Hans Langseth y Hans Staininger: barbas tan largas que terminaron expuestas en un museo

Hans Langseth y Hans Staininger: barbas tan largas que terminaron expuestas en un museo
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De últimas voluntades hilarantes está Internet empedrado. Hay quien, como la californiana Sandra West, al oler la muerte ruegan por escrito que los entierren con sus bienes más preciados. En su caso, un pijama de seda y un Ferrari 3030 América de 1964. Otros parecen sencillamente empeñados en tocar las narices desde ultratumba. Se cuenta que en su testamento, el acaudalado británico Henry Budd nombró herederos a sus dos hijos, William y Edward. Con una condición, eso sí. No podían dejarse bigote.

Corría el año 1862 y al magnate inglés aquellos prolijos mostachos que empezaban a verse en los salones debían de parecerle más propios de tierras prusianas.

Hacia la década de 1920 el abogado canadiense Charles Vance Millar legaba un exclusivo chalet situado en Jamaica a tres abogados que no se aguantaban entre sí, lo que, suponemos, no facilitó demasiado las gestiones para repartirse la propiedad. Quizás frustrado por no haber contribuido a perpetuar la especie con su propia prole, el mismo Millar tuvo la genialidad de dejar gran parte de su fortuna a la mujer de Toronto que más hijos concibiera durante los diez años siguientes a su muerte. Cuando los periódicos se hicieron eco de la chifladura se desató una carrera en el paritorio bautizada como Great Stork Derby, "Gran Derby de la Cigüeña".

El premio hubo de repartirse entre cuatro mujeres que habían alumbrado a nueve criaturas entre 1926 y 1936. Cada una recibió un jugoso pellizco de cerca de 125.000 dólares.

En la lista no faltan los difuntos que, en el trance final, tendidos en su lecho de muerte, demuestran más cariño por sus mascotas que por sus familiares. Doce millones de dólares dejó en 2007 la multimillonaria neoyorquina Leona Helmsley a su perra "Trouble", una maltesa blanca que fallecía a finales de 2010 tras haberse pegado una vidorra. Sus "canguros" se gastaban la friolera de entre 100.000 y 300.000 dólares anuales en sus cuidados. ¿Cómo es posible? La inmensa mayoría se invertía en seguridad.

En dos meses el can llegó a recibir 20 amenazas de muerte, por lo que volaba en un jet privado y llegó a residir en una mansión de 28 cuartos en Connecticut.

Chartwell Chartwell.

El propio Churchill debió de echarse unas buenas carcajadas de ultratumba a costa de sus descendientes. Antes de fallecer, en 1965, a los 90 años, legó su mansión de Chartwell al Patrimonio Nacional Británico. Con una condición un tanto curiosa: la vivienda debía seguir a disposición de su gato, Jock. Gracias a esa cláusula el minino se echó diez años más correteando por los pasillos de la casa. Jock murió en 1975, pero su espíritu sigue en Chartwell... Y lo que no es su espíritu también. Los Churchill han solicitado que en la residencia siempre haya un gato anaranjado con las patas blancas. Van ya por Jock VI.

Sin tener que saltar el Canal de la Mancha, el municipio de Pinos Puente, en Granada, deja otro ejemplo digno de las excentricidades post mortem de Millar. Entre las lápidas y cruceros del pequeño camposanto local destaca una escultura en bronce a tamaño real de Antonio "El Tonto", "El Pirata de los camiones". Para dejar impronta, Antonio —un delincuente que pasó a mejor vida en 2018— quiso que su tumba fuese única. Y lo ha conseguido. Con creces. Por lo pronto ya ha logrado el título de mausoleo más cani de España. Su efigie luce réplicas de un plumas Moncler, pulsera de Versace, un Rolex en la muñeca, smartphone y un bolso de Gucci.

No falta la cajetilla de Marlboro y el mechero, todo de bronce también. El panteón todavía no está completo. Le falta la copia de su Ferrari California.

La última voluntad de Langseth

Sin llegar a esas cotas de histrionismo, poco antes de morir, en 1927, el granjero estadounidense de origen noruego Hans Nilson Langseth también trasladó a sus hijos una última voluntad un tanto extraña. O al menos eso debió de parecerle a su familia. Langseth pidió que le cortasen la barba. Que lo afeitasen. La petición no tendría por qué extrañar a nadie salvo por un pequeño detalle: cuando murió Langseth tenía 81 años y llevaba desde los 19 sin pasarse la cuchilla.

Lo que le colgaba de las mejillas y el mentón del bueno de Hans no era una barba al uso, sino una densa y deshilachada bobina de pelo que, a su muerte, superaba los cinco metros de largo. Exactamente, medía 17 pies y seis pulgadas, el equivalente a 5,33 metros, lo que todavía hoy, pasadas nueve décadas desde su fallecimiento, la convierte en la barba más grande de la que se tiene constancia. La envidia de los hípsters. Langseth no solo deseaba que le rasurasen antes de enterrarlo. Pidió que su larga barba se guardase para la posteridad, se preservase con el fin de que las generaciones futuras pudiesen maravillarse de aquel milagro piloso.

¿Cómo llegó Hans a tener colgando de la cara una barba que supera en longitud a un cocodrilo del Nilo adulto o una boa constrictor? Pues como la mayor parte de los récords delirantes que pueblan las páginas del "Guinness World Records": por un pique entre amigos. Inmigrante noruego que siguió los pasos de sus hermanos en pos de una vida mejor en EEUU, hacia 1865, con 19 años, Langseth era agricultor en Kensett, una pequeña localidad de Iowa de hoy apenas 200 residentes. Quizás para matar el aburrimiento, los vecinos decidieron retarse a un duelo: ver quién de todos conseguía dejarse la baba más frondosa.

De Joven Nuestro héroe, de joven.

Ganó Langseth, por su puesto. Solo que no contento con vencer a su puñado de convecinos de Kensett, Hans decidió ir más allá. Con el paso de las semanas se convirtió en el hombre más barbudo de Worth County. Luego de Iowa. Envalentonado, el joven granjero noruego perseveró en su empeño y al poco se alzó como rey de los barbudos al oeste del Misisipi. Y de todos Estados Unidos. Y de América del Norte. Y de América entera. Y del hemisferio norte. Y finalmente del Globo.

Aún hoy el libro Guinness de los récords lo recuerda como el dueño de la barba más proverbial de la historia, con permiso por supuesto de hípsters irredentos, patriarcas bíblicos y otros vellosas celebridades que no han dejado constancia de cuánto pelo les colgaba del mentón, como Barbarroja —el almirante otomano y el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico— o el bucanero Edward Thatch, el famoso Barbanegra que a comienzos del XVIII saqueó Carolina del Sur.

Aunque es difícil que la barba supere cierta longitud, Langseth se encargaba de estimular su crecimiento. Las crónicas sobre su vida relatan cómo se la recogía en una bobina para que ganase robustez. Con el paso de los años la barba terminó convertida en una compañera difícil de obviar. Para no tropezarse con ella, Hans se la enrollaba alrededor del cuello, la colgaba enroscada de una mazorca de maíz o la guardaba en una bolsa o en el bolsillo de su peto. Su barba causaba tanta expectación que hacia el final de su vida decidió compartir aquel prodigio con el país.

Se lanzó a la carretera y recorrió parte de EEUU para mostrar a sus compatriotas semejante portento piloso. Lo dejó con el paso del tiempo, cansado de que los incrédulos le tirasen de la punta de la barba para comprobar si era de verdad.

Jugando Con Su Barba Jugueteando con su barba.

Tras una búsqueda concienzuda por todo Estados Unidos, en 1922 un grupo bautizado como los Whiskerinos le otorgó a Langseth el título de barbudo más barbudo del país. Entonces su peludo zarcillo alcanzaba los 5,2 metros, lo que le otorgaba una amplia ventaja sobre el segundo (sólo 3,6 metros). Poco más crecería la barba de Hans. Al cabo de un lustro, a finales de 1927, murió en Dakota del Norte con 81 años, dejando a su hijo la orden expresa de que —tras su funeral, que se celebró con el ataúd abierto— le cortase la barba para solad de las generaciones futuras.

El vástago cumplió, pero no del todo. Decidió dejarle una barba de 12 pulgadas, unos 30 centímetros.

Durante décadas las guedejas del abuelo Hans acumularon polvo en el desván de los Langseth. De allí pasó tiempo después, en 1967, al museo Smithsonian. Quienes acudían a las salas de Washington pudieron disfrutar de la barba del noruego hasta 1991, casi un cuarto de siglo durante el que la barba formó parte de la exhibición de antropología del museo. Desde hace años se saca del archivo cada vez que acude uno de los descendientes del viejo granjero.

De barba bíblica a trampa mortal

Tampoco Langseth es el único, ni mucho menos el primero, que ha pasado a la historia por la prolija exuberancia de su bello facial. Unos tres siglos antes, otro Hans, buen amante también de los mechones, se dejaba crecer la perilla y bigotes hasta extremos dignos del Libro Guinness de los Récords. Su apellido era Staininger —algunos textos lo citan con una versión ligeramente distinta: Steininger— y vivía bastante lejos de Iowa, en la actual Austria. De hecho, llegó a ejercer como potentado local en Braunau am Inn, una pequeña villa fronteriza que tiempo después se haría famosa por ser la cuna de Hitler.

A Hans Staininger también le colgaba del mentón un generoso zarzillo de pelo cano que, según las crónicas de la época, llevaba recogido en una bolsa de cuero que introducía en uno de sus bolsillos. A finales de septiembre de 1567 aquella costumbre le jugó una mala pasada. Mientras ayudaba a sofocar un incendio que amenazaba con reducir la villa a cenizas, la frondosa madeja de Staininger se salió de la faltriquera. Centrado en dirigir los trabajos de extinción, el regidor no le prestó atención. Las barbas terminaron colgando y el pobre Staininger tropezó con la barba.

Resultado: rodó escaleras abajo y se partió el cuello. Otra versión sostiene que murió entre las llamas.

Dibujo De Hans Barbas

Aunque su fin fue más trágico que el de Langseth, al igual que el granjero noruego su memoria terminó preservada en un museo. Con el objetivo de que los años que había invertido en el cuidado de su barba no cayesen en el olvido, los vecinos de Braunau am inn decidieron cortarle la barba y conservarla para la posteridad. El zarcillo, que ronda los dos metros de largo, se trató con químicos y luce aún hoy —más de cuatro siglos después— en el museo local. No es el único guiño a Staininger que se encuentran los turistas que visitan la villa. La fachada de la iglesia de San Esteban incluye también un epitafio que recuerda al barbudo alcalde que pereció en 1567.

Incluso se ha alzado una pequeña estatua que lo recuerda con su frondosa perilla, rizada y que cae en una larga cola bifurcada que le llega hasta la suela de las botas.Una estampa digna de Valle-Inclán. Todo un homenaje a los amantes del bello facial en su versión más superlativa... Y un toque de atención a los hípsters austriacos para que tengan cuidado en caso de incendio.

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