De tanto en cuanto surgen documentales que introducen temas de conversación en la agenda hasta el punto de cambiar patrones de pensamiento o de consumo. El más célebre sería Una verdad incómoda. Desde entonces han surgido otros, como Cowspiracy, tan influyentes como polémicos. Casi todos ellos tienen una voluntad transformadora consciente. Pero de tanto en cuanto surge algún producto tan brillante, emotivo y fascinante que introduce ideas de forma casi involuntaria, logrando modificar las actitudes de sus espectadores.
Lo que el pulpo me enseñó es uno de ellos.
El documental. Nuestros compañeros de Espinof cuentan con una crítica muy elogiosa de sus virtudes: se trata de un largometraje confesional en el que Craig Foster, su ideólogo, explica cómo expió sus males y encontró la paz en las profundidades marinas. O mejor dicho, en un bosque de algas sudafricano donde residía un pulpo hembra con el que terminó forjando una honda amistad. La pieza es tan inmersiva que ha obtenido una nominación para los Emmy y se ha ganado a la crítica.
Nunca más en mi vida vuelvo a comer Pulpo. Documental Top 🐙 pic.twitter.com/wF0BsQQvOT
— toni (@tindavila) April 17, 2021
El cambio. Como quiera que el documental coloca al pulpo, un animal fascinante desde cualquier punto de vista, en el centro de nuestra atención, son múltiples los espectadores que han decidido dejar de comerlo tras visionarlo. Algunos ejemplos en Twitter: "Jamás en la vida vuelvo a comer pulpo"; "El documental es estupendo. Creo que no voy a comer pulpo más nunca"; "Es preciosa, la peli (...) lo cierto es que ya no podría comer pulpo aunque me lo forzaran". Y así un largo etcétera.
La popularidad. Es cierto que son actitudes puntuales. Pero están ganando tracción pública. Hace unos días, un multimillonario británico influyente en las islas, Richard Branson, tomaba la decisión de no engullir un sólo pulpo más en su vida tras ver el documental. Acompañó el anuncio con una publicación en la que llamaba a conservar mejor sus hábitats y a tomar una mayor conciencia sobre el impacto que los seres humanos tienen en los fondos marinos. Conciencia traducida, en su caso, en no comer pulpo. Es una semillita que bien podría derivar en tendencia.
La conversación. Al fin y al cabo la idea lleva rondando los medios de comunicación muchos años. En 2014 la revista New Yorker publicaba un divertido reportaje en el que se abordaba el dilema ético: ¿son los pulpos demasiado inteligentes como para que nos los comamos? La pieza sondeaba la opinión de pensadores y gastrónomos de toda condición para llegar a un punto inconcluso. Es decisión de cada persona. Pero dadas las extraordinarias habilidades del pulpo (desde camuflaje, resolución de problemas complejos o utilización de armamento) es un dilema real, mucho más que el que afrontamos frente a otros animales.
Al alza. Desde entonces otras piezas han abordado el mismo dilema. Aquí se argumenta contra la ingesta de pulpo en los siguientes términos: "¿Podemos realmente comernos a criaturas que se parecen tanto a nosotros? El hecho es que los animales no son como nosotros. Son nosotros. Todos pertenecemos al reino Animalia". Algo que se manifiesta con especial evidencia en un bicho de extraordinaria inteligencia. Otros han planteado la no ingesta de pulpos desde el plano ecológico; y otros, como esta columnista de The Guardian, han apelado a lo emocional.
Si te puedes hacer su amigo, no te lo comas.
Las granjas. Esa es la lógica que impulsa nuestra aversión cultural a comer perro, ausente en otras culturas. Pero lo cierto es que otra tendencia crece en paralelo: de un tiempo a esta parte el pulpo se ha convertido en un plato "de moda", demandado en mercados como Estados Unidos y muy caro. Sucede que son difíciles de capturar y no se pueden cultivar, al ser muy territoriales e inteligentes. En las granjas de pulpos, aún tentativas, hay otro dilema ético. ¿Son demasiado listos como para tenerlos encerrados, incurriendo en un sufrimiento demasiado cruel?
Sea cual sea la respuesta, nada hay de normal en los pulpos. Ni en nuestra relación con ellos.