En los márgenes de la literatura, extramuros de la convención social, alejados de la ortodoxia de escribas dóciles, a lo largo de la historia han ido apareciendo escritores para los que el epígrafe "escritor" se les quedaba pequeño.
Más que escritores eran personajes abradacabrantes, superescritores. Personajes de sus propias obras. Hombres y mujeres que han dado más vueltas alrededor del sol de lo que decreta su DNI biológico. Sus obras, también, son como jeringuillas en el patio de un jardín de infancia.
Son escritores que han sido considerado malditos.
El número 23
Uno de los escritores malditos más marcianos de un panorama ya de por sí marciano es, sin duda, William S. Burroughs, uno de los apóstoles de la contracultura de los año 1960 y figura destacada de la Generación Beat. Además de escribir cosas indescifrables u ofensivas hasta la médula, en una ocasión pretendió emular a Guillermo Tell, disparándole a una manzana situada sobre la cabeza de su esposa Joan. Era 1951 y Joan murió con un agujero entre los ojos.
Borroughs también tenía una obsesión malsana con el número 23 (de ahí nace la película de Jim Carrey, titulada precisamente 'El número 23'). Borroughs creía que este número estaba detrás de la fatalidad, y que también encajaba con demasiadas cosas del mundo para ser azaroso: nuestro ADN está dividido en 23 pares de cromosomas, poseemos 23 vértebras, la sangre tarde 23 segundos en recorrer nuestro cuerpo, etc.
Al la sombra de Burroughs también crecieron autores como Jack Kerouac y Allen Ginsberg, aficionados a empinar el codo (y la nariz, y la vena gorda, y lo que se terciara) en el White Horse Tavern de Nueva York.
La locura como fuente creativa
Muchos autores malditos sencillamente estaban mal de la chaveta. Pero la locura parecer ser, en muchos casos, la dinamo que genera las mejores ideas (ya se dice que los locos abren los caminos que más tarde seguirán los sabios). A juicio del psiquiatra Enrique González Duro, hay demasiados casos de autores tratados, diagnosticados y recluidos para que la relación entre locura y literatura sea casual.
Mary Shelley, la autora de Frankenstein, sufría frecuentes ataques de melancolía, alucinaciones y sueños letárgicos. Lord Byron podía cambiar de humor en pocos minutos, como buen ciclotímico que era, y también era aficionado a aullar sin motivo. Charles Baudelaire, autor de Las flores del mal, un compendio de poesía que bascula entre lo venéreo y lo necrofílico, sufrió frecuentes crisis nerviosas, neuralgias y vértigos que le dejaban postrado en la cama.
Virginia Woolf, Allen Ginsberg y Sylvia Plath también fueron desequilibrados mentales, y algunos de ellos suicidaron, como se suicidó David Foster Wallace, uno de los mejores escritores norteamericanos contemporáneos (a pesar de que solo tiene una novela publicada, La broma infinita).
Y los que no estaba locos, hacían crujir sus mentes con toda clase de sustancias. Charles Bukowski era un borracho reconocido (y en un cine, detrás de unas mujeres que no paraban de hablar durante toda la proyección, protagonizó una anécdota legendaria: se acercó a las señoritas y les gritó: "a ver si nos callamos, par de coños").
Samuel Taylor Coleridge escribió el poema onírico Kubla Khan (1797) bajo los efectos del opio (y sospecho que solo puede se entender en todo su esplendor bajo los efectos del opio). Baudelaire necesita de hachís para escribir. William S. Burroughs, heroína. Jack Kerouac escribió En el camino bajo el efecto de los benzedrinas, solo así consiguió el ritmo frenético y los solos jazzísticos a lo Charlie Parker. Él mismo se describía así:
Soy el rey de los beatniks. Soy François Villon, poeta-pícaro vagabundo de la carretera abierta. Escuchadme cuando os toque solos rabiosos e improvisaciones espirales con mi máquina de escribir tenor.
Y la lista de psiconautas no acaba aquí: Aldous Huxley escribió Las puertas de la percepción (1954) con mescalina, al igual que lo hizo Antonin Artaud con su Teatro de la crueldad. Ken Kesey usó el LSD para escribir Alguien voló sobre el nido del cuco, y también lo hizo el periodista gonzo Hunter S. Thompson con Miedo y asco en las Vegas. Por cierto, el bueno de Kesey se unió a un grupo de amigos, The Merry Pranksters (los “Alegres Bromistas”) en 1964 para recorrer Estados Unidos en un autobús pintado con colores fluorescentes al que llamaron Further (“Más Allá”), repartiendo buen rollo, drogas y los elementos visuales que conformaría el movimiento hippie.
Centros neurálgicos de mentes esquinadas
La obra que más mentes esquinadas concentró por primera vez fue Los poetas malditos, del poeta francés Paul Verlaine, publicado por primera vez en 1884. En él participaron autores como Rimbaud, Mallarmé o Pauvre Lelian (anagrama del propio Verlaine). Este concepto de "maldito" lo inició precisamente Verlaine con esta obra, pero a su vez había sido inspirado un poema de Baudelaire llamado Bendición, que se encuentra al principio de Las flores del mal.
Otro lugar que concentró y alimentó las mentes más lúgubres de la época hay que buscarlo hacia el final de la Primera Guerra Mundial. Muchos escritores y artistas empezaron a creer que la civilización había fracasado, que la fría razón sólo había servido para amordazar el instinto, que finalmente se había desencadenado con toda su furia, como una bestia que sólo puede vivir en libertad.
En un club artístico de vanguardia llamado Cabaret Voltaire, nació entonces una lucha contra la razón, la lógica, la disciplina y el refinamiento burgués. ¿Cuál era la mejor forma de combatir todos esos defectos que perturbaban la verdadera naturaleza del ser humano, el ser animal? Pues aplaudiendo el instinto, el caos, la provocación, la desobediencia y la irracionalidad.
En Cabaret Voltaire, los artistas se reunían para leer poesía y hablar de tonterías, para gritar, para aullar como lo hizo Byron, para bailar sin ritmo, al azar, generando una completa y absoluta cacofonía. Hasta que un día, el organizador del Cabaret Voltaire, Hugo Ball, anunció que iba a publicar una pequeña revista titulada Dadá. Uno de los que frecuentaban el club, un poeta llamado Tristan Tzara, quedó tan enamorado de la palabra que empezó a escribir poesía sin sentido en su nombre. Había nacido el dadaísmo. El antiarte. La guerra contra el formalismo. El canto al absurdo.
Finalmente, el lugar más icónico que vio el nacimiento de muchos autores suburbiales y rarunos fue la librería del editor Lawrence Ferlinghetti: City Lights Bookstore. Abierta en 1953 en San Francisco, es de visita obligatoria si estáis mínimamente interesados por la Generación Beat y el movimiento contracultural: allí se editó Aullido y otros poemas, de Allen Ginsberg, y hoy en día sigue editando a los autores más underground.
Afortunadamente siguen existiendo los mutantes, los escritores con pensamientos incendiarios en los que raramente prospera la dicha, hábiles con el lenguaje escatológico, liberados de corsés políticamente correctos, y con mucho, mucho mordiente. Sin mutantes no progresaría la historia de la literatura; y la vida, en suma, sería también un lugar tan aburrido y neutro como el Walden Dos de B.F. Skinner o el 1984 de George Orwell. En definitiva, un harakiri creativo digno de alabanza, aunque haya mucho autor atornillado y locuelo.