El mito de Kitty Genovese: así es como una noticia falsa nos hizo creer que las ciudades son individualistas

El mito de Kitty Genovese: así es como una noticia falsa nos hizo creer que las ciudades son individualistas
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Es una anécdota que me contaron en clase de psicología en el instituto, y es lógico que lo hicieran ya que, según American Psychologist, aparece impresa en todos los libros del top 10 de trabajos más populares sobre psicología general para aficionados. Una mujer, Catherine Susan 'Kitty' Genovese, fue apuñalada en repetidas ocasiones y en distintos espacios en un mismo barrio durante la media hora que duró su agonía antes de morir en Queens, Nueva York, en 1964. Acabó con su vida un asesino en serie, pero tan culpable parecía el asaltante como los 38 testigos que, según una conocidísima pieza de The New York Times, presenciaron desde sus bloques de edificios el asesinato sin hacer nada para evitarlo.

En resumen: la mató la ciudad.

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Del asesinato de Genovese al síndrome de Genovese. Alarma social al descubrir que, como muchos sospechaban, la urbe es un cuerpo enfermo, un caldo de decadencia moral que nos conduce a la apatía y la alienación. A partir de esta fecha nacieron varios estudios que indagaban en este fenómeno, y diversas manifestaciones culturales, como el mismísimo Rorschach de Watchmen, nos pintan la necesidad de reaccionar ante esta destrucción humana. Una nota positiva: el número simplificado de teléfono de la policía, el 911, se adoptó en buena medida por la trascendencia mediática de este caso.

Avanzamos en el tiempo hasta que William Genovese, hermano de Kitty, es mayor y decide indagar en aquel traumático evento del pasado que consternó a una nación. The Witness, disponible en Netflix, recoge los resultados de la investigación, que ahondan un poco más en lo que otros analistas habían recogido en trabajos anteriores: The New York Times pecó de fake news. Se va deshebrando la cuerda de los 38 testigos a 38 'notas sobre el asesinato'; de éstos, unos pocos creyeron que se trataba de una riña de amantes, otros oyeron ruidos que no fueron capaces de identificar; de los testigos oculares muchos no entendieron que había sido apuñalada. Un hombre se asomó por la ventana para gritar al asaltante “déjala en paz”, lo que hizo que huyese durante unos minutos antes de volver sobre la víctima.

Aunque algunos de los declarantes aseguran en el documental que sí llamaron entonces a la policía y que los agentes les dijeran que ya habían recibido la alarma, no podemos confirmarlo. Sí sabemos que, al menos uno de ellos, había alertado a la policía, que fue quién se encontró a Kitty y consiguió apresar al asesino en el lugar del crimen. No sola y abandonada, sino en los brazos de una vecina que bajó para estar con ella mientras moría.

¿Hubo testigos durante el ataque a Genovese que miraron para otro lado al presenciar un delito terrible? Es posible. Sabemos seguro que no fueron 38 testigos. La mayoría de ellos, además, por la disposición geográfica de sus casas, no pudieron presenciar el asesinato completo, así que no observaron “durante media hora” la agonía de una joven siendo asesinada, como decía el Times.

Publicar esa noticia fue un acto irresponsable, por decirlo suavemente, pero como pasa en tantas otras circunstancias, muchos aceptaron lo que se dijo como cierto porque lo afirmaba el medio más prestigioso del país. Era una cuestión de autoridad.

Mala ciencia de una mala historia

Este asesinato, y la alarma que provocó, promovió al menos dos líneas de investigación en el campo de la psicología social: los trabajos sobre la condición de testigo y otros sobre la apatía de las urbes. Vamos por partes.

El primero es uno de los más conocidos. El síndrome del espectador. Darley y Latané lanzaron en 1968 un estudio que quiso dar una respuesta conductual al caso Genovese. Las conclusiones de su investigación decían que, si sólo una persona oía peticiones de auxilio, el 85% de las personas hacía algo. Si lo escuchaban dos, sólo el 62% de las personas responden a tiempo. En grupos de tres o más, sólo el 31% de los individuos buscó ayuda para atender la emergencia. Las conclusiones de los investigadores eran directas: nuestra percepción de la responsabilidad de auxilio se diluye a medida que el grupo se hace más grande.

¿El primer problema del estudio? Que la muestra era demasiado pequeña y sus conclusiones demasiado amplias para la prueba que habían conducido. En los cincuenta años que han pasado desde este experimento y los cientos de trabajos acerca del “síndrome del espectador”, se ha apuntado a que hay demasiados factores en juego para determinar esa “percepción de responsabilidad”, un descubrimiento que sí es válido.

No reaccionamos igual si la víctima es conocida que si no, si el grupo con el que presenciamos el acto son amigos nuestros o no. Tampoco dependiendo de nuestra cercanía con el lugar del incidente, de la gravedad del mismo o de las creencias culturales sobre los riesgos de los mismos.

Murder

Y ya que hablamos de percepción de riesgo, el incidente Genovese también sirvió para que la ciudadanía neoyorkina reflexionase y se pusiese las pilas con la violencia de género: como vieron los trabajadores sociales de la zona, muchos no denunciaron el evento a la policía porque percibían que se trabaja de una “pelea de pareja”. Genovese, por cierto, antes que asesinada también fue violada, hecho que no trascendió en el informe del New York Times porque no se le dio importancia. Con la conciencia que hay ahora mismo con este problema, es posible que alguno de los que consideró que era una discusión privada llamase a la policía.

En resumen, un meta análisis de las investigaciones sobre el síndrome del espectador dicen que, sí los grupos reducidos de personas son más lentos en la reacción ante un ataque que los individuos aislados, pero que esta diferencia en la respuesta se desdibuja por completo cuando se trata de una emergencia real (como un atraco) o un evento que requiera de la intervención física de un tercero (como alguien que se ahogue).

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Y sobre todo, que nada de esto ayuda a explicar la supuesta indolencia inherente a las grandes ciudades, sino que son fenómenos que explican únicamente el comportamiento de grupos.

Aquí es cuando entran los trabajos de George Simmel de principios del siglo XX sobre la apatía de las urbes (por un salto lógico tremendo se llega a la conclusión de que, en los municipios de más de 200.000 habitantes, nos sentimos indiferentes ante un asesinato) o la teoría de los años 70 de Stanley Milgram sobre cómo la psicología de los espacios urbanos construyen corrientes "antisociales" de coexistencia. Esos tests que mil y un veces han comprobado que muchos ciudadanos ni se detienen a ayudar a un ciego.

Hay que tener en cuenta que las pruebas en entornos urbanos, por lo incontrolable de las variables externas, no ponen fácil hacer sentencias firmes sobre cómo es la gente. Lo que parece observarse es que "la gente" es distinta de una comunidad a otra, de una ciudad a otra e incluso entre barrios de una misma ciudad, pero que, pese a todo, prevalecen protocolos de actuación mayormente correctos y gentiles, no apáticos.

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Cuando analizamos los comportamientos prosociales o antisociales (ser un buen o un mal ciudadano) en la ciudad, no podemos mirarlos desde un único patrón. En teoría, las ciudades hacen que auxiliemos menos a extraños por la calle pero entreguemos más correspondencia o identificaciones perdidas a la policía. Que donemos menos riñones pero más dinero a beneficencia. Y así con un montón de ejemplos.

Así que, antes de buscar respuesta en una depravación moral provocada por la ciudad, cuando una multitud no ayuda a un extraño hay que restar a la gente que no ha visto bien el evento, los que no lo han comprendido bien o los que incluso pueden tener miedo. Y si lo que nos llegan son casos de personas que mueren a la vista de todos, recordemos las leyes que dictan qué constituye una noticia, si lo cotidiano o lo anecdótico. El perro que muerde a un niño o el niño que muerde a un perro.

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