El 30 de enero los embalses de Mequinenza, Riba-Roja y Flix abrieron sus compuertas durante seis horas. Miles de litros de agua volvieron a su curso con la idea manifiesta de provocar "una crecida controlada en el Bajo Ebro". En un año normal esto habría sido 'business as usual': con niveles por encima del 80%, no hay ninguna razón para que los caudales del río cerca del Mediterráneo estén tan comprometidos.
El problema es que no es un año normal.
No es un año normal. Y no es solo porque el Área Metropolitana de Barcelona esté en quiebra hídrica y haya seis millones de personas en "alerta por la sequía"; es porque el debate nacional en torno al agua es tan intenso y está tan polarizado que ha traído de vuelta el fantasma del Plan Hidrológico Nacional 20 años después. En este contexto y ante la noticia del desembalse, una parte no menor de la opinión publica se lanzó a acusar a la Confederación Hidrográfica del Ebro de estar "desperdiciando el agua".
Y eso, como es lógico, ha destapado la caja de los truenos.
"El agua del Ebro se queda en el Ebro". La oposición de las Terres de l'Ebre al trasvase con Barcelona no es nueva. Desde 1985, cuando se inauguraron las conexiones con el Camp de Tarragona y la Costa Dorada, la sensación de que se está descuidando el equilibrio ecológico del Río (y, por tanto, perjudicando económicamente a una región que ha perdido en los últimos años "diez millones de metros cuadrados de terreno") para favorecer el uso y el abuso de agua con fines turísticos generó muchísimos problemas y malestar.
Tanto es así que, en 2008, cuando la Generalitat y el Gobierno de Zapatero permitió anunciaron un acuerdo de urgencia para la construcción del trasvase con Barcelona, las movilizaciones en contra de la obra fueron enormes y el consenso en un contra entre los vecinos de las Terres de l'Ebre casi absoluto. Aún así el proyecto se aprobó y solo las considerables lluvias de aquella primavera lograron paralizarlo.
Una situación muy distinta a la de 2008. El Govern catalán ha descartado reactivar la idea del "minitrasvase" que conectaría la red de Tarragona con el Área Metropolitana de la capital, pero en cuanto se empezó a hablar de barcos, las tensiones volvieron a estar encima de la mesa. Sobre todo, porque los habitantes del tramo final del río llevan décadas sitiéndose ninguneados.
"El espacio más amenazado de Cataluña es el Delta". Y los recursos "ya hace tiempo que so insuficientes para el mantenimiento socioeconómico y medioambiental de la zona", decían en La Vanguardia los portavoces de la Comunitat de Regants de l’Esquerra de l’Ebre. "Medidas como la interconexión de redes contribuiría aún más a hacerlo insostenible". Como digo, no es una opinión minoritaria.
Xavier Curto, portavoz de la Mesa de Consenso para el Delta, decía en El Confidencial que su posición era clara: "cada cuenca tiene que llegar a la autosuficiencia mediante una gestión interna más exigente, y que los desequilibrios actuales por falta de previsión tienen que solucionarse con medidas temporales que no afecten a otras cuencas, y con una visión a largo plazo en cuanto a las medidas estructurales".
El gran ensayo de las guerras del agua. "Da igual que miremos en Estados Unidos, en Europa o en el resto del mundo", decía Robert Glennon, profesor de la Universidad de Arizona. "Los seres humanos estamos huyendo de lugares con agua a lugares sin agua". En España también ocurre y eso supone todo un reto para nuestro mismo sistema de gobierno y toma de decisiones.
A principios de siglo, cuando el Gobierno de Aznar puso sobre la mesa el Plan Hidrológico Nacional ya se vivieron enormes tensiones políticas (que llegaron a alterar significativamente el panorama electoral en el Ebro, pero también en todo el país). Estamos a pocos años de volver a vivir situaciones similares. Y esta crisis es solo un ensayo.
Al fin y al cabo, en Terres de l'Ebre viven unas 200.000 personas y en las zonas 'regadas' por el sistema Ter-Llobregat más de seis millones. Además, como se vio en 2008, la arquitectura institucional hace que los mecanismos de resistencia sean escasos. Pero pocas veces se puede estudiar en vivo y en directo cómo un problema estructural va reconfigurando la vida cotidiana de casi 50 millones de personas.
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