Eugenio Martín Rubio, el hombre del tiempo de TVE, se despertó aquella mañana de enero de 1967 con cara de "Tierra, trágame". Durante todo el día anterior, no había caído ni una mísera gota de agua en ninguna parte del país; pero él, se había apostado en televisión (en la única cadena de televisión del país) que si no llovía, se afeitaba el bigote. Y se lo afeitó, vaya que si se lo afeitó.
¿No debería este pobre hombre haber hecho algo de caso a las cabañuelas?
La pregunta anterior es algo capciosa, claro. En el 67, Martín Rubio hacía sus cálculos combinando los datos de los barcos del Atlántico, el parte meteorológico de Moscú o el tiempo que tardaba el avión de Nueva York a Madrid. Normal que se equivocara: estaba utilizando lo mejor de la ciencia del momento, sí; pero eso era predecir el tiempo casi a ciegas.
Y no es una forma de hablar. Los pronósticos para 24 horas que se hacían en los años 80 tenían las mismas probabilidades de acierto que nuestras predicciones a cinco días. 20 años antes, sin en el enorme potencial de los satélites, hacer predicciones era mucho más complejo. Y, aun así, Martín Rubio casi acierta: la borrasca profunda tardó un poquito más en llegar, pero fue tan enorme que salvó un otoño especialmente seco en la Península.
¿Y antes de eso?
Sin embargo, durante miles de años, los seres humanos han utilizado sistemas prácticos para predecir el tiempo. Tenían buenas razones para intentarlo: durante miles de años, una tormenta complicada (o sembrar, podar o recolectar en un mal momento) era la diferencia entre un buen año y morir de hambre.
La pregunta que nos hacen insistentemente los defensores de este tipo de prácticas es si de verdad no se puede aprender algo de todo ese conocimiento acumulado. Es decir, ¿no están siendo los científicos demasiado arrogantes, en su acercamiento a estos sistemas y, por ello, estén dejando algo de lado?
Aunque no lo parezca, la pregunta tiene su enjundia. No tanta como algunos pretenden, pero sí bastante. Hay, efectivamente, casos en los que la ciencia contemporánea ha aprendido del conocimiento histórico de las más variadas ramas del saber. Un ejemplo muy conocido (quizás por reciente) es el de la farmacóloga china Youyou Tu, premio Nobel de medicina en 2015.
Con la idea de encontrar algún tratamiento efectivo al paludismo (malaria), el equipo de Youyou Tu analizó más de 2.000 muestras que la herbolaria tradicional china había relacionado con el tratamiento de esta enfermedad. Así fue como se encontraron con la Artemisia annua: cuyos extractos sí que se mostraron efectivos en ensayos de corte clínico.
Pero la cosa no queda así: rastreando en los manuales históricos, descubrieron que las soluciones tradicionales (que databan de 1200 años atrás) utilizaban un método muy concreto de preparación. Cuando los investigadores, utilizaron esa metodología, los extractos de A. annua fueron mucho más potentes contra los parásitos.
La atmósfera y el cuerpo
El paralelismo entre medicina y meteorología es complicado. Sobre todo porque como nos recordaba la AEMET hace unos días, tenemos muy claro que "la atmósfera es un sistema caótico, lo que significa que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales hacen que la evolución prevista sea muy diferente, por eso las ecuaciones no son lineales". Eso, en términos generales, no ocurre en el campo médico.
Sabemos que los neandertales usaban (el equivalente rudimentario) a aspirinas y antibióticos hace 50.000 años. Nunca se ha puesto en duda que entre los recetarios medievales, los pergaminos egipcios o los manuales chinos haya información interesante: de hecho, en muchas ocasiones, nuestro conocimiento médico-farmacológico ha sido una evolución progresiva de los usos y teorías de la medicina pre-científica previa.
El problema con la atmósfera es que "la única manera de estudiarla de manera correcta es mediante la ciencia". Es más, todo lo que hemos avanzado en predicción meteorológica en los últimos años (y ha sido muchísimo) se debe a dos cosas: más fuentes para obtener datos y más capacidad de procesarlos; o, dicho en lenguaje meteorológico, recopilar y asimilar.
De hecho, los meteorólogos y climatólogos no han hecho borrón y cuenta nueva con todo el trabajo previo. Los científicos usan los registros locales (junto a otras muchas técnicas) para estudiar el clima del pasado y comprender mejor la recurrencia de los eventos catastróficos como las tendencias climáticas. El problema es que estamos hablando de niveles de análisis completamente segregados.
¿No se puede aprender nada de las cabañuelas?
Yo no me atrevería a decir tanto. La pseudociencia contemporánea sigue existiendo (y siendo popular) porque consigue cubrir necesidades que, realmente, no están bien cubiertas. ¿De forma torticera, mentirosa e inexacta? Puede ser, pero las cubre. Al fin y al cabo, nuestra capacidad actual para predecir el tiempo de forma fiable no encaja bien con nuestras necesidades.
En un mundo como el actual (con cadenas logísticas larguísimas y estrategias de gestión de cosechas a nivel continental), "siete días" no es "medio plazo": es un suspiro. La pervivencia de los cabañuelos nos recuerda que hay ciertas funciones sociales, económicas y comunitarias que van más allá de la precisión. Funciones en las que, de una forma u otra, tenemos que mejorar si queremos ser útiles. Y, al menos en eso, en lo que señalan, sí que podemos aprender cosas de las cabañuelas.
Imagen | GTRES
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