A la altura de 2011, la Tribuna Antimperialista que Fidel Castro había ordenado construir frente a la oficina de intereses de Estados Unidos en La Habana, un gigantesco amasijo de hierros con el aparente único propósito de tapar las vistas de la pseudo-embajada americana, tan sólo servía de patio de recreo para un puñado de críos. Jugaban al fútbol bajo el Muro de las Banderas y sobre el pavimento que, en sus días de esplendor, congregaba a miles de personas para protestas, mítines de Fidel o conciertos de Audioslave.
Los chavales parecían ajenos a la turbulenta relación que Estados Unidos y su país de nacimiento, Cuba, habían entablado desde la revolución comunista encabezada por Fidel Castro, líder tan controvertido como amado por el pueblo cubano.
Conscientes de ello, sin embargo, sí eran los militares que frente al Malecón, armados y dispuestos regularmente a lo largo de la fachada de la oficina de intereses, hoy embajada, custodiaban el estado natural de las cosas en La Habana. Entonces, cuando la bella capital caribeña aún pervivía en el pasado congelado del que había quedado prisionera tras la revolución, los turistas no podían pararse a fotografiar o a contemplar el edificio brutalista de la embajada sin el riesgo de que un soldado le gritara "oiga, ¡muévase!".
"Hay que ir antes de que Fidel muera"
El tiempo o el movimiento no se detenían nunca ni frente a la oficina de intereses americana ni alrededor del Malecón, el ajado bulevar marítimo que en tantos sentidos define el espíritu de La Habana vieja, una Habana que ya estaba cambiando antes de que Obama y Raúl Castro descongelaran las relaciones entre ambos países y que, ahora, tras la muerte de Fidel y, quizá, la transformación definitiva del régimen que él construyó junto a su hermano, parece destinada a mutar o perecer para siempre.
"Hay que ir a La Habana antes de que se muera Fidel". El mantra era habitual entre quienes anhelaban conocer el último rincón del Caribe libre de la mercantilización del turismo. El futuro de la capital cubana post-Fidel ha sido objeto de debate mental para todos los románticos de la revolución, para los turistas ávidos de sitios exóticos y aún cerrados al dictado inevitable de la globalización o para todos los exiliados que, obligados a huir de Cuba o a perecer en ella, imaginaban La Habana del futuro a su manera.
Es, por ejemplo, lo que hacía Ronaldo Menéndez, escritor exiliado cubano, en El Estado Mental cuando Castro y Obama retomaron relaciones entre ambos países. Suyas son las palabras que describen el escenario post-comunista y obligatoriamente ultracapitalista evocado en tantas y tantas mentes que, como yo en su momento, decidieron viajar a La Habana antes de que fuera demasiado tarde. Un futuro homogéneo, controlado por el consumismo publicitario y por los mismos lugares comunes que en las demás ciudades:
Ya no circulan coches de los años cincuenta, ni la gente dice “compañero”, y en las vallas publicitarias se ha sustituido el rostro de Hugo Chávez o del Comandante por el del señor Kentucky, el de los pollos colesterólicos. Las colas más grandes de La Habana son la de McDonald’s y la del mausoleo donde descansan los restos de Fidel Castro. Algunos negociantes llegados de Miami intentan comprar la momia del Comandante con la intención de revenderla a la hamburguesería de McDonald’s; dicen que sería un acto de justicia poética: el socialismo devorado literalmente por el capitalismo (...) Se ha hecho realidad la pesadilla de tantos cubanos que permanecían en la isla. Los de Miami han regresado blandiendo títulos de propiedad y reclamando las casas que en su momento les expropió la Revolución. Hasta el hotel Habana Libre ha vuelto a llamarse Habana Hilton.
Es imposible saber cuánto de cierto hay en las visiones de Menéndez, pero sí había parte de verdad en las visiones emulsionadas de La Habana romántica, uno de los últimos resquicios de un mundo colonizado por tiendas de Zara y restaurantes de comida rápida.
En La Habana pre-Fidel el tiempo había dejado de funcionar como en otras ciudades del mundo. Al igual que puntos siempre sumergidos en una aparente decadencia urbanística, como Budapest u Oporto, en La Habana las fachadas desgajadas y los edificios abandonados hablaban de un tiempo de esplendor dejado a su suerte en alguna década remota del siglo XX, y celebrado en forma de desinterés y pobreza. Era el encanto de la decadencia, personificado en La Habana de forma más brillante que en ningún otro lugar.
La singularidad de la capital residía en su capacidad para seguir siendo atractiva y dinámica pese a su evidente estado de abandono general. O precisamente, para resultar apasionante y maravillante a partir de sus notables carencias, de la falta total de planes urbanísticos que la hubieran actualizado al siglo XXI, de los ecosistemas culturales cerrados y vigilados por el régimen castrista en una permanente lucha entre el costumbrismo cubano y la vanguardia contestataria.
A La Habana se la amaba por lo que había sido y se la odiaba por lo que todo el mundo sabía que, tarde o temprano, iba a ser.
El futuro de La Habana post-Fidel
¿Pero qué será exactamente en el futuro? Nadie lo sabe, aunque haya quien tenga pistas más que interesantes.
Su nombre es Julio César Pérez, es un reputado arquitecto y urbanista que lleva décadas exponiendo sus ideas y enseñando a futuros arquitectos en la Universidad de Harvard y es el hombre detrás del proyecto que, desde hace quince años, podría responder a las necesidades futuras y pasadas de La Habana, una ciudad que necesita evolucionar para no sucumbir al tiránico paso del tiempo pero que, al mismo tiempo, requiere conservarse en formol para no perder ni un ápice de la esencia que la hace tan especial.
Lejos de la visión a un lado apocalíptica y casi paródica de la Cuba que dejan tras de sí los Castro, Pérez no piensa en un malecón donde las tiendas de H&M se suceden a las de Starbucks. Al contrario, el suyo es un plan integral que aspira a poner orden urbanístico y sentido de ciudad en el nuevo siglo respetando los patrones arquitectónicos y urbanísticos establecidos por los gobernadores coloniales españoles a mediados del siglo XIX.
"El plan tiene dos objetivos fundamentales, que son la preservación del patrimonio, tanto natural como el edificado, y el segundo, crear nuevas oportunidades económicas que La Habana necesita. El plan tiene una visión holística, integrada, de largo alcance", explica. Para Pérez, este proceso complementaría desde el lado oficialista lo emprendido ya por ciudadanos y empresarios particulares en el corazón de La Habana.
Durante los tres últimos años, cuenta, se han llevado a cabo obras de renovación y adaptación en los singulares y, en cierto sentido, únicos edificios de La Habana vieja. Hay "ebullición".
Esa vivacidad es la que podrá salvar a La Habana que fue de La Habana que será. "Hay una acción y una evolución notable. También se debe tener en cuenta que desde 2014 se han abierto cientos de lugares nuevos en La Habana, que afortunadamente están revitalizando la ciudad, producto de remodelaciones e incluso construyendo obras nuevas".
Respecto a su plan, Pérez busca una Habana compacta y de alta densidad, la clave de las ciudades del futuro si quieren ser sostenibles; la utilización de los numerosos espacios vacíos que pueblan la capital cubana a día de hoy; la ampliación de zonas verdes y de arboledas que oxigenen el aspecto visual del entramado urbano; la conjunción de nuevas viviendas diseñadas bajo los estándares de la clásica Habana junto a los comercios; y la renovación total de la pobre infraestructura pública de la ciudad.
Leyendo a Pérez, asoman las notas de Buena Vista Social Club en el horizonte, un disco que entrelazó el auténtico espíritu de la música popular y folclórica cubana con nuevos vientos de cambio, experimentación folk y un claro espíritu transgresor a través de la tradición. La Habana ya sabe ser todo eso, ahora sólo necesita implementarlo.
Atrás, quizá sí o quizá no, quedarán los muchachos y los balones de la Tribuna Antimperialista, el secretismo de los paladares, los vagabundos vendedores del Granma y los taxistas que, ante la carencia de "petróleo", llaman a otro taxista para, ante el estupor de sus turistas, ser remolcado por el Malecón hasta la gasolinera más cercana, mientras charla sobre Fidel Castro como "la mente más privilegiada que ha ofrecido la humanidad en los últimos mil años". Todo ello en pro de una modernización como la propuesta por Pérez.
Pervivirá el inigualable pulso musical y lector de sus calles, la ciudad abierta que siempre fue y el halo histórico de una ciudad demasiado olvidada a nivel internacional. Sobrevivirá La Habana a Fidel, la cuestión es de qué modo.
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Imagen | Javier Ignacio Acuña Ditzel, Momo, Divya Thakur, Andrzej Wrotek, Ashu Mathura