En los 70 los científicos se dieron cuenta de que los animales grandes deberían sufrir más el cáncer. Y de que no era el caso

  • Elefantes y ballenas son menos propensos a esta enfermedad de lo que les correspondería

  • El secreto parece estar en los genes

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El cáncer es una de las enfermedades más temidas por el ser humano. Sin embargo se trata de una enfermedad que también afecta a los animales. Precisamente estudiando el cáncer en animales es que nos hemos dado cuenta de una curiosa paradoja: contrario a lo que esperaríamos, el cáncer no afecta más a los animales grandes que a los pequeños.

Cuestión de números. El cáncer se origina a partir de células que fallan y comienzan a reproducirse sin control. Si nos ponemos matemáticos el cálculo es sencillo: a mayor el número de células mayor será la probabilidad de sufrir un cáncer. Esta probabilidad debería ascender también con el tiempo: a más tiempo que pase mayor será la probabilidad de que una célula falle.

Como un sorteo de lotería, explicaba al diario británico The Guardian el patólogo veterinario de la Sociedad Zoológica de Londres,  Simon Spiro.  Entonces, un elefante debería tener una esperanza de vida mucho menor que la de un humano. El problema… es que no es el caso.

El caso de las ballenas es aún más significativo. Se estima que si aplicamos la probabilidad de “fallo” de una célula humana al número de células de una ballena la esperanza de vida de estas sería de menos de un año. Sin embargo estos cetáceos pueden alcanzar los 200 años de edad.

La paradoja de Peto. Denominamos a este fenómeno la paradoja de Peto en honor a Richard Peto, profesor de estadística médica y epidemiología de la Universidad de Oxford, quien allá por los 70 señalaba la desavenencia entre teoría y práctica en este contexto. Peto observó que, la relación parecía más bien inversa: a mayor tamaño, menor probabilidad de padecer esta enfermedad.

Una variable oculta. Pero la probabilidad de padecer un cáncer no es una mera función de tiempo y número. El cáncer tiene un importante componente genético. Y es en los genes donde los científicos han encontrado la solución a esta paradoja.

Spiro y su equipo estudiaron los animales muertos en el Zoo de Londres. Su objetivo: saber con qué frecuencia mutaban sus células, es decir, con qué frecuencia aparecían cambios en su ADN. Comprobaron que existía una correlación inversa muy precisa entre la longevidad y la frecuencia de estas mutaciones: a más mutaciones al año menos longeva una especie.

Hasta el punto de que especies muy distintas presentaban números similares de mutaciones a lo largo de sus vidas. Por ejemplo, un ratón podría acumular unas 3.200 mutaciones en sus cuatro años de vida a razón de 400 mutaciones al año. Sin embargo un humano acumularía, en sus 80 años de vida unas 3.760 mutaciones, a razón de 47 al año.

Ballena Asomando

P53. Volviendo a los elefantes, dos estudios recientes, uno del Instituto de Biotecnología y Biomedicina de la Universitat Autònoma de Barcelona, y el otro de de las Universidades de Chicago y Utah señalaban que un solo gen guarda muchas respuestas: uno llamado p53. Tanto que ha recibido el apelativo de “el guardián del genoma”.

Este gen puede estar detrás de la capacidad autorregenerativa del ADN de esta especie. Este gen evitaría mutaciones celulares como las que están detrás de la aparición del cáncer. Aquí es donde los números estarían jugando a favor de los elefantes: si los humanos tenemos una copia de este gen, los paquidermos tienen una veintena.

Una preocupación natural. El cáncer es una de las enfermedades que más atención han generado en el siglo XX. No es casualidad: con la drástica reducción en la mortalidad derivada de enfermedades transmisibles el ser humano se ha ido topando con este otro límite a su longevidad.

Es por este interés que comprender el cáncer en animales sea tan importante: cuanto mejor lo entendamos más fácil será encontrar una cura. O al menos terapias que atenúen los riesgos asociados a esta enfermedad.

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Imagen | Bering Land Bridge National Preserve, CC BY-SA 2.0

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