El 8 de febrero de 1996, el ensayista John Perry Barlow lanzó una Declaración de Independencia del Ciberespacio. El texto no incluía ampulosas palabras de revolución: apenas puso de manifiesto que esta caótica utopía digital se había conseguido gracias a la libertad y que son los propios internautas quienes gobiernan en un mundo donde las instituciones de antaño no tienen jurisdicción. «En nombre del futuro, le pido al pasado que nos dejen en paz».
La primera Internet se conformó por un lento diálogo entre una treintena de sistemas. Cada ordenador era motor de una gran maquinaria que aún no había despegado del todo.
En aquellos días era habitual leer los clásicos «no eres bienvenido entre nosotros. No posees soberanía donde nos reunimos». Como en una especie de Star Wars digital, Internet era la última herramienta Jedi para defenderse del Imperio. Hoy es común escuchar la frase contraria: Internet pertenece sólo a unos pocos.
¿Quién tiene las llaves?
«Podemos acabar en un mundo en el que cinco grandes corporaciones decidan por nosotros. Y no es ese el mundo en el que yo, por lo menos, querría que mi hija viviera». Estas son palabras de José M. Alonso, Director ejecutivo interno de la Fundación WorldWideWeb. Y esas cinco grandes son, en esencia, los proveedores de espacio, con Amazon Web Services a la cabeza.
Diariamente oímos hablar de pluralidad, de bases de datos internacionales y libre acceso. La realidad insinúa que vamos abocados hacia una Babel donde sólo se habla un idioma —una diversidad lingüística reducida al 50% “menos relevante” para Google— , una Alejandría con una puerta de entrada y otra de salida. Una puerta con siete llaves de seguridad, en cualquier caso.
¿La solución?
Tim Berners-Lee tiene una: creando una WWW 4.0. Su Proyecto Solid se presenta como un estándar de tecnología abierta que permite al usuario tener un control total de sus datos, de la cantidad de información que concede y cuál se salvaguarda. Como co-líder del Grupo de Información Descentralizada en el Laboratorio de Informática e Inteligencia Artificial del MIT (CSAIL), este proyecto se basa en diseño modular, desacoplado, que evita el bloqueo de aplicaciones y el almacenamiento de datos en servidores.
Estos datos se alquilaron, se vendieron, se prestaron y se convirtieron en moneda de cambio para obtener posicionamiento y privilegios comerciales
Tim, nombrado comandante de Caballero de la Orden del Imperio Británico, fue el fundador de la World Wide Web, hace ya casi tres décadas. Todo cambió a partir de WikiLeaks, cuando se descubrió que la gran web estaba sirviendo de aparato de vigilancia: la autora de las mayores filtraciones de documentos clasificados de la historia puso sobre la mesa el verdadero alcance del espionaje masivo y continuado a la ciudadanía.
Estos datos se alquilaron, se vendieron, se prestaron y se convirtieron en moneda de cambio para obtener posicionamiento y privilegios comerciales. En palabras del premiado Príncipe de Asturias Berners-Lee, «Snowden nos hizo darnos cuenta que sin querer construimos una gran red de vigilancia con la internet. En China, la gente no puede leer algunos sitios y apenas unos pocos proveedores de servidores son los que por defecto gestionan la experiencia de Internet de las personas».
Si se produce una brecha en uno de estos sistemas, cientos de millones de cuentas de correo pasarían a estar desnudas
Que nuestros datos personales estén en manos de unos pocos que ceden y gestionan los derechos presenta un problema de imparcialidad, pero también de seguridad: si se produce una brecha en uno de estos sistemas, cientos de millones de cuentas de correo, con sus respectivos datos asociados, pasan a estar completamente desnudos. Sin pluralidad sólo nos quedará un servicio cerrado.
No estamos hablando de un futuro distópico: querer descargar un archivo desde Alemania puede acarrear importantes multas económicas. Figuras como Julian Assange y Richard Snowden, quienes cuentan con nacionalidad en la micronación digital Wirtland, espolearon un cambio necesario: «necesitamos eliminar con urgencia el punto ciego que las leyes que regulan las campañas políticas tienen en lo que se refiere a Internet», sentencia el Tim Berners-Lee.
¿Para qué querríamos un Internet descentralizado?
Para evitar monopolios, influencia de unos pocos sobre otros muchos. En primer lugar, para saber qué está fallando debemos plantear la pregunta inversa: ¿por qué ha triunfado la centralización? No caigamos en aquelarres y especulaciones sin fin práctico. Porque todo atiende a una razón práctica.
Y la centralización funciona porque propone un Internet menos anárquico, más limpio, ordenado y despreocupado, donde se propicia un uso eficiente de los recursos, tiempo de respuesta rápido, código optimizado, etcétera. Mike Rivera lo explica aquí bastante bien. Trabajar bajo sistemas abiertos —desde la infraestructura básica del servidor hasta ese template visual que verá el lector que haga click sobre la URL— implica, como en todo, un conocimiento adicional de la web, en sentido programático.
De hecho, no son pocos los que critican Solid por una vulnerabilidad nuclear: muchos contenidos pierden la capacidad de posicionarse competitivamente. Tras un tiempo de rodaje nos encontraríamos con otro top conformado por los proveedores que mayores tráfico de datos manejen.
Un conocimiento selectivo
Voces como José Roberto Alves de Freitas proponen, desde lo musical, un Internet inmenso y público, sin cortapisas. Lo que comenzó como un coleccionismo febril terminó por plantear un servicio web libre y gratuito. Pero, ¿bajo qué términos? ¿Bajo una especie de Archive.org comandado por un equipo privado, o distribuyendo las herramientas para que cada usuario pueda formar parte del engranaje editorial?
Esta es la principal pregunta. Porque en el momento que el control sobre nuestros datos desaparece —el cacareado «derecho al olvido» tan difícil de conseguir—, el conocimiento se convierte en algo selectivo.
Tal y como actúan los algoritmos de preferencia en Twitter, Instagram, Facebook o las tarjetas de Google, donde sobre nuestro muro sólo vemos aquello que dicta un robot, por volumen de interacciones recientes y palabras clave, el nuevo Internet propone experiencias personalizadas, por grupos de usuarios, pero gravemente sesgadas. Y, por ende, censuradas. Esto produce peligrosas cajas de resonancia y fake news coordinadas por los grupos interesados.
El precio del poder
Como apunta en el vídeo José M. Alonso, «la web no es propiedad de nadie. Cuando Tim la creó, la donó». Esa Internet es hoy el quinto pulmón económico mundial.
En mitad de esta vorágine nos encontramos con empresas creando sus propias redes comerciales e incluso usando sus propias criptomonedas. Al Bitcoin y Ethereum, bloqueadas en China, se une el bitcoin cash, Antshares, con un valor de poco más de seis dólares; Ripple, con un valor de 0,2 dólares; el Litecoin, la versión “plata” del bitcoin con un valor de cuatro dólares por moneda; etcétera.
La gran virtud de estas monedas, de su mayoría, es que no guardan información: todas las transacciones internacionales con Bitcoin se registran en un gran libro contable. Cuentan con defectos: la lentitud de sus transacciones, su minería, y su techo técnico marcado cuando se alcancen los 21 millones de bitcoins, momento en el que se dejarán de acuñar más monedas. Pero ofrecen eso que los ciudadanos de Internet hemos perdido desde el instante en que nos conectamos a la red: libertad.
El próximo 25 de mayo 2018 por fin será aplicable el Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo. Ya está en vigor, pero entonces será de obligado cumplimiento.
En él se recogen los 78 artículos que dan forma a una nueva ley de protección de datos, una donde se reduce la burocracia y la inscripción en ficheros —y su consecuente registro— a favor de una gestión más ágil, un sistema de ventanilla única donde se establece cooperación entre autoridades de estados miembros. ¿En qué redunda? En un sistema mejor vertebrado, aunque mantiene su aspecto monolítico.
Por suerte este nuevo reglamento nos otorgará un derecho inapelable que hemos ido perdiendo durante la última década: recuperar el control sobre nuestros datos personales, tomando el control para decidir cómo queremos que se usen nuestros datos y nos cuenten, en contratos de gestión de forma limpia y clara, para qué los están usando. A partir de ese punto la pelota estará en nuestro tejado: si aceptamos sin leer, la culpa será nuestra.
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