Miradas al infinito. Sonrisas postizas. Gestos de cartón. Cena en un restaurante norcoreano. Al parecer, los empleados de los restaurantes norcoreanos en el extranjero viven en una semi esclavitud. Una sensación extraña recorría las miradas de todos los comensales que estábamos aquella noche en el local Pyongyang Okryu en la ciudad de Bangkok. El morbo y el miedo que da todo lo relacionado con Corea del Norte hacía tenso y espeso el ambiente de la cena.
Una sensación extraña recorría las miradas de todos los comensales que estábamos aquella noche en el local Pyongyang Okryu en la ciudad de Bangkok. El morbo y el miedo que da todo lo relacionado con Corea del Norte hacía tenso y espeso el ambiente de la cena.
Mi pareja y yo nos mirábamos extrañados nada más sentarnos en la mesa del restaurante norcoreano. Teníamos la sensación de estar haciendo algo mal, un poco de nerviosismo por estar tan cerca de una potencia nuclear antes de estallar. Para nosotros fue una velada con toques de The Handmaid’s Tale, en el que criadas semi robóticas nos atendían. A esa referencia seriéfila le añadimos un poco de The Americans, la serie de espías de la guerra fría, pues en el lugar había muchos hombres sentados solos y todos nos mirábamos con desconfianza.
Ya en tu plato: Corea del Norte en Thailandia
Quizá lo que más nos llamó la atención es la ausencia de banderas norcoreanas o que pusiera Corea del Norte en algún sitio. Lo único que se podía ver, a parte del nombre en inglés y en tailandés, eran caracteres coreanos en el exterior. En la sala, de unas diez mesas, había sólo la mitad ocupada y a nuestro lado también había una familia de apariencia coreana (no sabría decir si del norte o del sur), cenando con un par de niños.
Aunque hay al menos tres restaurantes del régimen norcoreano en Bangkok, nos decidimos por uno que nos pillaba cerca en el metro elevado, en una zona pija, llena de hoteles occidentales. Nada más recibirnos le pregunté a la primera camarera en inglés "¿Realmente sois todos los empleados de Corea del Norte?", a lo que me contestó: "Sí, somos todos de Corea del Norte". Primera mentira en la frente. Justo en la entrada había dos muchachas vestidas diferente, con otros rasgos y color de piel, claramente tailandesas que esperaban la entrada de clientes.
El local, con iluminación ochentera de neones, mesas y sillas sencillas, dista mucho de lo que podría considerarse el lujo. Sin embargo, sus precios, para Tailandia eran de auténtico lujo y pagamos por la cena unos 35 euros que para allí, que en los puestos en la calle valen un plato de arroz o un pad thai entre 1 y 2 euros, el Pyongyang Okryu es una cena de príncipes saudíes a todo trapo.
En el menú había de todo, barbacoa coreana de diferentes carnes, medusa, sopas, pasta arroces, sushi coreano, kimchi... Pero no encontramos la famosa sopa de carne de perro que venía mentalizado que me iba a encontrar. Intenté pedir una cerveza norcoreana, pero me señalaron que sólo tenían de importación del régimen whiskey o té norcoreanos a precios astronómicos. Al final de la cena, pregunté si vendían algo para llevar y los volvían a vender por un coste de cojón de mono. Os haría la conversión bats a euros, pero quedé eclipsado por la cantidad de ceros y no la recuerdo con exactitud.
Para comer pedimos un bibimbap, que es un plato de arroz picante con verduras con un huevo frito que habíamos probado en varios locales surcoreanos, unas empanadillas de kimchi, col china fermentada y picante, así como una carne de ternera cruda en tiras con un huevo crudo y sésamo que parecía un steak tartar. La comida era correcta pero nada para echar cohetes. En cualquier surcoreano normal puedes comer mejor, aunque la carne cruda nos sorprendió porque no se parece en nada ni en el corte ni en el sabor a un steak tartar occidental.
Espías, secretos y obsesos americanos
Mientras esperábamos a la comida, nos percatamos que todas las columnas del establecimiento tenían carteles de prohibido sacar fotos. Como podéis ver, hicimos caso omiso de esta indicación y sacamos al principio disimulando, fotos al ambiente, la comida y a todo lo que podíamos. Hasta cuando fui al baño, me saqué un selfie y sentí: uno que era gilipollas y dos que como me pillaran se me caía el pelo.
Al poco rato de servirnos la comida, desaparecieron las camareras y comenzó el espectáculo. Todas las camareras, que eran esbeltas y bastantante monas, se disfrazaron con trajes regionales y comenzó el karaoke. La primera canción era una alabanza a Corea del Norte.
Se cambiaron algunas al menos tres veces de ropa. El resto de comensales se puso a sacarles vídeo sin cortarse un pelo, mientras nosotros lo hacíamos a hurtadillas y dejamos de cortarnos. Una señora mayor apareció corriendo para recriminar nuestra actitud y decirnos: "No, no". Se fue y a los treinta segundos todo el local se puso a grabar y sacar fotos otra vez. Música regional, pop y baladas al piano. Para todos los gustos, para un occidental, tanto los ropajes como las canciones eran bastante horteras.
Al acabar el espectáculo, otro cliente se nos acercó al vernos hablar en español. Uno de los que sospechábamos que podía ser espía. Nos confesó que era ciudadano estadounidense a pesar de su ascendencia mexicana y que era un obsesionado por el tema norcoreano. Había estado en otro restaurante Pyongyang en Bangkok, en el que no se andaban con chiquitas con el tema de los vídeos y las fotos. Cogían las cámaras o móviles de los comensales y les obligaban a enseñarles cómo borraban los archivos con agresividad. Si no lo hacían, lo hacían ellos.
No nos confesó si era espía o no, pero había estado en el mismo viaje en la frontera de las dos Coreas. Nos envidiaba porque nosotros, como europeos, podemos visitar el país de Kim Jong-un.
Salimos del restaurante y me puse como un loco a sacar fotos desde fuera. Ya no nos podían echar y tenía un plan por si salían a decirme algo: correr. No hizo falta. Hasta siempre restaurantes Pyongyang, no tiene pinta que vaya a volver muchas veces en mi vida.