En diciembre de 1943, una veinteañera llamada Ruth Elias llegó en camión de ganado al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Allí fue fue destinada al Bloque 6, unos barracones que albergaban a mujeres jóvenes y a la orquestra del campo, un conjunto de violinistas, clarinetistas, acordeonistas y percusionistas presos que tocaban sus instrumentos no sólo cuando los otros prisioneros se encaminaban a sus trabajos diarios, sino también durante sus azotainas.
Las actuaciones podían ser improvisadas, ordenadas según los caprichos de las SS, la guardia paramilitar del partido nazi. En una entrevista tras la guerra, Elias contó cómo los soldados borrachos de las SS solían irrumpir en los barracones durante la noche. Lo primero que hacían era ordenar a la orquesta que tocara mientras bebían y cantaban. Después sacaban a las mujeres de sus literas para violarlas. Escondida en el fondo de su litera alta para evitar ser detectada, Elias escuchaba los gritos aterrorizados de sus compañeras.
Antes de que sus torturadores se recrearan en estos actos, recordaba, "la música tenía que estar sonando".
A menudo se piensa que la música es inherentemente buena, una imagen ejemplificada por el aforismo frecuentemente citado del dramaturgo Wilhelm Congreve: "La música tiene el encanto de calmar un pecho salvaje". También es vista como una forma de arte que ennoblece a quienes la interpretan y la escuchan. Sus cualidades estéticas parecen trascender a lo mundano y a lo horrible. Sin embargo, también ha sido utilizada para facilitar la tortura y el castigo, un asunto que creo que merece ser explorado.
Cuando estaba investigando para mi libro Drunk on Genocide: Alcohol and Mass Murder in Nazi Germany quedé impactada por el modo en que la música acompañaba a la muerte en los campos de exterminio, en los guetos y en el frente. Que una música bonita acompañe al asesinato y a la violación es una yuxtaposición bizarra y perturbadora. Pero su uso por los perpetradores para torturar a sus víctimas y para celebrar sus actos revela no sólo su lado oscuro, sino que también ofrece una mirada hacia la mentalidad festiva de los asesinos que participaron en el genocidio.
Las historias sobre la integración de la música y de las canciones en los actos de tortura y asesinatos pueden ser encontradas en las entrevistas y memorias de los supervivientes. Al igual que en Auschwitz, el destacamento de las SS en el centro de exterminio de Belzec organizaron una orquesta de prisioneros para su entretenimiento. Todos los domingos por la tarde miembros de las SS obligaban al conjunto a tocar para su disfrute al tiempo que se emborrachaban en una fiesta.
Uno de los soldados se entretenía obligando a la orquesta a tocar repetidamente una melodía mientras los otros prisioneros eran obligados a cantar y bailar sin respirar. Otro superviviente judío recordaba haber escuchado a la misma orquesta acompañar el llanto de los asesinados en la cámara de gas del campo. En ausencia de una orquesta, las tropas podían igualmente ponerse a cantar.
El genocidio, acto social
Genia Demianova, una profesora rusa, fue interrogada, torturada y violada grupalmente en agosto de 1941. Tras la primera agresión, escribió que había oído el rechinar de los copas de cristal mientras sus violadores brindaban: "¡La leona ha sido domada!". Fue entonces cuando otros soldados alemanes se turnaron con Genia, quien perdió la cuenta del número de violadores. Mientras yacía maltratada y ensangrentada en el suelo, escuchó las voces de sus agresores entonando "una sentimental canción de Robert Schumann".
Walter Blume, comandante de los Einsatzgruppen, los famosos escuadrones de la muerte de las SS, era conocido por reunir a sus hombres tras un día de matanzas para cantar juntos en torno a una hoguera.
La mayor masacre de prisioneros en un campo de concentración ocurrió el 3 de noviembre de 1943, en Majdanek. Planeado bajo el celebratorio nombre de "Operación Festival de la Cosecha", los soldados alemanes fusilaron a unos 18.000 hombres, mujeres y niños judíos. Durante las ejecuciones los altavoces del campo emitirían vals vieneses, tangos y marchas militares. Durante un interrogatorio en la posguerra, un policía recordaría haber oído a uno de sus compañeros exclamar: "Es muy agradable disparar con música militar de fondo".
Más tarde, las tropas regresarían a sus cuarteles para una "fiesta salvaje" en la que darían largos tragos de vodka y celebrarían ataviados con uniformes bañados con la sangre de sus víctimas.
En septiembre de 1941, un grupo de guardas alemanes preparaba para ejecutar a 400 hombres, mujeres y niños judíos cerca de la ciudad ucraniana de Curnow. En otro testimonio de posguerra, uno de los guardas describiría la presencia de una banda musical mientras los judíos marchaban hacia su fosa común. "Tocaban muy fuerte", testificaría, "como en un carnaval".
Me encuentro con esto a menudo durante mis investigaciones, asesinatos masivos descritos como carnavales o evocadores de una "atmósfera nupcial". Estos actos atroces como parte de algún tipo de celebración macabra también han sido registrados durante otros genocidios. Tras el genocidio de Ruanda, un Hutu explicó que la matanza era como "un festival" y que recordaba haber celebrado los días de asesinatos con cerveza y una barbacoa junto a sus compañeros. Una superviviente Tutsi describió a los autores de las matanzas cantando en estado de embriaguez mientras cazaban a sus víctimas y participaban en violaciones masivas.
La fusión de alcohol, música y cánticos con el asesinato masivo muestra cómo la violencia fue normalizada (incluso celebrada) por los nazis.
Bajo el régimen nazi, la música y los cánticos forjaban un sentido de comunidad, de camaradería, y un objetivo común. En las cantinas de las unidades, alrededor de las hogueras y en los sitios de exterminio, el uso de la música iba más allá del mero entretenimiento. Era también un instrumento que promovía una causa común y que unía a la gente. A través de los rituales de cántico, bebida y danza, las acciones de los nazis podían ser colectivizadas y normalizadas, facilitando la ejecución de su gran proyecto violento. En última instancia, el genocidio es una empresa social; la música y las canciones, como las filosofías políticas, son parte de los artefactos culturales de cualquier sociedad.
De modo que cuando el asesinato masivo se convierte el principio central de una sociedad, no debería sorprendernos que tales atrocidades se ejecuten con una conmovedora canción, una enardecedora marcha militar o una sentimental melodía de Schummann de fondo.
Autor: Edward B. Westermann, Texas A&M-San Antonio.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.