casos, tienen efectos secundarios y que pueden requerir de varias semanas para hacer efecto.

Sin embargo los expertos creen que los psicofármacos pueden convertirse en la gran alternativa a estas sustancias.  Estas sustancias comenzaron su andadura clínica en la década de los 50, como complemento de otras terapias. Los cambios legislativos en Estados Unidos en materia de estupefacientes implicaron que estas sustancias quedaran relegadas al ostracismo hasta la década de los 90.

Hoy por hoy el consenso científico crece entorno a la idea de que los psicofármacos cuentan con un potencial terapéutico digno de ser considerado. Este potencial podría no estar limitado a la depresión, sino abarcar otros aspectos de la salud mental.

¿Qué son exactamente estas sustancias?

Cuando se habla de drogas psicodélicas suele referirse a un conjunto de sustancias capaces de causar alteraciones en nuestros pensamientos y en la percepción sensorial. Algunas de ellas, en altas dosis, pueden incluso causar alucinaciones visuales, hecho con el que se tiende a asociar algunas de ellas en la cultura popular.

En esta categoría pueden incluirse el LSD, los monguis (nombre por el que se conoce comúnmente al hongo Psilocybe semilanceata, cuyo “principio activo” sería la psilocibina), el éxtasis o MDMA, ayahuasca o ketamina entre otros. Se trata de un grupo variado que contiene algunas sustancias para nada inocuas para el cuerpo humano.

Precisamente por eso es importante considerar que el uso de los psicofármacos no se basa en su simple consumo (mucho menos autoconsumo). En las terapias psicodélicas el componente químico es tan solo una parte de la terapia.

Como explica Greg Mayes, de la empresa biotecnológica Reunion Neuroscience, una terapia de este tipo se estructuraría en tres etapas: preparación, sesión e integración. La preparación implica establecer un vínculo de confianza entre terapeuta y paciente, “especialmente uno que no haya tenido antes una experiencia psicodélica”, subraya Mayes.

Puesto que los efectos de estas sustancias se prolongan durante varias horas, la supervisión del paciente a lo largo del proceso es de gran importancia.

La fase posterior a la sesión, la integración, sería clave en estas terapias. En esta fase, el trabajo del terapeuta sería el de ayudar al paciente a asimilar la experiencia. Este proceso, comenta Mayes, no es el mismo que el de la psicoterapia convencional, puesto que este es puntual en lugar de prolongarse en el tiempo como en el caso de la psicoterapia.

La gran pregunta aquí es hasta dónde llega la evidencia científica. Existen diversos estudios recientes (de 2021) que, en experimentos controlados aleatorizados, mostraron resultados positivos en el tratamiento de la depresión y del trastorno de estrés postraumático. Estos no son los primeros estudios realizados que aportan evidencia en favor de estos tratamientos.

Si bien se acumulan las pruebas de que estos tratamientos funcionan, aún no estamos seguros de cómo lo hacen. La hipótesis más extendida es que su funcionamiento se debe a su efecto sobre la neuroplasticidad. Esta hipótesis fue revisada recientemente en sendos artículos en las revistas Neuropsychopharmacology, y Frontiers in Psychiatry.

Como se ha señalado antes, no todas las sustancias que se incluyen en esta categoría son precisamente inocuas. Algunas pueden causar efectos secundarios y el hecho de que sean adquiridas de manera ilegal hace que el control sanitario sea inexistente, lo que implica un riesgo en sí mismo, ya sea al mezclarse con otras sustancias o al perderse el control de la dosificación. Los tratamientos con estas sustancias están hoy por hoy muy restringidos.

Como decíamos al comienzo, el tabú con respecto al uso de este tipo de sustancias se está rompiendo. Pero eso no quiere decir que vayamos a presenciar un cambio de paradigma en los próximos años. Como cualquier otro tratamiento, el uso de los psicofármacos requerirá de pruebas y ensayos para demostrar su seguridad y su eficacia, así como su dosificación ideal y su eficiencia en comparación con sus alternativas.

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Imagen | Hans-Günter Wagner, CC BY-SA 2.0

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