Mi objetivo para 2021 es fotografiar menos sushi y grabar más vídeos costumbristas

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Hace unos días, Julio Alonso, uno de los fundadores de Xataka y persona al frente de Weblogs SL, su empresa matriz hasta que fue comprada por Webedia en 2018, abrió una comunidad de LinkedIn para que empleados y exempleados de la primera mantuviésemos el contacto. Fernando de Córdoba, uno de los que sigue dentro, publicó un vídeo grabado cinco años atrás recogiendo el último día de trabajo en la antigua oficina de la empresa.

Ese vídeo es una joya. No solo mostraba las instalaciones de la empresa y sus empleados de entonces. Mostraba una atmósfera de trabajo, de vida y de época. Desde el lenguaje no verbal y la disposición de los trabajadores que aparecían en él hasta la ropa, el mobiliario, los equipos informáticos usados entonces o los coches que pasaban por la calle vistos desde la ventana. Solo han pasado cinco años y se notan algunos cambios. Dentro de treinta, ese vídeo será una emocionante reliquia para cualquiera de los que aparece en él.

Al verlo, me pregunté por qué demonios yo no tenía vídeos como ese del primer o el último día en ciertos entornos. Del primer piso de alquiler al que me mudé cuando me independicé. De la noche de la despedida de la empresa en la que me vacié tras cinco intensos años. De aquella comida familiar en la que por última vez estábamos todos y no lo sabíamos. De aquel viaje de 1.500 km en autocaravana con mis amigos de toda la vida. Con suerte hay algunas fotos de algunos entornos, pero definitivamente transmiten mucho menos que los vídeos como el que grabó Fernando: no de un momento donde sucede algo singular, sino de un momento cualquiera.

Tras pensar en todos esos momentos de los que no tengo un vídeo que los documente en detalle y los congele para siempre, me dispuse a ver qué tipo de vídeos he grabado en los últimos diez años. Fui a mi iPhone, app Fotos, tipos de contenido, vídeos. Había algún que otro momento chulo, pero la mayoría eran bastante intrascendentes. Un camarero fundiendo un queso con un soplete para dejarlo caer sobre la hamburguesa gourmet de un amigo y así justificar mejor el palazo posterior. Ya ves tú.

Momentos cotidianos, no especiales

En mi infancia, durante los años noventa, había un señor al que siempre presentábamos como "un amigo de la familia", una forma como cualquier otra de decir que nos relacionábamos con él pero que ninguno quería atribuirse su amistad. Cosas de pueblo. Ese señor tenía una manía que yo, como buen niño tímido, detestaba: sacaba a pasear con frecuencia una cámara de vídeo para grabar cosas que no entendía qué tenían de atractivo. Y menos aún pagando como peaje las dimensiones y el peso de una Panasonic noventera, o el uso de cintas de vídeo, el peak previo a lo digital.

Tengo decenas de miles de fotos y vídeos, pero echo de menos lo más importante: vídeos que congelen la atmósfera cotidiana de cada época y contexto de mi vida

Han tenido que pasar más de veinte años para que yo recordase aquella manía y terminase de comprenderla. Aquel caballero simplemente quería capturar momentos cotidianos libres de pretensiones. Antes de Instagram, lo sencillo tenía más valor. Juntarse con nosotros a comer una paella el domingo y sentirse arropado. La vida para él era eso y poco más.

Y así, en su peculiaridad, protegía cada momento como si fueran diamantes y nos los ofrecía después encapsulados en VHS como si fueran tesoros. Ir cumpliendo años suele ir haciendo perder agudeza visual, pero a cambio nos permite ver muy nítidas ciertas cosas que antes no entendíamos, como el placer de contemplar a los niños de la casa pasándoselo en grande con cualquier trivialidad. O como entender por qué ese hombre se esforzaba por inmortalizar aquello que simplemente le hacía feliz.

He pasado años con las mejores cámaras para móviles en mi bolsillo y no he sido capaz de entender qué era lo importante y qué no. Dejar el móvil en una esquina, en un momento cualquiera, y dejar que recuerde lo que realmente es la vida, que no es un plato de sushi-hashtag-juevesjaponés. Es rodar por el suelo jugando con mis sobrinos como si tuviese su edad y no 30 años, es agradecer los sacrificios de quien nos crió, es recordar a los que ya no están. Es hablar sin filtros con el amigo con el que llevo haciéndolo 25 años y ver cómo van cambiando nuestros temas de conversación, de Pokémon a las chicas, del Bachillerato a la elección de carrera, del carné de conducir a la perspectiva de marcharse a otra ciudad, del primer sueldo completo a los pensamientos negativos.

Legado vital

Antonio Ortiz, final boss de Xataka, trajo a cuento del vídeo de Fernando una fantástica columna de 2015 firmada por Delia Rodríguez y titulada 'El cuento del ovillo' en la que hablaba exactamente de esto:

Sé que la idea de que las fotografías que tomamos sirven para rememorar el pasado es estúpida. Mataría por tener las fotos de los dormitorios de las casas en las que he vivido, de los escritorios en los que he trabajado, de los bares desaparecidos en los que he desayunado o quedado con la cuadrilla.

Cambiaría mis fotos del Prado por una de mi armario adolescente, las de París por una del salón de mis padres en los ochenta, las de Italia por una de la disco light de los viernes. Pero no retratamos lo cotidiano. Cada vez que sacamos una foto de lo extraordinario cometemos un adorable acto de falta de cálculo pensando que en el futuro volveremos atrás para mirar lo bien que sujetábamos la torre de Pisa o lo favorecedora que quedaba de fondo la torre Eiffel.

Justo. Pagaría bastante dinero por tener bien documentados muchos elementos cotidianos de mi vida, pero la verdad es que me dan bastante igual toneladas de fotos y vídeos de esos instantes supuestamente especiales que dieron paso a material gráfico totalmente intercambiable por otro, imitado, prescindible.

A tiempo estoy de cambiar eso para los próximos treinta años y empezar a documentar todo aquello que me importa sin la necesidad de compartirlo con nadie más que con mi yo y los míos del futuro. Mi propósito de 2021 (con todos los matices del mundo sobre su utilidad) ya está claro. No creer en el poder de congelar los momentos bellos y cotidianos es como no creer en la vacuna del coronavirus: no nos lo podemos permitir.

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