Qué ha quedado de la cultura Napster en el internet y la sociedad de hoy

Qué ha quedado de la cultura Napster en el internet y la sociedad de hoy
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Yo fui uno de esos 70 millones. Armado con un módem (¿128, 256 kbps? Ya ni lo recuerdo) y con mi Pentium III surfeaba por aquella aún tímida internet cuando alguien me habló de aquel invento que era fácil reconocer por su logo, pero que pronto también se convertiría en la revolución del mundo de la música. Ups, que me quedo corto. La revolución de Napster comenzaría allí, pero sus efectos colaterales serían mucho más profundos.

La genial idea partió de un joven llamado Shawn Fanning, que debía estar algo aburrido y comenzó a crear una aplicación que permitiría intercambiar archivos de música entre usuarios de todo el mundo. Aquel fue el comienzo de la filosofía P2P, un concepto que descentralizaba la distribución y que acabaría teniendo un impacto absoluto en diversos ámbitos de la cultura y la industria a partir de entonces.

Viejos modelos, nuevos modelos

A las discográficas se les acababa el chollo. Durante décadas habían gozado de un modelo de negocio que les permitía enriquecerse gracias a ese control absoluto de la distribución. Si uno quería escuchar esa canción de su grupo o artista preferido tenía que gastarse las 3.000 pelas -seguimos en la época pre-euro, me temo- que costaba el disco de vinilo, la cinta (argh) o el CD correspondiente.

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Shawn Fanning, creador de Napster, sentó las bases de la filosofía P2P.

¿Qué permitía eso? Que normalmente la mayoría de grupos y artistas crearan una rutina descafeinada, en la que normalmente más de la mitad de las canciones de un CD -y eso en el mejor de los casos- eran puro relleno. Era el todo o la nada, y lo del top manta y la filosofía P2P parecía quedar muy lejos. Algunos sacaron cierto partido de aquellas dobles pletinas con las que grabar sus propias cintas de mezclas -primero de la radio, luego desde CDs-, pero aquello era un pecadillo demasiado poco importante como para amenazar el papel de las discográficas.

Y entonces llegó Shawn Fanning, que además tuvo la suerte de rodearse de programadores con talento -como Ali Aydar o Jordan Ritter- y de amigos con mucha visión para los negocios -Sean Parker, al que conocía desde los 14 años-. Aquella idea inicial y casi utópica se convirtió en un servicio muy real en junio de 1999, y en apenas un año el fenómeno se desató. Más de 70 millones de usuarios utilizaban Napster en su momento álgido en febrero de 2001, pero obviamente aquel fenómeno no pasó desapercibido para la industria de la música, que despertó de su letargo para iniciar el ataque contra un modelo que lógicamente amenazaba su futuro. El daño, no obstante, ya estaba hecho.

Dio igual que se desatase la polémica entre algunos grupos y artistas musicales -con Metallica a la cabeza, y con un Dr. Dre al que aún le quedaban unos años para hacerse famoso, pero no por sus canciones-. Dio igual que la RIAA proclamase que aquel servicio era ilegal y persiguiese a usuarios como vosotros o como yo y repartiese multas a diestro y siniestro. Los consumidores se dieron cuenta de algo que la industria ya sabía desde hace años. El modelo de la industria discográfica era un chollo para esas empresas y artistas, y una castaña para los usuarios.

Lo que no quiere decir, desde luego, que el otro extremo no fuera igualmente peligroso. De repente el mundo entero descubrió cómo lograr gratis lo que antes costaba dinero. Napster, aquel cliente que inició la revolución P2P -con el permiso de Audiogalaxy, otra de las leyendas de aquella época- haría correr ríos de tinta sobre lo que esta filosofía implicaba para el futuro de la industria musical. Curiosamente casi nadie la tuvo en cuenta para el resto de industrias existentes.

Y es que, como decíamos, dio igual que las demandas legales y la presión de la industria acabaran con aquella concepción inicial de Napster. A rey muerto, como suele decirse, rey puesto. A Napster le sucederían otros muchos clientes P2P como KaZaA, Grokster, Morpheus, o Gnutella, y esos clientes pronto demostraron que las redes P2P eran válidas no solo para el intercambio de archivos de audio, sino también de películas. El éxito de eDonkey2000 y de su sucesor, eMule -que 13 años después sigue vivito y coleando- fue asombroso, aunque tanto estos como el resto de los contendientes en el mercado P2P siguieron manteniendo una batalla constante -y lógica- con la RIAA o la MPAA en Estados Unidos, y con otras asociaciones de protección de los derechos de autor en otros países.

La industria claudica: primero iTunes, luego Spotify

La amenaza por parte de los servicios P2P era tal que yo diría que hasta las discográficas acabaron viendo con buenos ojos la llegada de la iTunes Store (al principio, iTunes Music Store) en abril de 2003. Aquella tienda de música era la menos mala de todas las opciones que le quedaban a una industria de la música que dejó de controlar por primera vez en toda su historia la clave de todo su negocio: el canal de distribución.

Spotify P2p

En la iTunes Store los usuarios podían comprar de forma digital no solo los álbumes de sus artistas y grupos favoritos, sino también, atención, canciones individuales. Ya no era necesario adquirir un disco del que solo nos interesaba un tema, toda una revolución a la que Apple supo sacar un gran partido. Lo hizo dos años después del lanzamiento de la primera de sus grandes disrupciones en la década pasada, el iPod, y la combinación de estos reproductores con la iTunes Store resultó convertir a Apple de la noche a la mañana en un enemigo al que inevitablemente todas las grandes discográficas -y posteriormente, muchas pequeñas- tuvieron que unirse.

Más tarde llegaría la otra gran revolución para el consumo de contenidos musicales: el streaming de audio llevaba años disponible cuando una pequeña firma sueca lanzó su servicio en octubre de 2008. Spotify inició su andadura como un canto -y nunca mejor dicho- al "todo gratis", pero en abril de 2011 anunciaron un cambio drástico en su política de prestación del servicio, y planteaban un servicio básico con unas cuantas horas mensuales para usuarios que no pagaban, y una versión premium de pago con acceso ilimitado a su catálogo.

Aquel modelo, que luego siguieron otras muchas con mayor o menor acierto y éxito, ha evolucionado hasta nuestros días y se ha adaptado a nuevos formatos como el de los imparables smartphones, pero en esencia el concepto persiste: uno puede escuchar lo que quiera donde quiera por una módica cantidad de dinero al mes sin que sea necesaria la descarga en local de esas pistas de audio. Las radios a medida llegaban a todos los usuarios y provocaban un efecto análogo en la iTunes Store y sus competidores al que éstos últimos tuvieron sobre la venta de CDs o vinilos. Los nuevos modelos de negocio canibalizaban a los viejos. El streaming es cada vez una parte más importante de esa tarta de la industria de la música, y lo que estos servicios ganan lo pierden tanto las descargas por compra (iTunes Store) como los ya casi venerables CDs.

Y eso sin mencionar el papel que servicios como YouTube han tenido en el consumo de música, que han terminado de demostrar que el negocio tradicional es muy distinto del que existe hoy en día. Cualquier persona con un instrumento (o sin él), un ordenador y acceso a Internet es capaz de producir pistas musicales de gran éxito. Los talentos que antes eran controlados por agencias y discográficas ahora salen a la luz de forma autónoma, y logran su éxito en gran parte gracias a las redes sociales.

Un ejemplo: Macklemore y Ryan Lewis, cuyas canciones se han convertido en éxitos arrolladores, y que han logrado iniciar su andadura como artistas independientes. Cierto que a posteriori acabaron contratando los servicios de una firma para impulsar ese éxito de forma definitiva -al final la radio suele ser decisiva para aupar a los artistas- pero su trascendencia revela el cambio de un modelo al que las discográficas tratan de adaptarse a toda prisa.

Ese modelo, por cierto, también ha cambiado la distribución de la riqueza que generaba el negocio. Los artistas y las discográficas ya no pueden disfrutar de esa era dorada que acabó con el cambio de milenio, y desde entonces sus márgenes se han estrechado, algo que explican en un artículo reciente en The New York Times en el que también tienen un pequeño documental de 12 minutos analizando esa relevancia que Napster tuvo en el mercado.

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La bajada de ventas de CDs o de descargas de canciones y álbumes ha hecho que el streaming sea por volumen el modelo más popular entre los usuarios, pero los beneficios e ingresos para esos artistas no son -al menos de momento- comparables a los que recibían antaño. Eso ha causado las primeras bajas de servicios como Spotify, con casos especialmente célebres como el de la reciente desaparición de su catálogo de la obra de Taylor Swift.

BitTorrent y las gotas que colman los vasos

Pero nos estamos desviando ligeramente del tema: la industria musical ha tenido que adaptarse a esta nueva realidad, algo que hubiera pasado tarde o temprano pero que se precipitó tras la aparición de Napster. Pero la cultura Napster no se quedaría ahí, y a esos clientes más o menos capaces les superaría de forma aplastante un desarrollo que sacaría a la luz un joven de tan solo 26 años en abril de 2001. El nombre de su creación: BitTorrent.

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Bram Cohen probablemente no tenía ni idea de la dimensión que cobraría no ya su cliente original, sino más bien el protocolo que permitía hacer de forma efectiva algo que parecía casi imposible: descentralizar el intercambio y la compartición de todo tipo de contenidos, haciendo que cada usuario se convirtiese en fuente y destino no de ficheros completos, sino de pequeños pedazos de esos ficheros que el protocolo y el cliente iban recomponiendo a medida que más y más de esos pedazos iban llegando.

BitTorrent se convirtió desde sus inicios en otra de las pesadillas a las que se enfrentaban los organismos protectores del modelo tradicional, y aunque el protocolo BitTorrent también se ha usado para contenidos de audio, es en los contenidos de vídeo -series, películas- donde más se ha extendido su uso. Su relevancia es tal que es uno de los protocolos que más tráfico de Internet generan tanto en el canal ascendente (upstream) como en el descargas (downstream). Según la consultora Paloalto Networks, del 6% del ancho de banda global dedicado a la compartición de ficheros, un 3,35% está dedicado a BitTorrent. En otro estudio relacionado de Sandvine, el uso depende mucho de la región de la que hablemos, y en los últimos meses parece que es especialmente popular en Europa y no tanto en Estados Unidos, donde a finales de 2013 había pasado del 20% de cuota de tráfico de Internet allí a un 7%.

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Servicios más utilizados en Internet en Europa desde líneas fijas. Fuente: Sandvine.

Esas cifras de Sandvine confirman esa variabilidad según la región del globo en la que se estudien esos datos, y mientras que en Estados Unidos y Europa YouTube, la navegación web HTTP y Facebook son protagonistas (en Estados Unidos es espectacular la relevancia de Netflix), en Asia las cosas cambian de forma drástica.

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La popularidad del llamado peercasting es asombrosa, con servicios como QVoD o PPStream conquistando buena parte del tráfico, pero es que aquí el protagonista absoluto es BitTorrent, con un 26,95% de cuota de tráfico agregado debido BitTorrent, incluso por encima del gigante YouTube. En esta consultora creen que BitTorrent acabará dejando de tener tanta relevancia gracias a los "servicios de entretenimiento en tiempo real" que poco a poco van teniendo más suscriptores allí, pero aún así esa cuota actual es impresionante.

El éxito de BitTorrent ha ido de la mano del auge de las series en Internet, que a menudo no se pueden seguir desde países fuera de Estados Unidos de forma cómoda. Eso ha provocado que muchos usuarios escojan el acceso a trackers BitTorrent y buscadores para lograr acceso inmediato (o casi) a los nuevos episodios de esas series. Esa misma opción está habilitada para otros muchos contenidos como películas, por ejemplo, y ha habido en estos últimos meses un protagonista de excepción en el uso de BitTorrent como ejemplo de lo bien que puede funcionar para la distribución de contenidos.

Ese protagonista no es otro que Popcorn Time, un desarrollo disponible para varias plataformas que desde que apareció demostró lo bien que se podrían hacer las cosas por parte de una industria que sigue defendiendo su modelo de negocio tradicional. ¿Os suena, verdad? Ocurrió en el segmento de la música, está ocurriendo en el de los libros, y acabará ocurriendo en el de las películas y series de televisión, que solo ahora está comenzando a adaptarse tras el éxito de servicios como Netflix (cada vez más gigante) en Estados Unidos.

Este protocolo descentralizado ha demostrado también tener utilidad en muchos otros escenarios: Facebook y Twitter lo utilizan para distribuir actualizaciones entre sus servidores, y la propia BitTorrent Inc. que gestiona el desarrollo ha comenzado a llegar a tímidos acuerdos con Hollywood para poder distribuir contenidos utilizando esa tecnología. La adopción comercial es no obstante mucho más lenta de lo que sería deseable, pero esas industrias tradicionales de contenido parecen haber entendido que o se adaptan, o tendrán un futuro muy, muy negro. Pero es que no solo son contenidos: la cultura Napster ha llegado a ámbitos que jamás hubiéramos imaginado.

Uber o Airbnb, cultura P2P y la mentira de la "economía colaborativa"

En cierto sentido BitTorrent y el resto de servicios P2P que han aparecido a lo largo de la historia de la tecnología no eran más que una forma de aprovechar recursos infrautilizados. En este caso, nuestros contenidos, que podíamos compartir o disfrutar de forma más cómoda y rápida gracias a la distribución de esos contenidos en miles (¿millones?) de nodos descentralizados.

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Ese mismo concepto ha acabado siendo compartido por nuevos servicios como Uber o Airbnb que presumen de ser un referente de la nueva "economía colaborativa". El nombre tiene miga, desde luego, porque lo de colaborativa es un eufemismo que permite a esas empresas que se postulan como intermediarias ganar un dineral a base de pequeñas comisiones. En estos dos casos el problema no es el concepto, brillante en sí y que permite que en efecto se aprovechen recursos infrautilizados -una segunda vivienda, un coche que mueves de A a B y que puedes compartir con otra persona-. El problema es que la regulación se ha quedado obsoleta y sigue sin poder afrontar estos nuevos casos de uso.

Hasta que lo haga, Uber y Airbnb serán servicios que en muchos países traspasan la barrera de la legalidad y que de hecho han tenido numerosos problemas en muchas regiones del mapa. Uber ha sido prohibido en nuestro país recientemente, por ejemplo, pero eso no impide que podamos identificar este modelo de negocio con ese aprovechamiento de recursos infrautilizados para sacarles todo el partido económico y funcional posible.

Esos modelos económicos se basan también en sistemas muy relacionados con esa cultura P2P. Sigue habiendo cierta centralización, sí. En el caso de Uber, su aplicación y sus servidores son pilar fundamental del funcionamiento del servicio para conductores y para usuarios, pero se defiende esa economía de extremo a extremo.

Mucho más evidentes son otros ejemplos también muy interesantes en los últimos tiempos como Bitcoin. La criptomoneda más famosa del mundo -algo de capa caída tras un 2014 en el que perdió buena parte de su valor- se puede considerar como la primera moneda digital descentralizada de la historia. La cultura P2P se ha extendido a todo tipo de procesos sociales y como explican en la Wikipedia esta filosofía "está basada en la equipotencia asumida de sus participantes, organizados a través de la libre cooperación de iguales a la hora de obtener rendimiento de una tarea común para la creación de un bien común, con fórmulas de toma de decisiones y autonomía que están ampliamente distribuidas a lo largo de toda la red". La definición es aplicable a diversos procesos y escenarios, y van desde la educación a la banca, la producción o el alquiler de servicios y bienes del que hablábamos al mencionar a Uber o Airbnb.

Shawn Fanning debería estar orgulloso. Menudo invento fue Napster, amigo.

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