Todos los países construyen su presente a partir del pasado. Parece una obviedad, pero no lo es tanto. Aquello que llamamos "tradición" no son tanto los usos y costumbres ancestrales que dan continuidad a nuestra identidad como una invención, una serie de mitos construidos para apuntalar una cultura común, un relato colectivo. Así, en la tradición inventada de toda sociedad o nación se entremezclan leyendas y realidades, elementos que han definido históricamente a un pueblo y banalidades como el tiramisú, el postre más reconocido de Italia, símbolo de toda italianidad, y formulado en la década de los sesenta.
Si bien esta idea es válida para todos los países, algunos de ellos han sido particularmente celosos en la protección de sus tradiciones, de sus instituciones culturales sintetizadas hace miles de años. Japón es el mejor ejemplo de ello. El archipiélago aúna un gusto exquisito por lo milenario y por la más radical de las modernidades. Sólo allí es posible toparse con genealogías reales que se remontan más de tres milenios en el tiempo, inalteradas, una absoluta excepción histórica, y con trenes hipertecnológicos capaces de circular a velocidades inalcanzables para el resto.
La mezcolanza de tradición y modernidad ha convertido a Japón en una rara avis, un reducto de particularidades tan celebradas como incomprendidas por el resto de la humanidad. Hay mucho de admiración en el peculiar carácter nipón, muy en especial en materia artesanal. Japón cultiva desde hace siglos técnicas y procesos de fabricación que se han mantenido inalterados con el paso del tiempo, y que han desafiado la lógica de la revolución industrial y la producción en masa. En muchos sentidos, Japón es un vivero de lo especial, de lo no-ordinario.
Influye la diferente sensibilidad estética de la cultura nipona. Como vimos en su momento a cuenta de la fiebre del musgo (grupos de japoneses que acuden a la naturaleza a observar musgo, en toda su gloriosa irrelevancia), Japón tiende a apreciar en mayor grado el carácter irregular de las cosas. Frente a la visión racional y esbelta impresa por la cultura grecorromana en el ojo occidental, el espectador japonés se deleita en lo imperfecto. En lo imperfecto y en lo tradicional, en aquello que siempre se ha hecho así y que no tiene motivos para cambiar. Sólo desde este prisma se puede entender la existencia de Kongō Gumi, la empresa más antigua del mundo.
1.400 años en funcionamiento
Su fundación data del año 578. He aquí un breve muestrario de acontecimientos desarrollados por aquel entonces: el apogeo del Imperio Maya en Mesoamérica, los primeros años de Mahoma en La Meca, el proceso de demolición del Imperio Romano de Occidente a manos de los pueblos germánicos, la expansión del Imperio Bizantino en Mesopotamia, y una de las muchas guerras dinásticas que asolarían China a lo largo de su, ya por entonces, larga historia. El mundo era un lugar muy distinto al que conocemos hoy. Excepto por una peculiar constante.
Kongō Gumi nace al albur de uno de los acontecimientos más determinantes en la historia de Japón: la llegada del budismo al archipiélago. Su introducción data de algunas décadas antes y tuvo un éxito inmediato. El budismo se entremezclaría con el conjunto de creencias populares asimiladas por los japoneses desde hacía milenios, el sintoísmo, y se sintetizaría en una amalgama de ritos, usos y costumbres supervivientes hasta nuestros días. La cuestión es que el budismo se convirtió rápidamente en un objeto de interés y codicia. Causó furor entre las clases acomodadas, incluyendo una figura clave de la historia de Japón, Shōtoku Taishi.
A temprana edad, Taishi encargaría la construcción del primer templo budista de la historia de Japón, Shitennō-ji, hoy aún preservado en Osaka. Dado el carácter novedoso del budismo, existían pocos carpinteros, arquitectos y artesanos capaces de acometer tan compleja edificación. Taishi contrató a un grupo de constructores coreanos ya experimentados en la materia, y de aquel acuerdo surgiría no sólo el bellísimo templo de Shitennō-ji, sino también una de las empresas más exitosas, por longevas, de la historia del ser humano. Kongō Gumi.
Como se explica aquí, Kongō Gumi alcanzaría un éxito inmediato durante los siglos posteriores a su fundación. Sus tareas principales se centrarían en el mantenimiento y en la preservación de Shitennō-ji, fruto también de su riqueza y continuidad, pero la rápida expansión del budismo a lo largo y ancho del archipiélago nipón le abrió otras oportunidades de negocio. La apertura de templos en Hōryū-ji (607) y Koyasan (816) ampliaría sus labores, y la pericia y mano experta de sus trabajadores, fruto de su carácter pionero y del prestigio acumulado, le asegurarían el trabajo por los siglos de los siglos.
Kongō Gumi siguió funcionando durante milenios, en gran medida gracias a una flexibilidad que le condujo a la restauración de edificios civiles, como castillos o residencias. Esa adaptación al medio le permitió superar la prueba de su tiempo de forma permanente.
Tanto que llegaría a nuestros días, atravesando toda suerte de obstáculos. Tras un largo periodo de esplendor bajo el shogunato Tokugawa, una suerte de gobierno militar en el que Japón se cerró al exterior durante más de dos siglos, Kongō Gumi afrontaría tiempos difíciles a mediados del siglo XIX. Las reformas emprendidas por la dinastía Meiji con objeto de modernizar Japón encontrarían un blanco predilecto en la práctica del budismo. Los gobernantes nipones favorecieron un regreso a las raíces del sintoísmo, la auténtica religión practicada desde tiempos inmemoriales en el archipiélago, que motivó la destrucción y el cierre de centenares de templos. Kongō Gumi, pese a todo, seguiría en pie.
La caída y la resurrección
Lo haría también durante los turbulentos años veinte, tras la Segunda Guerra Mundial y a lo largo de las décadas milagrosas que permitirían a Japón convertirse en la segunda economía del planeta, meca de la tecnología del siglo XX, pese a la rendición absoluta durante la contienda. En todo este periodo, culminando más de 1.400 años de historia, Kongō Gumi permanecería fiel a sus raíces. Sus prácticas artesanales apenas se habrían modificado desde su nacimiento. El mantenimiento y la construcción de nuevos templos se realizaría tratando la madera manualmente, siguiendo las técnicas de antaño. Un negocio quizá condenado en otros lugares, pero no en Japón: en 2004 facturaba $60 millones anuales.
Haciendo templos.
Un hito, pero uno condenado al fracaso. Kongō Gumi comenzó a tener problemas económicos al compás de la burbuja inmobiliaria y financiera que envenenó a Japón durante la década de los ochenta. La compañía generaba beneficios, pero no los suficientes como para hacer frente a sus facturas. Como tantas otras empresas en Japón, incurrió en una gigantesca deuda, fruto de las erráticas políticas del banco central nipón. En 1989 la economía japonesa saltó por los aires. Miles de empresas, Kongō Gumi incluida, observaron impotentes cómo sus préstamos se transformaban en cargas insostenibles.
Kongō Gumi sobrevivió a la terrible década perdida de la economía japonesa, pero afrontó sus últimos años de vida durante los primeros años del siglo XXI. En 2006, tras haber superado infinidad de conflictos bélicos, las políticas revisionistas del periodo Meiji y la detonación de dos bombas nucleares, la empresa más antigua aún en funcionamiento cerraba sus puertas a causa de la deuda, la dopamina a la que Japón se había enganchado sin remedio durante los años finales del siglo XX. Técnicamente, su larga aventura terminó allí. 1.428 años después de que unos carpinteros coreanas construyeran su primer templo budista.
En la práctica, Kongō Gumi siguió funcionando gracias a Takamatsu Construction Group, emporio constructor y dueño de más de una veintena de compañías japonesas. Takamatsu regularizó las cuentas de Kongō Gumi y aportó la estabilidad financiera suficiente para que la empresa, por aquel entonces ya una institución nacional, continuara con su actividad. Hoy Kongō Gumi, rebautizada como Kongo-Gumi Engineering, opera bajo el paragüas de Takamatsu y se ha especializado en el mantenimiento de los tradicionales templos y pagodas budistas. Sus ingenieros, desde el taller, supervisan y actualizan la estructura de madera construida por su misma empresa siglos atrás.
Pese a la quiebra, Kongō Gumi sigue siendo la empresa en activo más antigua de planeta.
Ilustra el singular carácter de Japón que las otras cuatro compañías cuya existencia se remonta más atrás en el tiempo también operen en el archipiélago nipón. Hasta tres hoteles suceden a Kongō Gumi en el listado: Nishiyama Onsen Keiunkan, fundado en el 705; Koman, abierto en el 717; y Hōshi Ryokan, en funcionamiento desde el 718. La quinta es Genda Shigyō, manufacturera de papel ceremonial (empleado en eventos protocolarios de alta etiqueta e importancia) dedicada a sus labores desde el año 771. Ejemplos todas ellas del estrecho vínculo entre la identidad japonesa y la tradición, no sólo la inventada, sino también la real, la trazable a lo largo de los siglos.
Instituciones que, como una monarquía que ha sobrevivido a 3.000 años de historia, se resisten a morir. En gran medida por el carácter familiar de la mayor parte de negociados y compañías japonesas, un ecosistema cerrado de herencia directa que ha contribuido a su preservación frente a injerencias externas. Pero también porque con ellas moriría un pedazo de Japón.