El improbable origen del primer auricular moderno: inventado hace 110 años en una cocina y pensado para escuchar misas

El improbable origen del primer auricular moderno: inventado hace 110 años en una cocina y pensado para escuchar misas
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A Nathaniel Baldwin le podía su vena de inventor y eso, en ocasiones, arrastraba su mente hacia rutas insospechadas. Le ocurrió en algún momento no definido entre finales del siglo XIX e inicios del XX, durante una asamblea de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en Salt Lake. Mientras escuchaba al pastor, Baldwin se dio cuenta de que la acústica no era buena y apenas podía oír nada. Aquella molestia derivó en una obsesión por cómo amplificar el sonido y esa obsesión, con el tiempo, en un aparato que le ha valido el título de inventor de los auriculares modernos.

La de Nathaniel Baldwin es la historia de un gran inventor al más puro estilo self-made man, un hombre hecho a sí mismo, igual que sus contemporáneos Thomas A. Edison, Nikola Tesla, Frederick Collins o Mónico Sánchez Moreno. Como en algunos de esos casos, su éxito fue tan fulgurante como la caída posterior. Pasó de fabricar auriculares en la mesa de su cocina a dirigir su propia empresa; y de amasar dinero y fama, trabajando incluso para la Armada, a acabar encarcelado.

Esta es su historia.

Y, de paso, la de un gadget que hoy nos encontramos por todas partes: los "cascos".

Pensados para misa y fabricados para el ejército

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El Bitelephone de Ernest Mercadier.

A finales del siglo XIX los auriculares acumulaban ya cierta historia a sus espaldas, aunque su aspecto era tan distinto a los actuales que, en ocasiones, se parecían más a enormes estetoscopios. Hacia 1890 los londinenses empleaban un receptor para escuchar el Electrophone, un servicio de retransmisión a la carta. El dispositivo, de un tamaño considerable, se sostenía con un mango y se deslizaba bajo la barbilla. Antes de eso, se habían usado en el Telefon Hírmondó y registrado varias patentes: el Bitelephone de Ernest Mercadier y el receptor de Ezra Gilliland.

El ejército de EEUU también disponía de sus aparatos, pero sus resultados eran francamente mejorables. Una de las personas que supieron verlo en el momento adecuado, justo a las puertas de la Primera Guerra Mundial, fue Baldwin, un inventor de familia mormona que había estudiado física e ingeniería eléctrica en la Universidad de Stanford y por entonces —tras haber ejercido como profesor, electricista y operario— trabajaba en la planta hidroeléctrica del cañón de Mill Creek, en Utah.

Desde niño a Baldwin le fascinaba idear aparatos y hacia finales del siglo XIX le daba vueltas a la idea de diseñar una versión mejorada de la máquina de vapor. Tras su experiencia con la acústica del templo de Salt Lake toda su atención se centró sin embargo en otro problema, igual de complejo: la amplificación del sonido y cómo mejorar los receptores. Durante sus experimentos probó con un tubo de aire comprimido, válvulas sensibles al ruido y la mejora de los aparatos que ya existían.

Para mayo de 1910 tenía ya una solución convincente: dos receptores con una sensibilidad considerable fijados a una diadema y dotados de auriculares con una milla de cableado de cobre fino y un diafragma de mica. Convencido del potencial de su invento, se dedicó a enviar cartas a firmas dedicadas a la fabricación de suministros de radio y aparatos inalámbricos. De poco sirvió. Aquella solución en apariencia casera no convenció ni a la industria ni al Smithsonian Institution, así que Baldwin decidió cambiar de estrategia y llamó a otra puerta: la de la Marina de los EEUU.

Electrophone
Usuaria del Electrophone.

Como recordaría tiempo después el almirante Arthur Jepy Hepburn, de la División de Radio de la Marina, un buen día se encontró con "una carta de Salt Lake City escrita con tinta violeta en papel de bloc azul y rosa" firmada por un tal Sr. Baldwin. En la misiva el inventor destacaba las ventajas de su aparato —señalaba que tenían una resistencia de unos 2.000 ohmios— y terminaba animándoles que probaran el prototipo. Probablemente, la propuesta se acogió con escepticismo; pero para sorpresa de la Armada aquel dispositivo funcionaba. Y sorprendentemente bien, además.

Los oficiales encargaron más aparatos y Baldwin se volcó en prepararlos. El diseño de sus auriculares se perfeccionó, se aplicaron algunos ajustes propuestos por los técnicos de la Marina y el resultado acabó siendo lo suficientemente bueno como para que el ejército se decidiese a encargar más unidades. Problema: que aquel peculiar inventor de Utah trabajaba en la cocina de su casa y en los ratos libres que le dejaba su auténtico empleo, por lo que su capacidad era muy limitada.

Poco a poco el diseño fue simplificándose hasta que quedó reducido a un par de varillas de alambre ajustables cubiertas de cuero y unidas a sendos receptores. Las cosas también mejoraron a nivel empresarial. Para hacer frente al aumento de demanda que acarreaban los vientos de guerra que ya soplaban, en 1914 Baldwin renunció a su empleo en la central eléctrica y construyó su propia fábrica . Con el tiempo, añadió un nuevo edificio, compró terrenos, se asoció con otras firmas... Para 1922 empleaba ya a 150 personas, funcionaba con tres turnos y fabricaba 150 aparatos al día.

La compañía de Baldwin iba viento en popa y la popularización de la radio como forma de entretenimiento le llevó a innovar en sus productos; pero no hay imperio que dure cien años y el del inventor de Utah no marcó la excepción. Firme defensor de la poligamia, una postura que marcó su carrera y vida durante años, Baldwin se dedicó a ayudar a personas con sus mismas convicciones de diferentes formas: los contrató en su fábrica, financió viviendas y pagó facturas.

En 1924 incluso incluyó en el consejo de administración a algunos de sus correligionarios, lo que llevó a parte del equipo desplazado a crear su propia empresa y competir con la de Baldwin. Para complicar aún más el escenario, hacia las mismas fechas el inventor invirtió unos 50.000 dólares en una mina sin demasiada fortuna. Su compañía no tardó en declararse en quiebra y, aunque Baldwin, pudo hacerse de nuevo con sus riendas no llegó a revivir la época dorada de inicios de siglo.

Otra mala decisión en la venta de acciones fuera del estado derivó en una acusación de fraude postal en 1930 y una condena de cinco años de prisión. Baldwin acabaría pasando solo dos en la prisión de McNeil Island, pero fue tiempo suficiente como para darle la puntilla a su negocio. “Si hubiera sido un poco mejor hombre de negocios y no hubiera promovido la poligamia, muy bien podría haber sido el RCA de América”, comentaba su nieto, Kay Baldwin, a KSL en 2017.

Fallecía décadas después, a principios de 1961, en Salt Lake City, empobrecido y lejos ya de sus años dorados, pero dejando su nombre ligado para siempre a una historia del sonido que siguió avanzando gracias a innovaciones como la de John Koss en la década de los 50.

Imágenes | Alireza Attari (Unsplash), Wikimedia y Midnight Believer (Flickr)

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