En julio de 2014 Viktor Orbán acuñaba el término que acabaría por definir no sólo la naturaleza de su régimen, sino la de tantos otros a lo largo y ancho del planeta: la "democracia iliberal". Aquel hallazgo venía a resumir una suerte de nuevo autoritarismo del siglo XXI que, rechazando los principios básicos del liberalismo occidental, se amparaba en instrumentos democráticos para legitimarse de cara a su electorado amparado en un intenso nacionalismo.
Cuatro años después, Viktor Orbán ha revalidado por cuarta vez consecutiva su liderazgo al frente de Hungría. Lo ha hecho con el 44% de los votos, una cifra que apenas tiene parangón en las democracias europeas, pero que queda significativamente lejos de las exhibiciones de fuerza de otros líderes autoritarios como Vladimir Putin o Xi Jingping. En Hungría hay democracia, sí, pero una democracia controlada, retorcida y donde la competencia política es sospechosa.
Nada ilustra mejor las circunstancias excepcionales de las elecciones húngaras como la naturaleza explosiva del segundo partido más votado, Jobbik, quizá el partido neofascista más exitoso de todo el continente. Junto a Fidesz, la formación de Orbán, la extrema derecha acumula en Hungría casi el 70% de los votos. Un porcentaje alarmante en el seno de la Unión Europea que propulsa de forma paralela otros movimientos "iliberales" en el este continental, tan evidentes como preocupantes.
¿Pero sobre qué base se sustentan dos términos a priori tan contradictorios como "democracia" e "iliberalismo"? En Occidente, la génesis de la primera fue la consecuencia natural de las ideas propulsadas por el liberalismo. En la Hungría según Orbán, un país que escapó en 1989 del yugo comunista, el aprendizaje histórico es otro: la democracia es más efectiva no sobre los principios de apertura política y equilibrios de poderes, sino a partir del estado fuerte y libertades limitadas.
Y de ahí la Hungría resultante: se laminan los derechos electorales de la oposición, pero no se anulan; se reforma la constitución para maniatar las competencias del poder judicial que debería controlar al gobierno; y se combate la libertad de prensa cerrando o sancionando a medios que se desvíen de la línea oficial. Todo ello, sin embargo, se refrenda en unas elecciones, porque el poder de Orbán no es ilimitado y se sostiene sobre el frágil equilibrio de la opinión pública.
De ahí, en gran medida, el populismo de su gobierno. Orbán escucha los impulsos más elementales de su electorado y los proyecta con grandes dosis de demagogia. Acepta los cantos de sirena del irredentismo húngaro; rechaza el intervencionismo europeo en la soberanía húngara; ataca sin piedad a los inmigrantes y refugiados; y aboga por la protección agresiva de la cultura y la tradición cristiana de Hungría. Un hombre fuerte frente a un estado de victimismo permanente.
Orbán es el contrapunto sobrio y estable a las débiles y corruptas democracias liberales. Y reafirma su popularidad gracias a un control total de la cultura, el sistema educativo, los medios de comunicación, las universidades, las organizaciones cívicas y los grupos religiosos. Fidesz moldea la opinión pública a su antojo y la conduce hacia el nacionalismo, la mano de hierro y la xenofobia. En Europa se trata de una una receta tan antigua como efectiva
Y una fórmula que está arrasando en el Este de Europa. El ejemplo de Orbán sería de marginal importancia sino fuera por cómo otros países dentro de la Unión Europea lo están mimetizando. El ejemplo más preocupante es Polonia, quinta potencia demográfica del continente cuyo gobierno está siguiendo los mismos pasos que el húngaro. Supresión de las competencias del Tribunal Constitucional, limitación de la prensa y una intensa, palpable política anti-inmigración.
Dentro de la UE, Eslovaquia y Bulgaria están coqueteando con discursos y actitudes similares a las de Orbán. Fuera de ella, Turquía ha mimetizado los progresos "iliberales" de Viktor Orbán. Regímenes donde la arquitectura del liberalismo ha sido volada por los aires, y donde la democracia se hipoteca a un proyecto nacional en manos de una élite fiscalizada sólo parcialmente por el pueblo. La última parada es la Rusia de Putin. Orbán aún está lejos de ella. Pero desde luego aún más lejos del modelo democrático que defiende la Unión Europea.