Llega un momento en la vida de toda persona de mediana edad en que se tiene que rendir a la evidencia y dejar de pedir favores familiares y encargos en la copistería: el momento de comprar una impresora. Casi nunca necesitamos llevar nada a papel, pero en esos momentos clave es cuando la echamos de menos.
Y ahí empieza un proceso de decisión, a la caza de la mejor opción para un uso esporádico, que suele terminar en comprar el primer chollo sub'60 que encontremos y rezar a la Virgen de los Cartuchos Baratos, patrona de los imposibles y las causas perdidas, para que nos dure muchos años sin dar problemas. Risas enlatadas.
Un mal necesario
La hipercompetitividad del sector de impresión ha derivado en que las impresoras tienen que ser baratas, y pagar menos de 60 euros por ellas no es barato, es un regalo. Son menos de 60 euros que si quitamos el IVA, el transporte, el intermediario, los embalajes... nos da una idea de lo que vale realmente esa impresora.
Una impresora debería ser cara por definición. Es una máquina que logra un proceso muy complejo: no solo es circuitería para un proceso digital, sino que lo lleva al mundo físico. Requiere precisión para imprimir tinta sobre una matriz de millones de puntos.
Sin embargo, las impresoras son baratas porque sus fabricantes no nos venden la impresora, sino su tinta. Un día a alguien en un despacho se le ocurrió lo del modelo del cebo y anzuelo aplicado a estos periféricos. Mientras el resto de la mesa se echaba las manos a la cabeza, un jefe pensó "esto es una idea brillante", y aquí andamos, pagando lo mismo por dos cartuchos que por la impresora entera.
La consecuencia es que tenemos impresoras que tienen que llegar a los escaparates con lo justo para funcionar, y a menudo eso significa unos estándares de calidad de mínimos, no de máximos. Luego vienen las roturas y las frustraciones, porque imprimir documentos, más allá de necesidades laborales, suele ser como el llanto de un bebé: un mal necesario.
Un problema económico, un desafío técnico, y una molestia humana
A un problema económico fruto de un desafío técnico se le une una molestia humana: estamos acostumbrados a teléfonos fluidos, aplicaciones optimizadas y plataformas refinadas, pero la impresión en papel es un vestigio de una civilización pasada. Algo mecánico a lo que ya no estamos acostumbrados y acudimos cuando no queda más remedio. Un viaje fugaz al siglo XX que no se hace por placer, sino por imperativo legal o simple precaución.
RENFE no permitía mostrar un QR en una pantalla, sino que tenía que ser en un papel, hasta hace cuatro días. Los billetes y reservas en viaje que sacamos en papel porque más vale un por si acaso que un quién pensara (casi mejor compro una batería externa). La documentación que se nos continúa requiriendo impresa, nada de PDFs.
Al final se le quitan a uno las ganas de comprar esa herropea llamada "impresora barata" con la que se encadena a cartuchos caros (o lanzar una moneda al aire y comprar uno compatible) y espera una efectividad guadianesca, sobre todo cuando se recurre a la impresión Wi-Fi. Larga vida a la copistería del barrio. Porque otra alternativa que han sacado últimamente los fabricantes de impresoras es la... Ergh... Suscripción a cartuchos de tinta. Uf. Argh.
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