Cómo Galileo hizo avanzar enormemente la ciencia con un simple truco literario

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Una versión anterior de este artículo fue publicada en 2017.

Como muchos sabrán, Galileo Galilei era uno de los eruditos más importantes del momento. Un período en el que la ciencia, que había avanzado a pasos agigantados con la Reforma, estaba en una pequeña etapa de parón creador por la firmeza con la que la Iglesia Católica estaba, Contrarreforma mediante, bloqueando el avance intelectual, sobre todo de Europa, que pudiera poner en jaque su visión de la religión como fuente del saber.

Dentro de este contexto, Galileo fue una mente brillante así como un hombre con una personalidad de lo más fuerte. Era narcisista, egocéntrico y no soportaba a los ignorantes que no defendiesen las ideas científicas. Pero también era un genio.

Entre sus primeras acciones más importantes, potenció un nuevo artilugio flamenco que estaba causando sensación en el mercado de Venecia, una lente que aumentaba la visión hasta para ver perfectamente a la gente en los barcos en alta mar desde las azoteas de los campaniles de la ciudad. Galileo vio su potencial y añadió en 1609 muchos más aumentos a esos catalejos. Creó el primer telescopio y empezó a ver cosas que nunca nadie podría imaginar.

Vio las estrellas, mucho más cuantiosas de lo que la gente creía. Vio de cerca la superficie de la luna, los planetas, e incluso descubrió algunos nuevos que los eruditos de todas las épocas anteriores no habían podido contemplar. Y también vio cómo giraban los planetas. Se dio cuenta de que las órbitas no era el sistema de esferas como la que había reproducido Giovanni Dondi de Padua. Tampoco las rotaciones eran redondas, como se había pensado, sino elípticas.

Y sobre todo, vio que Copérnico había tenido razón y Aristóteles, Ptolomeo y la Biblia estaban del todo equivocados.

Del fin del heliocentrismo y el método científico

Sí, es la Tierra la que se pliega a la fuerza del sol. No es el mundo el centro del universo sino una parte más, periférica, diminuta, de la creación. Todo esto lo descubrió gracias a su otra gran contribución a la historia: el método científico. Para él, el telescopio era un instrumento de investigación, no sólo de navegación.

Pensó más allá de su situación concreta y se dio cuenta de que es a través de las herramientas con las que se registran los datos de la realidad por las que debemos hacer las teorías sobre lo que nos rodea. A partir de entonces, lo válido en las ciencias es la experimentación y los resultados. La primera obra hecha enteramente bajo los preceptos del método científico la publicó en 1610: El mensajero sideral. El libro fue una sensación para todo el mundo. Para todo el mundo menos para la Iglesia. En 1613 empezaron a tomar notas.

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Galileo fue el primero en conocer que la superficie de la luna no era lisa, sino rugosa. Dibujos de la superficie lunar de 1609.

En febrero de 1616 El Vaticano le hizo llamar. Le advirtieron de que no estaban nada conformes con sus ideas y le avisaron de que tenía prohibido defender el sistema copernicano del mundo. Galileo era un buen cristiano, creyente de los preceptos católicos, pero no entendía cómo no aceptaban que desde hacía tiempo la Biblia era una fuente de sabiduría metafórica y no literal.

Para él la ciencia no eran más que las leyes naturales bajo las que Dios manifestaba su creación. Pero los inquisidores creían que tal precepto infringía el derecho de Dios a hacer funcionar el universo de forma milagrosa. Galileo no convenció a los religiosos y tuvo que aceptar su orden. Y el científico pensó para dentro, sin decírselo a sus censores: "De acuerdo, no escribiré sobre mis teorías científicas acerca de cómo el mundo gira alrededor del sol. Pero no me habéis dicho nada de que no pueda publicar ficción".

Y eso es lo que hizo. En 1630 empezó a escribir Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.

Le costó publicarlo (para poder imprimir un documento había que contar con un imprimátur, una licencia de la época que tenía el visto bueno de los católicos de no cometer errores de doctrina y moral católica), pero de algún modo consiguió sortear a los censores. Un montón de copias salieron en 1632 de las imprentas y se agotaban al instante debido a la sensación que causaban, pero la Iglesia mandó de urgencia pararlo todo y exigió recuperar todos los ejemplares vendidos.

De dejar al Papa de tonto o "Simplicio"

Su libro utilizaba el modelo de diálogo platónico: un diálogo entre dos personajes, Simplicio y Salviati, que defienden respectivamente los sistemas aristotélicos y copernicanos, mientras que Sagredo, el tercer personaje del libro, hace de moderador de la conversación. Salviati es la voz de la razón científica, y las intervenciones de Simplicio, el defensor de la tradición católica, le retrataban como mentecato. Es muy posible que el Papa creyera que Simplicio era una caricatura de él, pero nunca sabremos si eso era del todo cierto.

Los católicos se sentían ultrajados, como si Galileo les hubiese embaucado para jugarles una estratagema. Sentían que sus censores, los que tenían que haber frenado la publicación del libro, les habían abandonado. Y estaban furiosos.

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Galilei ante la Santa Inquisición.

Galileo ya sabía que debía prepararse para el juicio de los inquisidores, pero pensaba que tenía la justicia de su parte. Para él, el papel que le habían hecho firmar decía que tenía prohibido defender la teoría de Copérnico, o sea, reconocer que el heliocentrismo era una materia probada de hecho.

Los juicios de la Inquisición no son lo que podríamos llamar exactamente ecuánimes. Los derechos del acusado eran bastante más limitados de lo que son ahora. Y la parte de la acusación decía que existía un documento que prohibía a Galileo ensañar la doctrina copernicana "de cualquier forma posible”, incluida “una discusión, una especulación o una hipótesis", el giro tramposo por el que Galileo había publicado todo esto en sus Diálogos.

Su juicio era a cámara cerrada bajo diez jueces de la Iglesia, pero todo lo que allí se decía quedaba recogido en un documento en latín que sería luego público para el resto de integrantes de la institución católica. Y había expectación. No todo el mundo estaba en contra de la teoría de Galileo (es más, en varias universidades europeas ya se impartía esa visión copernicana junto a la cristiana), pero sobre todo, querían saber cómo se resolvía el juicio.

El documento que esgrimieron los jueces no estaba firmado por el cardenal Berlamino, el que hizo la acusación, tampoco por ningún testigo, no había sido revisado bajo notario y desde luego no contaba con la firma del propio Galileo, que no reconoció el documento. La Iglesia se tuvo que rebajar a usar una prueba más que cuestionable para condenar a Galileo sin que el público les recriminase despotismo. Y, más importante, poder incluir un libro que, recordemos, había pasado la mirada previa de los censores, en la lista de Libros Prohibidos.

Que en esa lista acabó, por cierto, durante más de 200 años.

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Galileo ante el Santo Oficio. Joseph-Nicolas Robert-Fleury, 1797.

Galileo sabía perfectamente lo que significaba la tortura de la Inquisición, así que no tardó ni un día en aceptar firmar el documento por el que se incriminaba como hereje. El documento mostraba cómo Galileo renegaba de sus investigaciones a no volver a escribir o decir nada “que pueda ocasionar la más mínima sospecha sobre mi persona”. Le condenaron para el resto de su vida a arresto domiciliario en su casa en la villa de Arcetri.

Lo que eso provocó, en esencia, es que Galileo, que entonces tenía 70 años, no volviese a publicar nada más hasta el final de sus días. Pero en esa obra final escribiría todo lo que el proceso católico había interrumpido. El volumen se llamó Dos nuevas ciencias, y habló todo lo que supo sobre física, la floreciente materia científica que durante el siguiente siglo se desarrollaría a un nivel increíble con Isaac Newton.

Galileo terminó el libro casi tres años después del juicio, a sus 72 años y estando medio ciego. Lo imprimieron dos años después. La persecución y descrédito de este sabio supuso un retraso para el avance científico del Mediterráneo que trasladaría la producción científica al norte de Europa, donde los protestantes eran mucho más permisivos. Dicen que Galileo vio el primer ejemplar impreso de Dos nuevas Ciencias, el libro en el que había volcado el conocimiento de toda una vida, en su lecho de muerte.

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