Llevamos unos años de pijerío deportivo en el que los entrenadores de fútbol se han entregado al tiki-taka estético: el traje impecable. Ya sea ese Guardiola con cara de preocupación por si se le jode el tres piezas de varios cientos de euros cuando lo mantean tras ganar otro de esos trofeos que no pueden quedar bien en ningún salón de diseño. O ese Mourinho que podría pasar por CEO, tipo de venture capital, broker, Gordon Gekko o Mefistófeles moderno.
Gente guapa, gente cool, gente moderna y elevada que al terminar de mear se frota las muñecas con la gotita para perfurmarse. Basta, por dios. La entrada de Rafa Benítez como técnico madridista ha supuesto un respiro ante tanto traje y tanto morralla, un icono que acerca el fútbol al pueblo y se lo arrebata a la jotdaun y a las plumas finas. Benítez es chándal, bocata y tasca de servilletas de papel. Él sí sabría dónde llevar a comer a Sarkozy dos menús del día de los de mojar pan en la yema.
El chándal en la máquina de Goldberg
Porque el fútbol es incompatible con los trajes. El deporte en general es gente que huele a sobaco y linimento, es la razón que lleva a esos aromas. Y los entrenadores de traje resultan extraños, tipos que parece que no quieren estar ahí, a ras de césped, con suelas finas y tacón milimétrico concebido para restallar el mármol.
Benítez, que siempre ha llevado chándal -desde jugador de categorías inferiores hasta su periplo scouse en Liverpool-, ha vuelto para devolver esa magia que el espectador de barra perdió tras Luis Aragonés: que no hay tanta distancia entre el señor en chándal que mueve a la muchachada millonaria y el energúmeno que desatamos ante cualquier evento deportivo.
(Salvo los de baloncesto, pero el baloncesto es inexplicable como el fútbol es así: místicas a la deriva, escenarios que desafían el pensamiento. El baloncesto: el único lugar donde cinco mastuerzos de dos metros hacen caso a un vociferante bajito encorbatado a medio camino entre el catedrático y el mariscal de campo).
Pero Benítez, que no deja de ser otra pieza en el engranaje florentino -para él, el Real Madrid no es una institución, es <a href="
">una máquina de Goldberg-, pertenece a una tradición gloriosa: la del tracksuit manager, el entrenador chandalero que en la arrogante Inglaterra ni se cuestiona.
Otra cosa es que la modernidad y el desembarco de los marketinianos en las instituciones haya aniquilado el chándal en el banquillo. Tener que ver a Luis Enrique o Benítez incómodos, con cara de me-tira-la-sisa, es sólo una más de las razones para odiar el fútbol moderno. Durante el partido, el chandalismo va por dentro. Mientras en las ruedas de prensa y los entrenamientos, los hombres como Benítez hacen gala de su condición con más aplomo que un Armani a medida.
La larga tradición del chandalismo
La llegada de Benítez al Real Madrid permite, además, recuperar el viejo halo del chándal en los vestuarios y en los banquillos, la tradición centenaria de entrenadores que han dignificado el táctel hasta puntos inimaginables. El viaje, como casi todo en lo relativo a este deporte, comienza décadas atrás, quizá a mediados de los sesenta, cuando un puñado de irredentos entrenadores aún consideraban que dirigir a las mayores estrellas del firmamento en traje era algo perfectamente aceptable. Por ahí se cuela de forma necesaria Helenio Herrera. El argentino, uno de los entrenadores más célebres de todos los tiempos gracias a sus revolucionarias tácticas que le llevaron a conquistar dos Copas de Europa con el Inter de Milán, combinaba con facilidad el traje, en el que siempre parecía ajeno, y el chándal, ya fuera oficial o de la casa, en el que siempre lucía explayado, pleno.
De la mano de Herrera llegaba al mismo club Miguel Muñoz, primero jugador, después entrenador de aquel Madrid que jamás se repetirá en la historia y que alzó seis Copas de Europa en apenas una década. Muñoz, al igual que Herrera, sabía vestir ambos atuendos, pero tendía a la gracia plena ataviado con el chándal del equipo.
Pasaron las décadas y en el camino perdimos tan magnos referentes, aunque el chándal siempre estuvo ahí. Cuando Di Stéfano decidió colgar las botas y convertirse en entrenador, recibió la herencia de Muñoz y Herrera, y tantos otros, y se dejó fotografiar con soltura en las cuatro costuras de su chándal. Tres cuartas partes de lo mismo podría decirse de Kubala. Pese a tratarse de dos de los mejores jugadores de siempre, ninguno de los dos logró el éxito deportivo desde los banquillos. Sí lo hizo Brian Clough, ¿quizá el mejor entrenador de la historia de Inglaterra? ¿De la historia? Como jugador, un don nadie. Como entrenador, todo.
Pese a que The Damned United (soberbia película sobre la carrera de Clough entre el Derby Country y el Leeds United, por aquellos años, mediados de los '70, el mejor equipo de Inglaterra) le retrata como un hombre apegado al traje, lo cierto es que Clough jamás hizo ascos al chándal. Eran los años previos a que el táctel arrasara con todo, y para Clough era obligado fotografiarse con la Copa de Europa vestido con los colores del Nottingham Forest. Equipo al que, por cierto, él transformó: de la Tercera División a ser consecutivamente el mejor del mundo en un abrir y cerrar de ojos. El magnetismo del chándal nunca se apaga.
De Zapatones a la reserva espiritual chandalera
Ya en la década de los ochenta, fue Luis Aragonés quien veneró como poco la religión del chándal sobre los terrenos de juego. Es el epítome de todo cuanto puede conseguir un entrenador sin fingir que es esencial ser un modelo de Armani: con una dilatadísima carrera al frente de varios equipos españoles, siempre, SIEMPRE en exquisito chándal federativo o del equipo, Aragonés no sólo logró construir la mejor selección continental de todos los tiempos, un estilo reconocible y una generación de jugadores excelsa, sino también moldear jóvenes (o maduros) talentos desde el banquillo.
Fue él quien fabricó a Torres, quién domó a Eto'o (cómo olvidar sus zarandeos en La Romareda) o quien trato de poner en su sitio a Romario. Y a Reyes, claro. Poca cosa.
Con su retirada se perdió la estirpe en Europa, pero pervivió en Sudamérica. Hablar del continente americano es hablar de la reserva espiritual del chándal. Hoy en día tenemos varios ejemplos a manos: el primero y más reconocible, Marcelo Bielsa, cuyos pantalones y sudaderas grises, combinadas con un aspecto de megalómano merced a sus gafas colgantes, hacen de él un icono atemporal.
Siguiendo su camino, el Tata Martino, un hombre al que el traje le sienta como a un Cristo dos pistolas y que, pese a la impostada rigurosidad en la vestimenta que exigía el Barcelona, siempre pareció más feliz en la humildad de su ropa deportiva. Pochettino se ha dejado fotografiar dirigiendo tanto al Celta como al Espanyol en chándal en numerosas ocasiones. Y Scolari, un hombre que perfectamente representa el Lado Oscuro de este deporte, es otro devoto del asunto.
¿Quiénes pueden aún representar el espíritu del chándal en esta nuestra Europa ajada y decadente? Quizás no del todo Benítez, cuyos escarceos con tan preciada prenda sólo han sido surgiendo poco a poco y en segundo plano, pero sí Jurgen Klopp, a quien era habitual verle dirigiendo con un larguísimo chubasquero-abrigo-chandalero en Dortmund y CON GORRA, en un aspecto a mitad de camino entre el yonki de las barranquillas y el entrenador de fútbol americano. En su irreverencia depositamos todas nuestras esperanzas, ahora que Heynckes, otro alemán dado al chándal menos de lo que él mismo desearía, se apaga. A todos ellos, pasado y presente, les canta también Benítez.
Un chándal para atarlos a todos
Benítez es una oda a un tiempo que ya pasó, a Cruyff peleando entre la piruleta y el pitillo, estampa sempiterna de los estragos del mono embutido en el tactel del Dream Team. Al old school que el hip-hop y el fútbol perdieron ante el empuje de la globalización. A cuando las cosas no se medían por 40 métricas distintas para maximizar nosequé variables.
Nuestra esperanza es que Benítez se vuelva galáctico, las siete nuevas letras de Beckham, icono de la moda en ciernes. Y que 45 sesudos analistas piquen en el despacho de Pérez con una idea tan imposible como mandar una sonda a Plutón o un barco a Venus: que el chándal nos iguale a todos, como lo hicieron los 90. Necesitamos una cultura fosforita y riñonera, un poco más de mugre, un hálito de vida con olor a fritanga. Necesitamos a Benítez. Ya hay demasiados trajes en todo.
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