Una de las grandes revoluciones alimenticias del siglo XXI es una almohadilla

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¿Hay algo más trivial y anodino que la almohadilla blanca que hay en las bandejas de carne del supermercado? Aparentemente no, la verdad. Pero la apariencia engañan. 

Y es que, bajo esa pinta gris y aburrida, se esconde algo mucho más grande y complejo de lo que pensamos: una batalla más de la guerra tecnológica entre el ser humano y la naturaleza. Pero vayamos por orden:

¿Qué son esas almohadillas? Se trata, básicamente, de un empapador de celulosa con una pequeña película de plástico alimentario. Como no recuerdan nuestros compañeros de DAP, no son comestibles y, en caso de que se hayan cocinado con la carne, lo recomendable es no comerlas). 

Por lo demás, no esconden ningún misterio y en las webs de los distintos supermercados se explica. No obstante, bajo esa aparencia trivial y anodina

¿Para qué sirven? Las almohadillas tienen dos funciones básicas: la primera es absorber la mayor cantidad del líquido que sale de estos productos semiprocesados. Tanto la carne como el pescado exudan líquido, lo queramos o no; no obstante, está muy estudiado el hecho de que, si los productos tienen líquido, se venden menos. La estética aquí es muy importante: da la sensación de ser menos frescos y estar en peores condiciones. La almohadilla soluciona eso.

La segunda función, muy relacionada con la primera, es que limitando la cantidad de líquido se reduce también la proliferación bacteriana y, como consecuencia, la carne (o el pescado) no solo son más seguros, sino que aguantan más tiempo en mejores condiciones. Es aquí, para sorpresa de muchos, donde está la clave de la almohadilla.

Un proceso larguísimo por vencer a la naturaleza.  Y es que, aunque parezca un detalle nimio y sin importancia, la almohadilla de celulosa fue uno de los primeros pasos hacia el sueño de toda cadena de distribución: convertir un "negocio de frescos" cuya "principal característica de la sección de frescos es que hay que descartar la mercancía que se estropea" (y, por tanto, las pérdidas son considerables) en un "negocio de secos" (cuya gestión es mucho más sencilla).

¿Negocio de secos? El mejor ejemplo de esto es Mercadona. Durante años, el gigante valenciano se obstinó en gestionar el "negocio de frescos como un negocio de secos". Y las consecuencias fueron claras: “la participación de Mercadona en productos frescos -verduras, fruta, pescado, etc.- es la mitad que la que tiene en alimentos secos. Es decir, si vende un 40% de la alimentación envasada en España, sólo vende el 20% de la alimentación fresca”.

Finalmente, se vio obligada a asumir que son dos secciones bien diferenciadas. No solo por las pautas de consumo de los ciudadanos, sino también por las características de los productos. Sin embargo, la lucha por conseguir eliminar ese problema sigue más viva que nunca.

Al final,  las cadenas de suministro trabajan sobre la reposición de "existencias según el historial de ventas de años anteriores" (en muchas, además, se tienen en cuenta modelos meteorológicos complejos para ajustar la demanda previsible): la capacidad de maniobra es muy limitada y, esto se traduce en una obsesión por agotar existencias (aunque sea a costa de ir reduciendo los precios a lo largo de la jornada). Producto que no se vende, se acaba tirando aunque la fecha de consumo preferente no sea cercana.

Lo que ocultaba la carne de mentira. De hecho, pese a que suelen ensalzarse discursos sobre el veganismo o una supuesta sostenibilidad, el principal beneficio de la 'carne de mentira' para las cadenas de distribución es el de convertir en un "negocio de secos" (ultraprocesados que se conservan mucho mejor de lo que podríamos soñar) el negocio de la carne y el pescado.

Es algo que está costando, claro. La tecnología no está a punto y, tras un primer boom en los últimos años, el consumo de este tipo de productos cayó en picado. Pero una vez que vemos la jugada completa (la culminación del proceso que empezó con la almohadilla de celulosa), haríamos mal dándola por muerta.

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Imagen | Mary Winchester

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