Fordlandia, la frustrada utopía de Henry Ford en plena selva amazónica para asegurarse el suministro de caucho

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A Henry Ford le fue bien en muchas cosas. No tenía ni 40 años cuando fundó la Ford Motor Company, que andado el tiempo se convertiría en una de las mayores y más rentables multinacionales del mundo, y gracias a su apuesta por la producción en cadena pudo ensamblar el celebérrimo "Ford T", con el que consiguió algo hasta entonces inimaginable: colar un coche en los garajes de la clase media trabajadora estadounidense. Cuando murió, con 83 años, Henry Ford se había convertido en un hombre acaudalado, un empresario de enorme fama que incluso asentó un sistema de producción que ha (re)consagrado su apellido, el "fordismo".

Toda esa puntería le sirvió de poco cuando en la década de 1920, ya con más de 60 años, se fijó en el Amazonas. Allí, en plena selva brasileña, quiso impulsar uno de sus sueños más delirantes y ambiciosos. Y allí se dio uno de sus más sonoros batacazos con un proyecto al que también legó su apellido: Fordlandia.

Una cosa era al fin y al cabo manejarse bien en la factoría de Michigan.

Y otra distinta hacerlo en las calurosas orillas del río Tapajós.

El camino que lleva al caucho

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Para entender la historia de Fordlandia hay que entender antes la de Ford Motor Company. En su empeño por ganar eficiencia y dominar la cadena de producción, en los años 20 la multinacional había conseguido controlar casi todas las materias primas que necesitaba para ensamblar sus vehículos. Tenía hierro, vidrio para las ventanas y madera para los interiores. Con el caucho las cosas eran distintas.

El preciado material, necesario para los neumáticos, las mangueras, válvulas o las juntas, estaba controlado sobre todo por los europeos gracias a sus plantaciones coloniales en el sudeste asiático. En su mapa destacaban Gran Bretaña y Holanda, con polos de producción importantes en países como Malasia, Ceilán o Birmania. También la cruenta historia del Estado Libre del Congo y Leopoldo II de Bélgica. 

Semejante situación, claro está, no gustaba nada a Henry Ford. El magnate no se sentía cómodo dependiendo del Viejo Continente y menos aún con la idea de que Londres llegara a impulsar un cartel del caucho. Eso sin contar con que no le quedaba otra que aceptar sus tarifas y los costes de la importación.

Así las cosas hacia mediados de los años 20, Ford decidió mirar más allá de Europa y Asia en su búsqueda del valioso "oro gomoso". Su atención se centró en el Amazonas, lugar de origen de la Hevea brasilensis, árbol de cuya savia se obtiene el caucho. Y con razón. A finales de los 20 la Amazonía cubría apenas el 2,3% de la demanda, pero en sus buenos tiempos —antes de que la producción se extendiese a Asia— sus plantaciones generaban aproximadamente el 95% del caucho que se consumía en todo el mundo. Entre 1879 y la primera década del XX la selva brasileña había sido de hecho uno de los grandes focos de producción.

Si la región había sido tan importante a finales del siglo XIX, ¿por qué no podría volver a serlo en pleno XX? ¿Y si la propia Ford Company impulsase una enorme plantación en el Amazonas brasileño? Ambas cuestiones podrían haber cruzado la mente de cualquier industrial de la automoción. Lo que quizás sea menos probable es que se hiciera la siguiente pregunta que sí se planteó Ford: ¿Y si esa plantación se acompañase de una ciudad creada de la nada, una utopía selvática?

Dicho y hecho.

En 1927 Henry Ford se reunió con las autoridades de Pará, al norte de Brasil, y ambas partes firmaron un convenio por el que la multinacional se hacía con una generosa franja de terreno situada a orillas del río Tapajós, afluente del Amazonas. Poco después empezaba el trasiego de barcos para llevar materiales y levantar lo que acabaría convirtiéndose en "Fordlandia" o "Ford Land", un asentamiento de alrededor de 110.000 kilómetros cuadrados (Km2) concebido para la producción de caucho, pero también con el propósito de que tanto los encargados que se mudasen desde EEUU como los empleados pudiesen seguir con sus vidas.

Unas vidas, eso sí, que debían ajustarse a los ideales de Ford, quien también tenía un reverso oscuro que incluía un arraigado y militante antisemitismo.

En Fordlandia regían los "valores estadounidenses", no se permitía alcohol, se aplicaban pautas de alimentación, ciertas normas de vestimenta y horarios de trabajo inflexibles que arrancaban a primera hora de la mañana y no finalizaban hasta media tarde, quizás una franja adecuada para los operarios de la factoría de Ford en Detroit, pero no tanto para quienes debían trabajaba en una plantación amazónica, soportando una humedad sofocante y temperaturas elevadas.

Había margen para la diversión, por supuesto, pero ajustándose de nuevo al criterio de Ford: se promovía la jardinería, el golf y baile country. La Brújula Verde destaca que en la lista de vetos figuraban el tabaco y el fútbol y que Ford se negó incluso a montar una iglesia católica, pese a ser la religión mayoritaria.

No todo eran obstáculos. A cambio Ford ofrecía a sus empleados unas instalaciones que no desentonarían en ninguna ciudad del Medio Oeste de EEUU. Además de la fábrica de caucho y casas, Fordlandia disponía de escuela, piscina, depósito de agua, generadores, aserradero, restaurantes, comercios, un salón en el que se celebraban bailes y proyectaban películas y un hospital diseñado ni más ni menos que por Albert Kahn, un arquitecto industrial que destaca por su huella en Detroit. De su mesa salieron también los planos del complejo Ford River Rouge.

Todo aquello quizás le pareciera a Ford de maravilla sobre el papel. En la práctica… en la práctica fue muy distinto. Fordlandia resultó una experiencia tan épica y surrealista como  e incluso mataban perros callejeros. Los cargos residían en American Village, una zona central y noble levantada con casas de apariencia estadounidense, lo que incluía porche y jardines. Los operarios que se habían desplazado de pueblos de los alrededores vivían en Villa Brasileira.

Todo aquello quizás le pareciera a Ford de maravillo sobre el papel. En la práctica… en la práctica fue muy distinto. Fordlandia resultó una experiencia tan épica y surrealista como frustrante. Y por un cóctel de factores que afectan tanto a la convivencia entre los residentes como a la planificación de la producción.

Haciendo caso omiso de los expertos locales, el personal no acertó ni con la selección de las semillas del árbol del caucho ni con su distribución, lo que derivó en plagas. El duro clima del Amazonas facilitaba el crecimiento de las plantaciones, pero también convertía las enfermedades en un auténtico quebradero de cabeza cuando se extendían por campos monocultivos como los de Fordlandia.

Por si aquello no fuera suficiente, al finalizar la Segunda Guerra Mundial la compañía estadounidense se encontró con dos desafíos que comprometían la rentabilidad de su aventura en tierras amazónicas: la competencia del caucho sintético y las plantaciones asiáticas liberadas del dominio japonés.

No fueron los únicos retos con los que tuvo que lidiar el sueño utópico de Ford.

El personal estadounidense que tan bien se había desempeñado en Detroit se encontró con que la vida a orillas del río Tapajós, en plena selva y soportando un calor y humedad plomizos, se parecía más bien a un infierno: hubo quien decidió abandonar el pueblo tras sufrir crisis nerviosas e incluso quien corrió peor suerte. La cadena BBC cuenta que uno de los empleados de Henry Ford se ahogó en el río en medio de una tormenta que lo sorprendió en el Tapajós y otro hizo las maletas tras ver cómo tres de sus hijos morían por fiebres tropicales.

La vida tampoco era precisamente utópica para los empleados.

Ford les ofrecía un buen sueldo, techo, sanidad y educación. Y sí, tenían a su disposición la piscina, bailes country e incluso proyecciones de películas; pero los "valores estadounidenses" decretados por el empresario no siempre se ajustaban a sus costumbres o gustos. Los trabajadores se sublevaron en varias ocasiones y en 1930 llegaron a protagonizar una rebelión de tal calibre que los directivos de Ford decidieron escapar en barco y pedir ayuda para movilizar a los militares.

e Casa de Belterra.

Poco dispuestos a acatar las prohibiciones y las pautas abstemias de Ford, se cuenta que tampoco era extraño que se subieran a barcas para navegar hasta zonas donde podían encontrar diversiones vetadas en el sueño utópico del empresario.

¿Resultado? Fordlandia fue un fiasco.

La multinacional aún lo intentaría por segundo vez en 1934 con Belterra, un asentamiento situado también en el estado de Pará, a alrededor de 40 kilómetros de Santarém, y si bien las cosas le fueron mejor a la segunda el balance se quedó muy lejos de lo señado en su día por Ford. La Brujula Verde detalla que Fordlandia no llegó a aportar cosecha alguna de látex y que de Belterra solo se obtuvieron 750 toneladas, muy, muy lejos de las aproximadamente 38.000 que necesitaba la compañía estadounidense para suministrar neumáticos a sus fábricas.

El experimento brasileño no duró mucho más.

El sueño utópico duró hasta mediados de los años 40, cuando el nieto de Ford decidió arrojar la toalla y los dos viejos asentamientos caucheros pasaron a manos de las autoridades brasileñas. Hoy siguen como un recuerdo anacrónico de lo que fue una aventura empresarial delirante y la prueba tamaño XXL de que incluso visionarios como Ford meten la pata hasta el corvejón en sus propios terrenos.

En 2017 The New York Times se pasó por Fordlandia y habló con algunas de las 2.000 personas que vivían por entonces en el viejo asentamiento, algunas en casas ruinosas levantadas a semejanza de las de Illinois o Kansas. "Los estadounidenses no sabían nada sobre caucho, pero sí construir cosas que perduran", bromeaba uno de sus particulares "últimos de Filipinas", asentado en la villa desde 1997.

Quien nunca puso un pie en Forlandia fue el propio Henry Ford pese a haberle dedicado fondos y décadas de trabajo. Cuando falleció, en 1947, lo hizo como un empresario acaudalado y popular, pero privado ya de su vieja utopía brasileña.

Imágenes: Wikipedia 1, 2 y 3

En Xataka: Cândido Godói, el pueblo brasileño con más gemelos del mundo por el que casualmente pasó Mengele

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