Los amantes cerveceros del mundo aplaudieron ayer entusiasmados el nuevo anuncio de la NASA, el descubrimiento de un pequeño sistema planetario que rota en torno a una diminuta estrella bautizada como Trappist-1. El nombre, como cualquier amante de tan preciado brebaje habrá averiguado, es un homenaje a la tradición cervecera belga, que remonta sus orígenes a las órdenes religiosas trapenses.
¿Y por qué una denominación tan específica?
Trappist se trata en realidad de un nuevo telescopio instalado en La Silla, el observatorio más importante de Chile, diseñado por un grupo de investigadores de la Universidad de Lieja. Su nombre real es Transiting Planets and Planetesimals Small Telescope (Trappist, de imaginativo acrónimo) y su primer descubrimiento de notable interés ha sido nuestro nuevo mejor amigo en la infinidad del cosmos, un sistema solar que alberga a planetas similares en condiciones y tamaño a la Tierra.
Naturalmente, las redes sociales llevan horas deleitándose en tan singular nombre, lo cual es normal: la mayor parte de objetos celestes que descubrimos tienden a tener nombres aburridos. Y es así por un motivo.
La UAI: el politburó soviético de la nomenclatura
Bienvenidos a la Unión Astronómica Internacional, el órgano rector astronómico por excelencia y el lugar donde se deciden de forma tiránica y extremadamente burocrática todos y cada uno de los nombres con los que bautizamos los planetas, planetas enanos, estrellas, agujeros negros y púlsares, amén de otros cuerpos celestes, que vamos descubriendo por el universo.
La UAI surgió a principios del siglo XX con objeto de poner orden en el progresivo sindiós topónimo en el que se había convertido la ciencia astronómica. Hasta entonces, los astrónomos clásicos habían optado por nombrar su pequeña panoplia de descubrimientos (pequeña en proporción con lo que el largo alcance de los telescopios traería más tarde) con deidades y elementos mitológicos de la antigüedad clásica, de Roma y de Grecia.
Para la UAI, la tradición resultó ser algo importante. Y razonó con o sin acierto que si todos los cuerpos celestes descubiertos en el Sistema Solar y alrededores debían rendir homenaje a dioses antiguos de la guerra (Marte) o señores del inframundo (Plutón, siempre el planeta más guay), todos los demás objetos con los que nos topáramos de ahora en adelante también debían ir dedicados a deidades. A cualquier deidad.
El resultado actual es que, según se especifica en las muy tediosas nombres de la UAI, cualquier planeta o estrella que supere un tamaño determinado (que le permita ser considerado un objeto celeste serio) y que repose sobre el cinturón de Kuiper, disco circunestelar que orbita alrededor del Sol, tiene que llevar el nombre de un dios. Para gracia de otros habitantes del planeta, nuevos descubrimientos llevan el nombre de dioses de los rapanui de Pascua (Makemake, un planeta enano) o de tribus de nativos americanos.
De forma general, son los descubridores quienes tienen el honor de bautizar, pero no sin antes pasar por el Comité de los Soviets de la UAI. La regulación llega a tal punto que cuando Mike Brown quiso llamar a un nuevo planeta enano Quaoar, un dios de la tribu tongva en California, tuvo que acudir a los líderes tribales para pedirles permiso (la UAI obliga, suponemos, por motivos de indebida apropiación cultural) para pasmo e incomprensión de los buenos hombres nativos.
Estrellas: dame un número griego y te lo declinaré
En general, la UAI pone orden y concierto en aras de evitar ambigüedades, caos y barbarie.
El ejemplo más claro de esto son las estrellas visibles al ojo humano. Dado que casi todas las culturas humanas han dedicado más o menos tiempo a la observación del cielo, hay amplios catálogos históricos que difieren entre sí. En aras de preservar los usos y costumbres históricos, muchas estrellas brillantes e importantes tienen nombres propios, a menudos derivados del latín o del árabe, pero también de otras lenguas y culturas.
El listado completo de estrellas con nombres propios, es decir, no estandarizados bajo un catálogo, se puede comprobar aquí. Durante los últimos meses la UAI ha trabajado para oficializar cómo llamamos a cada estrella en todo el mundo (en vez de utilizar los, en ocasiones, múltiples nombres propios para un mismo objeto que hemos tenido durante siglos).
Naturalmente, hay muchas más estrellas en el universo, y nombrar a todas y cada una de ellas de forma individual y especial puede convertirse en una pesadilla (más aún si sumamos sus planetas). Para ahorrarse dolores de cabeza innecesarios, la UAI utiliza catálogos estandarizados de gran eficiencia administrativa. El más célebre y popular es el de Bayer, del siglo XVII, que que se vale del alfabeto griego y del nombre de las constelaciones.
Su mecanismo es simple: a cada estrella descubierta en una constelación, se le bautiza con una letra del alfabeto griego. Por ejemplo, en Andrómeda podemos toparnos con Alpha Andromedae y Beta Andromedae, en Crux con Alpha y Beta Crucis, y en Centauro con Alpha y Beta Centauris, y así hasta que se acaben las letras (aquellos que hayan estudiado latín ya habrán descubierto a estas alturas que sí, los nombres se declinan).
Dame un exoplaneta y lo llamaré como un telescopio
El modelo de Bayer es el ejemplo de todo lo que busca la UAI: un sistema extremadamente eficaz y burocrático para designar con cero imaginación las estrellas y cuerpos celestes que descubrimos. Hoy en día sigue vigente y sirve para nombrar a unas 1.500 estrellas. Dada la vasta magnitud del universo, hay otros catálogos (como el Flamsteed, que utiliza números y el genitivo de la constelación en la que se encuentre — 49 Ori, 55 Vir), pero todos son sistemáticos, aburridos, poco sexys (hay cosas llamadas SDSSp J153259.96-003944.1, por su catálogo y coordenadas).
Gris, matemático, previsible, funcionarial, el sueño húmedo de todo astrónomo.
Además, la utilización de modernos telescopios y el descubrimiento de sistemas exoplanetarios derivó en que las nuevas estrellas y sus nuevos planetas fueran bautizados con el nombre del aparato que los hallara primero. Así, el espacio está repleto de estrellas como Kepler-452 (el objeto 452 descubierto por el Kepler), y de planetas como Kepler-452b (cada exoplaneta lleva el nombre de su estrella más una letra del abecedario en función del orden que ocupe en su sistema).
Ese y no otro es el motivo por el que el nuevo sol-enano con sus siete planetas esperanzadores se llama Trappist-1: porque lo ha descubierto el Trappist. Lo más probable es que los planetas se terminen llamando Trappist-1b, Trappist-1c, Trappist-1d y etcétera.
En aras de obtener nombres interesantes, los astrónomos han tenido que idear un acrónimo divertido y referencial para un telescopio para así poder darle su nombre a otro planeta. ¡El apasionante mundo de la nomenclatura astronómica!
El concurso que nos dio la estrella Cervantes
En fin, en 2014 la UAI debió llegar a la conclusión de que su bibliotecario modelo de bautismo no era especialmente atractivo e interesante, y lanzó la campaña y el concurso NameExoWorlds, una votación abierta a todo el mundo en el cual cada organización profesional o amateur astronómica del mundo podía proponer nuevos nombres (propios, reales, memorables, auténticos) a sistemas planetarios remotos y exoplanetas.
Lo cierto es que la iniciativa fue un éxito, y por primera vez en la historia comenzamos a tener nombres planetarios dignos de ser visitados o de ganar espacio en la memoria colectiva. Así, España logró que un pequeño sistema planetario estuviera dedicado a una estrella bautizada como Cervantes, y que sus exoplanetas portaran el nombre de los personajes de El Quijote (Sancho, Dulcinea, Rocinante, Quijote, etcétera).
El resultado fueron 14 estrellas y 31 nuevos planetas que, entre otros, homenajeaban a astrónomos occidentales (la estrella Copérnico y sus planetas Galileo o Harriot), árabes (Titawin y sus planetas Saffar y Samh) o a elementos folclóricos de la cultura tailandesa (los planetas Taphao Thong o Taphao Kaew, planetas a los que podrías encontrar acomodo en una novela futuro-realista sobre la exploración espacial).
Sin embargo, ciertas paradojas surgieron del natural infierno burocrático de la UAI. Como se puede comprobar aquí, el país que con mayor entusiasmo participó fue la India, pero ninguno de los planetas o estrellas seleccionados fueron bautizados con nombres indios. ¿Por qué? Porque la propia UAI los censuró. Según sus bases, no podían elegirse planetas o estrellas dedicadas a personalidades políticas o militares. Y los indios habían nombrado a sus planetas con dos activistas históricos del país.
El universo, una dura regulación anti-troll
No es la única regla absurda (no tan absurda: bastante tenemos en la Tierra con los topónimos conflictivos como para exportar el problema) de la UAI, recopilados sus mayores ejercicios de mindfuck por Gizmodo. Entre otras cosas, Venus no puede tener ningún objeto bautizado con nombre masculino, los valles y cráteres tienden a tener los mismos nombres y cualquier personaje político que haya muerto durante los últimos cien años está vedado.
Precioso, ¿verdad?
En el fondo, la UAI se encarga de vigilar que el tedioso proceso de nombrar cosas en el universo no se desbarre y termine con un planeta Nyan Car lindando con otro llamado John Cobra. Y la solución al meme es el más puro de los aburrimientos bibliotecarios. Pero hay excepciones: trastos enanísimos que no están tan regulados estrictamente (los hay a patadas en el Sistema Solar) y pueden llevar el nombre que más o menos plazca a su descubridor.
Por aquí se nos cuelan cosas más dignas del espíritu Internet como 9007 James Bond o 4090 Říšehvězd, el único asteroide con cuatro acentos. Pero hasta que no ideemos un modelo alternativo al de la UAI, moriremos al palo de SDSSp J153259.96-003944.1.