Estos científicos están convencidos de que han vencido al gran enemigo de la superconductividad: el precio

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Desde los años 80, la gran promesa del mundo de la transmisión y el transporte de energía eléctrica tiene nombre y apellidos: superconductividad. Sin gran problema también: el dinero. Es un proceso casi mágico (con un potencial descomunal para mover personas y mercancías), pero es tremendamente caro.

O "era". Porque en los últimos años los costes asociados a este tipo de tecnología han ido cayendo y el mejor ejemplo de ello está en la Universidad de Houston.

¿Qué es exactamente eso de la superconductividad? Es una propiedad de algunos materiales que, sometidas a ciertas condiciones (como bajas temperaturas), son capaces de conducir electricidad sin oponer resistencia alguna. Es decir, permite transportar corrientes eléctricas de un sitio a otro de manera casi perfecta; esto es, sin ninguna pérdida. Es tan fantástico como parece, pero (casi desde el primer momento) ha sido un quebradero de problemas.

Demasiados problemas. Y es que, aunque la superconductividad era 'bien' conocida desde 1911, el  sueño de conseguir materiales que condujeran corrientes eléctricas sin  resistencia ni pérdida de energía en condiciones "normales" se había disipado ya en los años 80. Los científicos se habían convencido de que era algo curioso, sí; pero inútil a nivel práctico.

Al fin y al cabo, el primer superconductor que se identificó fue el mercurio. Es decir, un elemento bien conocido. Pero que necesitaba estar a cuatro grados por encima del cero absoluto para que sus propiedades emergieran. Algo prohibitivamente caro.

Una brizna de esperanza. En 80 años de búsqueda, nadie había conseguido un superconductor que trabajara a más de 90 kelvins. Es decir, por encima de los 183 grados bajo cero.

A finales de los 80, Georg Bednorz y Alexander Müller descubrieron los cupratos, una familia de materiales cerámicos basados en óxidos de cobre que permitieron dar con materiales que funcionan hasta a 160K. Meses después de su primer descubrimiento, se llevaron el Nobel.

En esa misma época, varios investigadores de la Universidad de Houston empezaron a trabajar con nuevos materiales y, tras casi 40 años de investigaciones (y muchos aprendizajes) este sistema innovador es uno de sus últimos desarrollos.

Dos en uno. La idea que acaba de publicarse en 'APL Energy' reduce costos de una forma muy sencilla: combinando dos sistemas distintos. Por un lado, una red de transporte articulada sobre una guía superconductora y, por el otro, un sistema de almacenaje y transporte hidrógeno licuado.

La red pone la infraestructura de punto a punto, el hidrógeno garantiza las bajas temperaturas que permiten la superconductividad. De esta forma, la idea invierte el mecanismo habitual de los trenes bala (que, tradicionalmente, levitan magnéticamente operando sobre un riel magnetizado, con los superconductores incrustados en el propio vagón). Es decir, ahora los superconductores estarían en los raíles.

Esto hace más sencillo su uso (porque cualquier vehículo con chasis magnéticos) y podría permitir una pequeña revolución en el transporte.

¿Podría ser una "tecnología que cambie el mundo”?. Esas palabras que se han viralizado son de Zhifeng Ren, director del Centro de Superconductividad de Texas de la Universidad de Houston y, claramente, no es un experto neutral. SIn embargo, tiene algo de razón.

Casi todas las grandes promesas de la superconductividad (transportar energía sin pérdidas, impulsar trenes bala superrápidos o almacenar energía han naufragado en el mismo sitio: la imposibilidad de hacerlo económicamente viable. Si esto ayuda, será bien recibido, claro. Pero a efectos prácticos... aún queda mucho por hacer.

Muchísimo. Ni los detalles técnicos están resueltos, ni el asunto financiero está claro. No debemos olvidar que, aunque simplifica el uso de la vía, la vía en sí es un problema enorme. Un problema de inversiones evidente, pero también de seguridad. ¿Puedes cambiar el mundo? Si tienen éxito, sí, claro. Pero no lo tienen nada fácil.

En Xataka | El secreto mejor guardado de la superconductividad estaba justo  delante de nuestras narices: tras 33 años, empezamos a entenderla

Imagen | Alistair Macrobert

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