El futuro de Rafael Guastavino en 1881 pintaba feo. Muy feo. Veamos: a las puertas de los 40 acababa de desembarcar en EEUU, un país que no conocía, donde se hablaba un idioma que no dominaba y en el que no tenía a nadie que estuviese al tanto de su talento para la arquitectura.
Para más inri, viajaba con tres jóvenes a su cargo, incluido su propio hijo, de nueve años. En el bolsillo llevaba alrededor de 40.000 dólares, suficiente para tirar una temporada, cierto; pero ni siquiera eso era bueno del todo. Al menos parte del dinero había salido de una estafa que complicaba enormemente cualquier perspectiva de regreso a su España natal.
En resumen, pocos hubiesen dado un chavo por él en 1881. Y curiosamente, carambolas de la vida, cuando falleció en Carolina del Norte en 1908 su necrológica apareció en las páginas de The New York Times. Y no de cualquier forma. Lo presentaban como “el arquitecto de Nueva York”, el artífice de algunas de las estructuras más bellas y reconocibles de la ciudad.
¿Cómo era aquello posible? ¿Cómo pudo convertirse en “el arquitecto de Nueva York”? ¿Cómo llegó un viejo alumno de la Escola Especial de Mestres d´Obres agitar el urbanismo de la Gran Manzana? Básicamente gracias a su dominio de la "volta catalana" y haciendo suya, puliendo y explotando una técnica bien conocida en el Mediterráneo desde siglos atrás: la bóveda tabicada.
Hacer las Américas a golpe de performance
Los orígenes de Guastavino quedan lejos de las bulliciosas calles del Nueva York del XIX. Nació en Valencia, en 1842, en una familia que llevaba el oficio de las grandes construcciones en las venas. A los 19 ya se había mudado a Barcelona para empezar sus estudios de maestro de obras y en 1866, antes incluso de tener el título, lo encontramos ejerciendo la profesión y labrándose un nombre.
En tierras catalanas dejó su impronta —entre otros edificios— en la fábrica textil Batlló o el teatro La Massa. No era mal balance; pero en la década de 1880 decidió cambiar los aires del Mediterráneo por los del Atlántico y hacer las Américas. El pasaje se lo pagó echando mano en cierto modo de su talento para la construcción: cambió los azulejos por pagarés y con la misma habilidad con la que ensamblaba bóvedas y arcos urdió un fraude piramidal del que sacó un buen pellizco.
El Nueva York en el que desembarcó Guastavino era una ciudad cosmopolita, efervescente y llena de oportunidades; pero con un hándicap: allí era un desconocido. Poco importó. Al valenciano se le daba bien la arquitectura, pero no patinaba tampoco en marketing. Para dejar claro de lo que era capaz construyó una bóveda en un descampado y luego, ante los ojos incrédulos de arquitectos y periodistas, le prendió fuego para demostrar que era capaz de aguantar las llamas.
¿Excentricidad? No. Semejante performance arquitectónica, una suerte de falla a la americana, estaba calculada al milímetro. Solo unos años antes, los incendios que habían devastado Chicago y Boston a principios de los 70 habían demostrado las flaquezas de los armazones de madera y la necesidad de estructuras más resistentes… Exactamente lo que planteaba Guastavino.
Le funcionase o no su demostración, lo cierto es que acabaron encargándole las bóvedas de la Biblioteca Pública de Boston, una oportunidad dorada de la que supo sacar buen provecho. Fue el pistoletazo de salida. Sus bóvedas tabicadas, ligeras, resistentes y con una estética inconfundible gustaron y las encomiendas fueron sucediéndose a lo largo y ancho del país, sobre todo en ese Nueva York al que The New York Times acabaría asociándolo para la posteridad.
Se calcula que del millar de obras que componen el catálogo Guastavino, un extenso listado con piezas repartidas por EEUU, México o la India, alrededor de 360 —precisa el El País— se concentran en las calles de Gran Manzana. El tamaño y alcance de ese legado lo alimentó también su hijo, quien heredó del patriarca su oficio, el buen ojo para la arquitectura y los negocios y... algo igual de importante, sobre todo a la hora de aproximarse a su catálogo: el nombre y apellido.
El arte de los Guastavino está presente en la Grand Central Station, el acceso del Carnegie Hall, el Oyster Bar, City Hall Station, en el zoo del Bronx, la catedral de Saint John the Divine, la capilla de Saint Paul, la oficina del registro de inmigrantes situado en Ellis Island o el puente Queensboro.
Otras de sus creaciones, como las que padre e hijo dejaron en las cocheras de Tiffanys, corrieron peor suerte y no aguantaron el paso del tiempo acabaron bajo la piqueta. Curiosamente, una de sus creaciones, la de la Penn Station, alentó el movimiento para preservar el patrimonio nacional.
Con los años la fama y el prestigio de Guastavino creció tanto que recibió encargos para las principales universidades del país y magnates como los Rockefeller. Su tino para los negocios le llevó también a construir una empresa con la que se dedicó a fabricar los ladrillos y azulejos que luego empleaba en sus bóvedas y arcos, la Guastavino Fireproof Construction Company, con la que padre e hijo registraron decenas de patentes. Aún hoy se habla del “Guastavino system”.
"Los arquitectos de América tienen con él una deuda de gratitud no sólo por haber sido un constructor fiable y concienzudo sino por haber hecho posible nuevas posibilidades en el campo del diseño arquitectónico", reflexionaba en 1901 Peter B. Wight, uno de los grandes arquitectos norteamericanos que trabajó en la Gran Manzana y Chicago entre los siglos XIX y XX.
No es mal legado para el inmigrante intrépido que desembarcó en EEUU en 1881.
Y del que solo en los últimos años hemos empezado a reivindicar su memoria.
Imágenes Leonard J. DeFrancisci, Learn From. Build More (Flickr), Warren LeMay (Flickr)
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