Hildegart, la "virgen roja" diseñada por su madre para eugenizar España y que terminó en tragedia

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¿De quién deberían ser propiedad los hijos? ¿Tienen acaso las mujeres, por su propia realidad biológica, mayor competencia revolucionaria que los hombres (aunque se suela creer lo contrario)? ¿Cuáles son los límites para reformar la institución familiar, de trocar la idea de lo que debería ser el pueblo o la nación?

Las sociedades europeas de comienzos del siglo XX, también la española, vivieron un tiempo de gran convulsión donde muchas corrientes ideológicas se enfrentaron y se testaron para intentar configurar un mundo mejor. Algunas de estas ideas fueron utópicas, otras terroríficas y en algunos casos una combinación sublime de ambas opciones.

Uno de estos sistemas expiró en nuestro país la mañana del 9 de junio de 1933 en la madrileña calle de Galileo, cuando Aurora Rodríguez destruyó su experimento científico, ese en el que llevaba trabajando a destajo los últimos 19 años de su existencia, al pegarle cuatro tiros en la cabeza a su hija Hildegart. A esta niña se la conocía como la "virgen roja", estaba llamada a ser la primera mujer de una nueva sociedad reformada y reformista de la Humanidad y acabó por protagonizar uno de los sucesos negros más fascinantes de su época. Uno que, pese al magreo factual ejercido por psicólogos, jueces y sociólogos a lo largo de estos 90 años, mantiene su verdad interna irresuelta.

Crónica de la máquina humana perfecta

Es difícil encontrar en la Historia otro ejemplo de niño prodigio tan talentoso y mimadamente configurado (aunque haberlos, haylos, y algunos de mejor suerte, como ejemplifican las hermanas Pólgar) como el de Hildegart Rodríguez Caballeira. Su madre, que sólo necesitó ayuda externa en todo el proceso de fabricación de la niña en el momento de la "colaboración fisiológica", no escatimó en recursos económicos y personales para su misión.

Nacida en 1914, Hildegart, "jardín de sabiduría" en alemán, tuvo a los mejores maestros y acceso a un catálogo descomunal de obras izquierdistas, sobre todo en lo tocante a los socialistas utópicos. Podemos imaginarnos su cuarto de bebé lleno de manuales filosóficos de consulta y los rostros enmarcados de Karl Marx o Friedrich Engels en las paredes, por ejemplo. Ni rastro, eso sí, de juguetes puramente lúdicos, que se le negaron en todas las etapas de su desarrollo.

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Hildegarcita aprendió a hablar a los pocos meses; a los dos años leía; a los tres escribía; a los cuatro ya sabía mecanografiar; y a los ocho se manejaba en tres idiomas, a lo que añadía un larguísimo etcétera de méritos deslumbrantes que cubrieron sus primeros pasos de anécdotas. Empezó a dar mítines sin tener cumplidos diez años; publicaba artículos en prensa sobre su ideario a los doce, ante la estupefacción de los editores; a los 17 años se convirtió en la licenciada (hombre o mujer) más joven de nuestro país, incapaz de ejercer la abogacía por su menoría de edad; y no obtuvo más certificaciones universitarias, que seguía cursando, por la llegada de su precipitado final.

Toda su vida fue un apostolado al servicio de las ideas socialistas, feministas y eugenésicas (más sobre esto más adelante), y fue una autora con todas las letras cuya relevancia intelectual no se debe desdeñar pese a su corta edad: su obra, dieciséis monografías y más de 150 artículos, es variada y madura y fue decisiva para sus coetáneos en al menos un punto: la educación higiénica y sexual.

Fue una pionera en la difusión de ideas sobre el uso de anticonceptivos, la criminalización del delito sexual, el derecho al aborto, los derechos del niño, las bajas de maternidad y un largo etcétera. Aunque hoy celebramos a Gregorio Marañón como fundador de la Liga Española para la Reforma Sexual (núcleo institucional del movimiento de reforma sexual que tanto liberó a las mujeres en la Segunda República), Hildegart era su secretaria, y si no presidió la institución fue por cuestiones de machismo. Hildegart, de hecho, era la que hacía el trabajo e incluso redactaba los libros sobre el tema que después Marañón firmaba. También introdujo el estudio sexológico de campo mediante encuestas matrimoniales. Con ellas demostró la miseria sexual de la mujer española de la época.

Su escabroso final fue contraproducente para su legado e importancia histórica, y los historiadores han señalado cómo ella es sin lugar a dudas una de las mayores contribuidoras al pensamiento liberador femenino de la época y dentro de este una de las más injustamente olvidadas.

Sobra decir que la muchacha fue un fenómeno mediático para la época, con la prensa haciéndose eco de todas sus intervenciones, lo cuál es comprensible tanto por su corpus teórico como por su propia presencia en la política del momento. Fue vicepresidenta de las juventudes del PSOE antes de abandonar el partido por lo que a su juicio fue un insuficiente compromiso con las clases trabajadoras en el momento en el que tocaron poder ("socialenchufistas" los llamó). Después se pasó al Partido Federal, donde continuó su faena como una de las voces izquierdistas más críticas del primer bienio republicano.

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Siempre que pensemos en la vida pública de la joven, en sus acalorados mítines o en sus reuniones sociales, hay que pensar en ella como en una presencia asediada por una sombra: su madre la acompañaba en todo (pero todo, todo) momento, una lapa que le valió varias burlas y hasta problemas con los compañeros de militancia. Semejante currículo no se consigue a esa edad sin hacer renuncias, que le fueron impuestas: la niña no sabía de nada de la vida que no fuera la erudición y el activismo. De ahí, como se deduce, su mote de "virgen roja". Apenas tuvo espacio mental o físico para desarrollar su personalidad, como atestiguaban los amigos de la familia.

Para su madre, Hilde era el brazo ejecutor de todo aquello a que a ella le había sido negado en su infancia. La consideraba su "muñeca de carne".  Un títere de sus planes.

Ni el juicio, ni las publicaciones precedentes y posteriores ni los psiquiatras supieron descifrar el móvil de la ejecución de Aurora. Después de matarla mientras dormía en su cama, contigua a la suya (siempre durmieron en la misma habitación), la señora, serena, se entregó a la policía y afirmó hasta el final de sus días la autoría y responsabilidad de su crimen por el que no sentía arrepentimiento. Acabar con ella fue un duro pero necesario trago para que el bien prevaleciese sobre el mal. La mató y volvería a hacerlo.

La parricida contó dos versiones distintas de lo que había pasado en las horas previas: a veces Hildegart, una rebelde fuera de los focos, le había dicho que o se quitaba de en medio suicidándose, o tendría que matarla a ella, pero que no soportaría seguir viviendo en esa casa. En otras audiencias la historia fue distinta: su hija, que ya era consciente de cómo fuerzas externas la estaban corrompiendo y que se precipitaba hacia una vida de "prostitución" política, le había pedido que la matase y así su “obra”, ella misma, moriría con el historial impoluto, y ya podría la madre después iniciar un nuevo proyecto revolucionario.

Tres tesis se barajaron en el juicio para explicar el delito, las cuales podrían o no haberse solapado: que la niña fue mostrando cada vez de forma más acuciante el deseo de independencia (había empezado a mover muebles y el conocido escritor británico H. G. Wells le había ofrecido una beca como ayudante y traductora en Londres para los meses siguientes); que quería desarrollar una mayor vida en la política española (la madre consideraba que estaba dejando de lado su verdadera misión, la transformación eugenésica); y, por último, los posibles enamoramientos de Hildegart con un compañero de partido (hubo en la época rumores que confirmaban y refutaban esta posibilidad).

Cualquiera de estas opciones habría bastado como puñalada mortal contra el demiurgo.

No hay criatura sin Frankenstein

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Aurora Rodríguez Carballeira nació en El Ferrol en 1879. Fue la segunda de cuatro hermanos, hija de un procurador de dos juzgados, consejero del gobierno municipal e intelectual liberal de gran importancia en las tertulias de su época, así como miembro de la masonería, a la que luego se inscribirían su hija y su nieta (en la versión femenina de la logia, menos relevante) con el mismo deseo de influir en la sociedad. Según los testimonios de Aurora a los peritos psicológicos y autoridades carcelarias, su madre fue una idiota y una furcia, al igual que su hermana, criatura de debilidad mental que, para más inri, tenía actitudes lésbicas.

La pequeña Aurora veía este mundo como un lugar de opresión a sus capacidades, que se alineaban más con los idealismos de los que hacían gala los varones con los que se reunía su padre en su despacho.

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Hay varios traumas diseminados en su historial particular, pero el más importante fue el de la maternidad subrogada que le arrebataron. La hermana tuvo un hijo no deseado siendo soltera, se lo encasquetó a ella cuando era adolescente y poco a poco, con el paso de los años, la madre adoptiva convirtió al pequeño Pepito Arriola (en la foto a la derecha) en lo que fue después, un pianista de prestigio por cuyas dotes se interesaban las facultades de psicología alemanas, al que se escuchaba en conciertos por toda Europa y que la mismísima María Cristina reclamaba para audiencias privadas en el Palacio Real. Al ver al genio que la hermana había fabricado en su ausencia, considerando que había una oportunidad de vivir de las rentas del niño, se lo llevó.

Aurora pensó en la solución para que el abuso no volviera a ocurrir: fabricarse una niña ella misma. No la quería para darle vida o recibir amor, sino como arma de abolición de todas las injusticias sociales. Base, tal vez, para una colonia al estilo de los falansterios de los socialistas utópicos. Uno en el que se ejecutase el "saneamiento social" desde los máximos rigores biológicos, partiendo de los bebés más puros posibles, sí. Pero todo a su tiempo, primero esa primera piedra de su iglesia, fruto de su vientre y del material biológico de un cura castrense que pasaba por allí, al que mantuvo alejado de la niña todo lo que pudo.

Y el plan salió a pedir de boca, como hemos visto, hasta que dejó de hacerlo. La niña se empezó a torcer cuando le cogió gusto a las intervenciones políticas, cuando empezó a buscar la separación intelectual de su madre y difería en sus planteamientos políticos. Aunque siempre se encontraron en el mismo espectro de la izquierda radical, el marxismo revisionado y el anarquismo, se topaban con matices. Hildegart era más proclive a secundar concesiones oportunistas a la realidad parlamentaria española, movimientos que a Aurora le sonaban a deserción del ideal socialista.

Obviamente todo había marchado mal, pensaba la Aurora presa, por los genes heredados del padre, que posiblemente portaban en sus instrucciones genéticas taras del tipo del alcoholismo o tendencias pasionales que la habían corrompido. Imposible que fuera por los genes de la madre o, quién sabe, los avatares del libre albedrío de la chiquilla. El pensamiento eugenésico tenía una idea hoy denostada de la capital importancia de la herencia biológica.

El ideario eugenésico

Es importante pensar en la corriente eugenésica con los ojos de los hombres y mujeres de principios de siglo y no con los de los de hoy, donde se nos ha educado en una moral que condena las monstruosas consecuencias genocidas que, como vimos tras el nazismo, emanaron de la ejecución de esos presupuestos.

Hildegart, que cuando empieza a dar mítines se refiere a sí misma como "niña eugénica", habla en sus escritos de "lacras sociales" tan duramente como lo hacen en sus textos Virginia Woolf, Bernard Shaw o T. S. Elliot entre otros muchos intelectuales de distinto signo y también referentes feministas, como vimos en Magnet hace poco.

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Porque sí, la regeneración debía hacerse librándose del yugo del catolicismo, de los matrimonios, de la supeditación al hombre, separando la idea del amor romántico del sexo y usando métodos profilácticos, pero también escogiendo con quién tener hijos. Para muchos progresistas esa higiene social que impidiese la propagación de entes biológicos inferiores como podían ser la homosexualidad o los gitanos, tal y como dictaba la ciencia de la época, era deseable. Además, sería una medida social buena para los pobres, sobre todo para las mujeres pobres, para las que el exceso de natalidad era fuente de desgracias de todo tipo que las impedía desarrollarse como seres humanos.

Y así nos encontramos en sus libros con que la eugenesia e incluso la eutanasia cumplen "la labor que los padres no han sabido hacer a tiempo", y es deseable liberar a la sociedad y a esos propios seres del dolor que sufren y causan. Llegó a hablar de la idoneidad del uso de un gas, el protóxido de azoe, que luego se aplicaría en Auschwitz. Es una época en la que la que se veía al Estado como eje vertebrador y al que el individuo debía supeditarse, Hildegart llegó a ver con buenos ojos buscar el exterminio de "vidas sin valor vital". Citó a Kant cuando hablaba de que "el infanticidio del niño ilegítimo no es delito", lo que a algunos autores les suena a una autoconsciencia confesora: sabía lo que le podía pasar si se desviaba del dictado materno.

Lo que estaba en juego en el juicio y diagnóstico de Aurora

Dado que nunca se ocultó y siempre reconoció la autoría del crimen, el veredicto de Aurora podía diferir en un esencial punto: si era responsable o no de lo que había hecho. Si la madre estaba trastornada cuando agarró el revolver o incluso antes, durante todos los años previos, o si era plenamente consciente de lo que estaba haciendo y se la podía cargar con la culpa como a un individuo sano.

Además, si en este dúo Aurora-Hildegart se encarnaba una corriente ideológica del momento y su aventura había terminado en desgracia, era lógico que el juicio se convirtiese en objetivo político por lo que podía servir para los tradicionalistas como aleccionamiento y destierro de esas ideas revolucionarias ante futuras madres.

Los peritos de la defensa, que constituían a los máximos representantes de la izquierda psiquiátrica de la época (y cuya nueva doctrina de rehabilitación del infractor se estaba imponiendo desde las instituciones), mantuvieron que estaban ante un caso de locura paranoica pura. Que había pecado no por defender preceptos eugenésicos, sino por haberlos entendido mal.

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Daba la casualidad de que algunos de los miembros del tribunal que la juzgaban eran también miembros de esa Liga de la Reforma Sexual al que madre e hija habían pertenecido, y en su vida privada promulgaban el mismo ideario eugenésico que ellas. Llovió al menos un ataque verbal de un fiscal que denunció la hipócrita actitud de sus colegas: si procesar esas ideas la convertía en paranoica, entonces habría que incluir en esa categoría psíquica a decenas de eminencias allí presentes.

No hay dudas de que hubo un componente de condescendencia en el trato jurídico-mediático de Aurora. Los psicólogos que la trataron utilizaron como prueba argumental para su diagnóstico de paranoica que promulgara la realización de vasectomías generalizadas y temporales para todos los varones de la nueva sociedad utópica. Aurora planteaba que, en lugar de que las mujeres tengan que cargar con la hipervigilancia y medicalización de sus cuerpos, los hombres se podrían someter a esta operación, revertida sólo en unos pocos años de plenitud sexual para concebir (siempre con la aprobación del Estado, por supuesto). La "incomprensión" de Aurora del proceso médico era uno más de sus delirios, cuando lo que sucedía es que la mujer estaba mejor informada que ellos porque leía los últimos estudios médicos del extranjero.

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No es el único ejemplo: bebiendo del neomalthusianismo, madre e hija defendían la desaparición de guerras y la abolición de la prostitución, a la que consideraban un mal evitable. Rodríguez Lafora, padre de la psiquiatría científica, escribió en los periódicos que ambas tenían una "concepción simplista y puramente sociológica de la prostitución", cuando, como demostraban estudios del momento, había un aspecto genético psicológico de la prostitución, que circulaba sobre todo, qué curioso, entre los fenotipos propios de las clases proletarias. En este período se consideraba a las trabajadoras sexuales como desagüe por el que se vierten los impulsos viciosos y acciones impuras, y aspirar a su desaparición era poco menos que desatar a los demonios, además de algo que no le gustaría un pelo a sus respetables y masculinas señorías.

Volviendo con el juicio, la peritación de la acusación, más cercana a posturas conservadoras y católicas, se basó en la psiquiatría tradicional y por eso mismo mantuvo la responsabilidad de Aurora, uniendo su voz a la de la propia asesina, que siempre miró con malos ojos a los que querían desposeerla de su agencia.

Los informes se instrumentalizaron por cada bando, y ni siquiera hoy analizando todo el material disponible es posible contestar con seguridad a la pregunta de si cualquiera de las dos argumentaciones obedece a análisis científicos o a cálculo partidista. El examen psiquiátrico definitivo confirmaba su enajenación, aunque los doctores contemporáneos dicen que esta ciencia estaba entonces en pañales y que los informes de Aurora fueron un tanto chapuceros.

Tanto da: el jurado popular hizo caso a estos últimos y la consideró culpable. Se la condenó a 26 años de cárcel, sentencia por la que Aurora felicitó al tribunal. Pero tras pasarse por el penal unos años y dar enormes problemas por su rebeldía, se decidió trasladarla al psiquiátrico de Ciempozuelos hasta que se recuperase de su delirio (es decir, nunca).

Y sin embargo es difícil leer las crónicas del antes y el después del asesinato y no pensar que había algo que no marchaba del todo bien en esa cabeza. Para Aurora, el alma de Hildegart era un "extracto" o "plasma" de la suya propia, y sintió físicamente que, tras la ejecución, ese bosquejo espiritual volvía a su cuerpo. Afirmaba que poseía poderes telepáticos y escuchaba las conversaciones que su hija tenía con otras personas aunque ella no estuviese de cuerpo presente. Se pasó semanas o meses absolutamente convencida de que había una red de espionaje internacional conspirando para apresar a Hildegart, con los servicios de inteligencia británicos como principales artífices del movimiento, que con ello querían destruir su causa personal, la de Aurora, porque sabían que su exitoso trabajo constituía la mayor amenaza del statu quo.

Leía señales de espías en la forma en que los coches aparcaban en su calle y sabía, simplemente porque sí, que la criada estaba en el ajo. En la cárcel obligaba a internas y funcionarias que se pusieran en pie a su paso.

Al tiempo que renegaba ante los médicos cada vez con mayor insistencia del papel creador de Hildegart, afirmando que era ella quien había escrito casi todo y que su sucesora no era más que una marioneta, se fabricó un muñeco masculino de tamaño real y plenamente funcional, incluido un pene erecto, porque no había nada de malo en lo que la naturaleza nos ha dado. En sus últimos y tristes días se fue ensimismando más y más y perdió el aliento reformista que siempre la había caracterizado.

Contra la dualidad mujer vs Estado

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Cuenta Guillermo Rendueles Olmedo, psiquiatra y ensayista de un libro sobre Aurora Rodríguez, que esta historia tiene ramificaciones que llegan incluso a alterar, si nos animamos a verlo así, algunos textos sagrados de la filosofía. En concreto, la Fenomenología del espíritu de Hegel y su interpretación del mito griego de Antígona, de Sófocles en el 441 a.C. El mito sigue la tragedia de Antígona contra Creontes: el monarca prohíbe enterrar el cadáver de Polínice por haber infringido la ley del Estado, pero la mujer, que es el paradigma de la piedad y del culto a la unidad familiar, siente la necesidad imperiosa de dar sepultura a ese hermano sublevado contra la patria, acto por el que es condenada.

Todo esto sirve a Hegel para fundamentar, resumiendo mucho, que existe una guerra inherente entre la Ley de la Familia y la Ley del Estado, respectivamente la ética femenina y la masculina, y que cada uno de nosotros al nacer y ser asignados nuestros roles de género interpretaremos a la perfección, siendo lo familiar la búsqueda de la conservación individual y de los tuyos frente a lo común y la defensa del Estado entrando en el terreno de los ideales, para los que el individuo no es inviolable.

La constante desobediencia de Aurora, disidente de esos valores maternales que se esperaban de su género, atacó de raíz esas mismas leyes hegelianas. Su plan maestro consistía en, a través de una hija, romper con la ley del Estado para imponer un nuevo orden femenino que sublimara esas dos corrientes en una sola, aceptando la preeminencia del Estado sobre los hombres pero sólo si se cumplía bajo su estricto doctrinario. Una megalomanía que fue vista por la gente de entonces con lástima, aunque años después Europa conociera un puñado de autoritarismos personalistas no tan lejanos en ambiciones a los de esta loca de El Ferrol.

Este artículo se ha realizado consultando los siguientes libros: Autoras inciertas (Cuadernos Inacabados) de Nuria Capdevilla-Argüelles; Mi querida hija Hildegart de Carmen Domingo; El manuscrito encontrado en Ciempozuelos de Guillermo Rendueles Olmedo; y Aurora de sangre. Vida y muerte de Hildegart de Eduardo de Guzmán.

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