Todos los consensos sobre los que se levantaba el capitalismo del siglo XXI parecen haber saltado por los aires. Uno de los más destacados es el de la posición de la industria, en este caso física. Durante muchos años los países occidentales aceptaron deslocalizar sus fábricas a cambio de acceder a bienes de consumo baratos producidos en otros rincones del planeta. Esto tuvo efectos positivos y negativos. En el camino engrandeció a China.
Ahora la globalización parece estar cuadrando el círculo.
De vuelta. Nada lo ilustra con tanta claridad como el expreso deseo de las empresas y de los gobiernos europeos por relocalizar en su territorio la fabricación y producción de coches eléctricos. El último ejemplo lo protagoniza Renault: ha llegado a dos acuerdos paralelos con dos empresas distintas, una china y otra francesa, para levantar dos "gigafactorías" de baterías. La primera aspira a producir 24 GWh anuales para 2030; la segunda, 50 GWh anuales para 2050.
Quién está detrás. Renault, recordemos, lleva años enfrascada en problemas de solvencia económica, hasta el punto de estar intervenida por el estado francés. Tan ambiciosa inversión (€2.000 millones sólo para la primera fábrica) le hubiera sido imposible de no mediar un grupo empresarial chino. Se trata de Envision, una "greentech" radicada en Shanghai e interesada en producir baterías "competitivas", a bajo coste, y con una baja huella medioambiental.
La planta generará 2.500 puestos de trabajos en Douai, al norte del país. Es un giro. Antaño, las multinacionales europeas financiaban a empresas locales chinas para levantar grandes complejos industriales que abastecían de trabajo a miles de personas. Hoy es al revés.
Los motivos. Son variados. Por un lado, la industria automovilística europea no desea externalizar la producción y fabricación de EVs, la gran transformación que afronta el sector a corto plazo. Volkswagen ya ha anunciado la puesta en marcha de seis "gigafactorías" en territorio continental durante los próximos años. El coche eléctrico se fabricará en Europa Occidental. Un proceso del que saldrán beneficiados los países con empresas "nacionales". España no es uno de ellos.
Nacionalismo. No lo es porque no cuenta con una marca "propia" que le permita participar en el gran proceso de "reindustrialización" iniciado en Europa y Estados Unidos. La guerra comercial de Trump tan sólo fue un síntoma. Ya antes del coronavirus Alemania había expresado su deseo de "proteger" a su industria local, de alejarla de la influencia china. Una cuestión estratégica acelerada durante el último año y medio.
La epidemia ha generado una ansiedad palpable en las economías occidentales. La paralización de la actividad en China evidenció la extraordinaria dependencia, tanto en suministros como en bienes de consumo directos, de los mercados y la industria respecto a China. No hay microchips, no hay bicicletas, no hay espacio en los barcos. Y no los hay porque las fábricas están en la otra punta del mundo y no responden a un interés nacional directo por parte de los países europeos.
De China hacia afuera. El último factor que explica el cambio de dirección global es el crecimiento de China. Por un lado, desea salir del esquema manufacturero que le ha permitido sacar a millones de personas de la pobreza, diversificando su economía hacia sectores más tecnológicos y financieros. Por otro, el surgimiento de una clase media y el aumento de los salarios le ha incentivado a seguir los pasos de Europa y EEUU hace treinta años: deslocalizar sus fábricas a Malasia, Birmania o Vietnam.
Todo este camino parece conducir a un nuevo paradigma. La industria del futuro, más verde, más técnica, estará en Europa. Al menos en materia de automoción.
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