Tres milenios comiendo queso: el sorprendente papel del lácteo en la evolución humana

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Una masa sólida y blanca ha sido encontrada en una tinaja rota en una tumba del antiguo Egipto y ha resultado ser la muestra más antigua del mundo de un queso sólido.

Probablemente elaborado en su mayor parte a base de leche de oveja o de cabra, este queso fue encontrado hace varios años por los arqueólogos en la antigua tumba de Ptahmes, un alto funcionario egipcio. La sustancia hallada se pudo reconocer tras una identificación biomolecular de sus proteínas por parte del equipo arqueológico.

Este hallazgo de 3.200 años de antigüedad es apasionante porque demuestra que los antiguos egipcios compartían nuestro amor por el queso hasta el punto de que lo utilizaban como ofrenda funeraria. Pero no solo eso, también cuadra con las investigaciones arqueológicas sobre la importancia de los productos lácteos en el desarrollo de la dieta humana en Europa.

Los productos lácteos en la dieta

Cerca de dos tercios de la población mundial es intolerante a la lactosa, por lo que, aunque los productos lácteos sean una parte cotidiana para muchas personas de Europa, el norte de la India y América del Norte, beber leche en edad adulta solo ha sido posible desde la Edad de Bronze, o lo que es lo mismo, durante los últimos 4.500 años.

Durante la mayor parte de la historia, los adultos dejaban de digerir la leche tras la infancia, al igual que ocurre con las personas intolerantes a la lactosa hoy en día. Tras el destete, las personas con intolerancia a la lactosa dejan de producir lactasa, una enzima necesaria para convertir el azúcar de la lactosa de la leche fresca en compuestos que puedan ser de fácil digestión. Las personas con intolerancia a la lactosa sufren síntomas molestos si consumen productos lácteos de forma habitual, como pueden ser la hinchazón, flatulencias y diarrea.

Varios análisis de ADN en esqueletos humanos prehistóricos procedentes de diferentes lugares de Europa sitúan las primeras apariciones del gen de la lactosa (LCT) (que permite que los adultos sigan produciendo lactosa) en torno al año 2.500 a.C. Sin embargo existen muchas pruebas que demuestran que ya se consumía leche en Neolítico (6.000-2.500 a.C. en Europa).

Queso 2 Queso sí, gracias. (Agence Producteurs Locaux Damien Kühn/Unsplash)

No se trata de algo sorprendente, puesto que el Neolítico marca el comienzo de la agricultura en la mayor parte de las regiones de Europa, siendo la primera vez que los humanos conviven con animales. Aunque no pudieran digerir la leche, sabemos que los pueblos del Neolítico elaboraban productos a partir de la leche que pudieran consumir.

Evidencia arqueológica

Gracias a una técnica conocida como "análisis de lípidos" podemos analizar las capas de la alfarería antigua e identificar las grasas que han sido absorbidas por la arcilla. A partir de ahí los arqueólogos pueden descubrir qué alimentos habían sido cocinados o procesados en su interior.

Aunque todavía no es posible identificar de qué animal son las grasas encontradas, se pueden distinguir grasas procedentes de productos lácteos. También es difícil determinar que técnicas se empleaban para elaborar los productos lácteos aptos para el consumo, siendo muchas las opciones. La leche fermentada, por ejemplo, convierte la lactosa en ácido láctico. El queso es bajo en lactosa porque para su elaboración es necesario separar la cuajada (con la que se hace el queso) del suero, que es donde permanece la mayor parte de la lactosa.

En unos coladores de arcilla en Polonia, parecidos a los coladores de queso modernos, se han encontrado lípidos lácteos en los poros de la arcilla, lo que sugiere que se utilizaban para separar la cuajada del suero. Se desconoce si se consumía esta cuajada o si se intentaba preservarla de alguna forma elaborando un queso más duro. Nuestros antepasados también podían fermentar la leche, pero según la tecnología actual al alcance de los arqueólogos es muy difícil saber si lo hacían.

Elaboración de queso a la antigua

La ciencia de la bioarqueología nos ha aportado este fantástico detalle sobre la dieta del Neolítico, pero la arqueología experimental puede explorar las diferentes posibilidades.

Hemos elaborado queso utilizando los utensilios, plantas y técnicas disponibles en el Neolítico. El objetivo de los experimentos no es recrear los quesos antiguos con fidelidad, sino empezar a entender algunas de las decisiones disponibles para los primeros productores de quesos y estos experimentos nos han dado resultados interesantes. Utilizando estas técnicas antiguas hemos descubierto que era posible utilizar un gran número de formas para cuajar la leche y que cada una produciría diferentes formas, sabores y cantidades de queso.

Queso3 Dale las gracias a tus antepasados. (Myrabella/Commons)

Este tipo de conocimientos especializados podrían coincidir con la propagación de la fundición en bronce a finales del Neolítico. Puede que los productos lácteos hubieran tenido un estatus especial entre los alimentos. Por ejemplo, en la parte reservada para banquetes de Durrington Walls, no muy lejos de Stonehenge y procedente también del Neolítico, se encontraron restos de productos lácteos en un tipo concreto de recipiente y concentrados en la zona alrededor de un círculo de madera, un tipo de monumento de finales del Neolítico.

Sin embargo, a partir de la Edad de Bronce la tolerancia a la lactosa ofrecía una ventaja a aquellas personas que podían transmitírsela a sus descendientes. Esta ventaja no se debía solamente a la capacidad de poder consumir más calorías y nutrientes, sino por el estatus especial que podían haber tenido los productos lácteos. El desarrollo de esta adaptación biológica a la leche fresca tuvo lugar después de que los humanos hubieran encontrado formas seguras de incluir productos lácteos en sus dietas.

Esto demuestra que los humanos no solamente son capaces de manipular alimentos para hacerlos comestibles, sino que lo que consumimos también puede hacer que nuestra biología se adapte de nuevas maneras.

The Conversation

Autor: Penny Bickle, profesora de Arqueología, Universidad de York.

Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.

Traducido por Silvestre Urbón.

Una versión anterior de este artículo fue publicada en septiembre de 2018.

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