He descargado todos mis datos de Amazon y he aprendido una lección: es demasiado fácil comprar online

  • No se trata de la suma en euros ni del total de pedidos, sino de los productos prescindibles

  • Compras que en un entorno menos inmediato seguramente no hubiera hecho

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Hace unas semanas hice en Amazon una de esas cosas que de vez en cuando deberíamos hacer con los servicios que usamos online, aunque solo sea para tener la ilusión de un cierto control: descargar una copia de todos los datos que tenía sobre mí.

Entre subcarpetas y tablas CSV llegué a la madre del cordero: mi historial de pedidos. Ahí figuraban, en una larguísima lista, todos los productos que he comprado en Amazon. Desde el primero, mayo de 2013, hasta el último, el día anterior a la consulta.

Muchos euros

Tenía una cierta intuición en cuanto vi esa tabla, pero un artículo muy oportuno de Amanda Mull en The Atlantic al hilo de estos repasos me terminó de transmitir por dónde iban los tiros. En un listado así hay dos elementos clave. Uno estaba incluido, claro: el número de pedidos. Otro no lo estaba, pero era tan fácil sacarlo que ni la vergüenza torera podía impedirlo: un sumatorio en la columna del precio.

Tampoco fue un gran problema, aunque también resultase impactante ver esa cifra. Al final Amazon ha reemplazado en cierta forma a otros tipos de compras y no nos solemos parar a calcular cuánto nos hemos dejado durante diez años en Carrefour, o en El Corte Inglés, o en Mercadona. La cifra era llamativa, pero no escalofriante.

El problema, en realidad, estaba al ver ciertos nombres en los productos comprados. Esa lectura fue como ir pegando bocados a una magdalena de Proust que me iba desbloqueando recuerdos de la última década. "¿Yo compré esa mochila?", "¿En qué estaría pensando cuando pagué 60 euros por una bandolera?", "Ni recordaba haber tenido una recortadora para barba de Braun así que no me tuvo que durar mucho" y otros pensamientos en esa línea se me fueron viniendo a la cabeza.

Como a perro flaco todo son pulgas, pude detectar incluso en qué año (y en qué situación financiera, y en qué estado anímico) mis pedidos se convirtieron casi en su totalidad en un desfile de cachorritos directos a la perrera.

Dicho de otro modo, en qué épocas compraba de una forma más impulsiva, menos reflexiva, y por tanto, con menor recorrido de esos productos.

En gran medida, ese es un mérito de Amazon, y si ha arrasado con el comercio online es porque ha sabido trabajar su producto desde muchos frentes: atención al cliente, interfaz, tiempos de entrega, gestión del stock... pero también por una disponibilidad e inmediatez que para el comprador puede ser un arma de doble filo. Han reducido fricciones de forma admirable. Y eficaz.

Esa inmediatez nos ha cambiado ciertas experiencias en otros sectores. La música, por ejemplo. Hace veinte años, el lanzamiento de un nuevo disco de nuestro artista favorito era un ritual. Salíamos de clase o del trabajo, nos dirigíamos al lugar en el que lo íbamos a comprar, hacíamos cola, veíamos con emoción las primeras copias en los estantes, volvíamos a casa tocándolo, pero sin poder escucharlo, limitándonos a pasar las páginas de su libreto y retardar esa emoción antes de darle al play.

O con las películas que íbamos a ver el viernes noche. Íbamos al videoclub, observábamos carátulas, dábamos la vuelta a las que más nos seducían, escuchábamos la recomendación de quien estaba tras el mostrador y volvíamos a casa de forma similar, comentando con la pareja las expectativas sobre esa cinta. Otro ritual.

La era del streaming y el smartphone se han cargado muchos de estos rituales, y también el de la compra. En cierto sentido, hasta la ha desromantizado. Nada que probarnos, ningún material chungo con el que decepcionarnos, simplemente entrar, comparar entre distintos JPGs y precios, y click en 'Comprar'. Mañana te llega, antes del segundo café ya te habrá pegado un timbrazo el mensajero.

Tan instantáneo que facilita demasiadas compras que hoy me suenan absurdas. Si hubiese tenido que echar veinticinco minutos en metro (y otros veinticinco de vuelta) y pasar frío hasta llegar a la puerta del Gran Almacén® de turno, lo mismo no me hubiera comprado esa bandolera que usé la friolera de dos veces. O hubiera alargado sine die la renovación de la afeitadora. Y así podría seguir con productos que hoy resultan prosaicos.

Esto, por supuesto, no es ninguna queja de nada. Nada que objetar a que una empresa nos ponga tan fácil e inmediato comprar casi cualquier cosa y que nos llegue ridículamente rápido. Solo que también tiene externalidades, como cuando uno pide los CSV con sus datos históricos y empieza a echar cuentas de las compras totalmente superfluas.

Aunque no apostaría ni un euro a que dentro de otros diez años voy a ver otro porrón de absurdeces.

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