Entre el legendario saurio radioactivo de setenta años de edad y lo último de Miyazaki, las noticias que llegaban de la taquilla estadounidense en las última semana eran sorprendentes: en su primer fin de semana, 'Godzilla Minus One' alcanzó el tercer puesto en la taquilla, algo insólito en una película de estas características y compitiendo mano a mano con 'El chico y la garza', lo último de Studio Ghibli. Con ambas en los puestos más altos de la taquilla estadounidense, se da una situación de invasión temporal nipona pocas veces vista.
En su segunda semana de recorrido en Estados Unidos, 'Godzilla Minus One' ya se había convertido en la película japonesa más taquillera de todos los tiempos en el país. 17 millones de dólares de recaudación que rivalizan con los 23 que recaudó en su país de origen. La película costó 15 millones de dólares (o incluso menos, si atendemos a las declaraciones de su director y guionista Takashi Yamazaki), una minucia si lo comparamos con los no menos de 100 millones que cuestan las películas del Monsterverse de Legendary.
Pero es que esta película es de una especie completamente distinta. Por supuesto, tenemos a un lagarto de dimensiones demenciales pisoteando edificios (y personas) y sembrando el caos. Tenemos apoteósicas escenas de masas de ciudadanos huyendo despavoridos, atrapados en escombros, haciendo patéticos esfuerzos por pisar a fondo los aceleradores de sus vehiculitos para escapar del devastador poder del monstruo.
Pero no hay wrestling con simios gigantes, ni dragones de tres cabezas, ni robots creados como contramedida para pelearse a bofetones contra Godzilla. 'Godzilla Minus One' deja a un lado toda la tradición del kaiju eiga de presentar catálogos más o menos coloristas de monstruos de todas las tipologías y mira a sus orígenes. Quizás como un guiño a sus siete décadas de vida, la película de Yamakazi entronca con la primera película de la historia del personaje, 'Japón bajo el terror del monstruo'.
Los horrores de la guerra
'Godzilla Minus One' no solo conforma una dupla perfecta con el clásico de Ishiro Honda de 1954 por la sobriedad de su planteamiento, que se deja de invitados especiales y nos presenta el enfrentamiento desnudo del monstruo contra los humanos, con una estética que incluso replica el celuloide ajado y la cromática ocre de otros tiempos. Es que también retoma y empodera de nuevo el componente metafórico de Godzilla, que llevaba demasiado tiempo convertido en un musculoso artefacto pop sin mayor trasfondo.
Y si en 'Japón bajo el terror del monstruo' Godzilla fue encarnación escamosa de la devastación atómica, del horror puro que suponía para un país enfrentarse al poder inabarcable de las bombas atómicas, en 'Minus One' Godzilla sigue hurgando en aquellas consecuencias con una película que nos lleva de nuevo a los efectos de la Segunda Guerra Mundial, pero retratándolos a ras de suelo. Ciudades devastadas, familias rotas para siempre, traumas de ex-combatientes. Si Godzilla fue hace setenta años la metáfora de la bomba atómica, esta vez lo es de la mirada de las mil yardas. Es decir, del trastorno de estrés postraumático.
De este modo, 'Minus One' es una réplica, una variante de la también soberbia 'Shin Godzilla', que usaba al saurio para hablar tanto de la reacción de los gobiernos a los desastres colectivos como de las propias consecuencias físicas del horror atómico, convirtiendo el género kaiju eiga en un manifiesto post-nuclear de la Nueva Carne. Como Godzilla es inagotable, 'Minus One' sigue hurgando en el trauma y en el icono, convirtiéndose -como decía Jorge Loser en Espinof- en réplica perfecta, malencarada (y superior) a 'Oppenheimer'
Y todo esto no quiere decir que en 'Godzilla Minus One' no haya espectáculo: el colosal tamaño del monstruo y su agresividad sin paliativos (de nuevo Godzilla es el villano de la función, aquí no hay compasión posible por parte de ninguno de los bandos) nos brinda hallazgos visuales (y sonoros) tan demoledores como el uso de los rayos que expulsa por las fauces, la fabulosa secuencia del tren o todas las secuencias en alta mar. Un espectáculo, sí, pero uno que deja un sabor de boca tan amargo y desolador como cualquier gran película bélica.
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