Creemos que con apagar el móvil nos bastará para desconectar. Que con silenciar las notificaciones de las apps en el curro cuando fichamos ya estamos totalmente limpios. Nada más lejos de la realidad.
Nuestra capacidad cognitiva puede verse afectada por el mero hecho de ver el teléfono a medio metro de distancia. Más aún: podemos sentirlo estando apagado. No, no intentamos hacer un chiste con el Profesor Xavier, ojalá: nuestros hábitos de consumo nos han acostumbrado a que percibamos el smartphone como una parte más de nosotros mismos.
TQM, el elemento desencadenante
Antes de ponernos tremendistas conviene dejar algo claro: si nos comunicamos es porque queremos formar parte de alguien. Somos animales sociales y gracias a ello hemos medrado, gracias a nuestra curiosidad innata, nuestra empatía; el favor de la voluntad.
Los últimos lanzamientos en telefonía del mercado actual han propiciado este escenario: ¿para qué si no querríamos doble cámara o ese gran angular en la cámara frontal que incorpora el LG G6? ¿Por qué compramos cada año terminales con una relación de aspecto más panorámica?
Nos gusta inmortalizar recuerdos, nos gusta mantener actualizado Instagram y nos gusta tener una pantalla cómoda, amplia, para ver y dejarnos ver. Disfrutamos del HDR o del QuadHD+ FullVision porque simplemente nos hace vernos mejor: ganamos en seguridad. Y ya vendrán Facebook o Google cada cierto tiempo a tirarnos de la oreja apelando a la nostalgia.
Desde aquellos primeros SMS con doble pitido y limitados a 160 caracteres hasta las interminables cadenas de memes, ¿quién querría privarse de estas herramientas? De hecho, nos produce agresividad el punto y aparte porque es interpretado como el final de un diálogo, como un deseo de «cortar comunicación».
Pero todo tiene un precio. Nuestros recursos cognitivos son limitados. Mola sentirse validado, pero cuando concentramos risas y llantos en torno al móvil, hay una parte que estamos sacrificando. Lo dicen un puñado de estudios.
El precio cognitivo del amor (social)
Hablemos de uno de esos estudios. En el primer experimento se le pidió a 520 personas que dejaran sus móviles en modo silencio y unos los colocaran boca abajo, otros en sus bolsillos o bolsos y otros en una habitación distinta. Tras esto, se les sometió a una serie de pruebas con intención de medir la capacidad cognitiva «disponible».
Quienes dejaron el móvil fuera de la habitación superaron las pruebas con resultados por encima de aquellos que guardaron sus teléfonos en el bolsillo
Estas pruebas no eran sino unos ‘Raven’s Progressive Matrices’, psicotécnicos propios de ordenanza de instituto. Bien: los que dejaron el móvil fuera de la habitación superaron las pruebas con resultados por encima de aquellos que guardaron sus teléfonos en el bolsillo. Y mejor aún que quienes dejaron el smartphone sobre la mesa.
Un segundo experimento sometió a 275 personas y se les pidió algo idéntico, con un añadido en el proceso: unos pocos tendrían que apagar por completo el teléfono. La investigación científica resolvió que no importaba que estuviese encendido o apagado. Seguía ejerciendo «influencia» sobre aquellos que podían verlo. Era algo tangible, estaba ahí, como en cualquier otro momento de nuestra vida cotidiana.
Ahora viene la parte importante: esa atención que prestamos al gadget nos limita. En primer lugar distrae nuestra capacidad de trabajo, aquello que entendemos por agilidad mental —esencialmente, nuestra inteligencia fluida funcional, afectando al razonamiento y cristalización de recuerdos—, redundando sobre nuestra memoria MCP (a corto plazo). Diríase que los pensamientos dedicados al teléfono son como una capa de cera, una película fina que recubre esa agilidad natural.
Los participantes asumieron que el terminal no ejerció la menor influencia durante el desempeño de las pruebas. «Nada», según un 75,9%; «ni ayudó ni perjudicó», según un 85,6%. Este contraste entre lo que está sucediendo frente a lo que se está percibiendo se denomina habituación. Y viene de lejos.
Síndrome de la vibración fantasma
Un cosquilleo en la pantorrilla. Un familiar bzzt-bzzt que oímos o sentimos. Nos alerta, nos emociona. Desbloqueamos el móvil y no hay nada: ningún aviso, ningún correo. La ansiedad deriva en decepción. Pero también en miedo: ¿nos estamos volviendo locos? No exactamente.
El síndrome de la vibración fantasma existe. Vibranxiety según los anglosajones. Un 68% de las personas encuestadas y, de ellas, un 87% las percibe semanalmente. Otro 13% diariamente. Otros informes van más allá y aseveran que hasta el 80% de los dueños de teléfonos inteligentes ha sentido que el móvil vibraba sin ser cierto —y un 30% escuchaba sonidos de llamada sin recibir llamada alguna—.
Como decíamos anteriormente, la habituación existe: es la razón por la que no estamos percibiendo un sonido u olor con la misma intensidad todo el rato, ya sean esas obras al lado de casa durante el primer día frente al tercero, o la misma percepción de llevar puesta ropa.
En su libro iDisorder, decía Larry Rosen, profesor de Psicología por la California State University, que todo cambio sobre el cerebro en nuestra capacidad de procesar información —y no percibir o percibir en exceso aquello que nos rodea— se puede considerar un trastorno. Y este trastorno puede convertirse en patología, cuando el estrés, el insomnio o una necesidad compulsiva de consultar el móvil se prolonga a través del tiempo.
Y este trastorno puede convertirse en patología, cuando el estrés, el insomnio o una necesidad compulsiva de consultar el móvil se prolonga a través del tiempo
Algo con lo que coincidía el autor de ‘Mind Hacks’ Tom Stafford, profesor de Psicología y Ciencias Cognitivas (Universidad de Sheffield, Reino Unido). Es algo que en psicología se conoce como teoría de detección de señal (TDS), ese momento donde no somos capaces de distinguir entre señal y ruido, cuando nuestros juicios perceptivos fallan. Ante un estímulo hay cuatro posibilidades: estímulo-interpretación, no estímulo-interpretación positiva, estímulo-no interpretación y no estímulo-no interpretación.
Pero que nadie se lleve las manos a la cabeza: la vibración fantasma es una reacción relativamente natural —y positiva, según algunos antropólogos sociales—: actúa igual que una alarma detectora de humos y puede ayudarnos a evitar un robo o responder más eficazmente a una llamada de auxilio.
Dopamina para todos
Para explicar por qué nuestro cerebro saliva impaciente ante nuevas alertas hay que remontarse a un par de pasos atrás en las funciones básicas del cerebro.
La dopamina es un neurotransmisor, un aceite que activa cinco tipos de receptores celulares y una neurohormona implicada en el sistema de recompensa del cerebro —porque afecta a la regulación del movimiento, las emociones y las motivaciones—. Claro, el cerebro se siente bien: se produce una retroalimentación positiva.
Nos encanta formar parte de círculos sociales, ser alguien dentro del espectro emocional de alguien
Nos encanta formar parte de círculos sociales, ser alguien dentro del espectro emocional de alguien. Copamos entre el 30% y el 40% de las conversaciones a hablar de nosotros mismos. En redes sociales, esta cifra se dispara hasta el 70-80%. Aunque si preguntas a cualquiera te dirá que lo hace para estar conectado con otros, no con ellos mismos.
En realidad los datos no sugieren una contradicción, sino una realidad dolorosa: por un lado sentimos miedo a perdernos algo —del inglés FOMO, Fear of Missing Out—, nuestra forma moderna de decir que no queremos sentirnos excluidos de los círculos de debate. ¿Recuerdas ese sentimiento de superioridad cuando tú ya estabas harto de ver un meme en Reddit o de escuchar en Gangnam Style y todavía no había llegado a tu pueblo? Eso es porque estás en la onda; el FOMO es lo contrario.
Con cada mensaje creamos una expectativa, generamos un sentido de pertenencia y reforzamos nuestra autoestima a través de eso tan bonito que nos enseñaron en la guardería llamado «compartir». Y las redes sociales disparan los niveles de dopamina.
El ‘like’ de Facebook o el corazoncito de Twitter generan un estímulo positivo. Por esta razón son cada vez más visuales y por esto mismo cada día lo sentimos más banalizado: más breve, más ligero, el cuerpo nos pide más cantidad. Nuestro cerebro social es voraz, y se acostumbra rápidamente a lo bueno. Al menos tenemos magníficas herramientas para alimentarlo: depende de nosotros mismos marcar ese límite, cercar la influencia.
Un smartphone no es únicamente un objeto para comunicarnos. Ya no. Es una herramienta para la presencia social, una oportunidad para aprender, un objeto de consulta instantáneo. El usuario puede exponerse a escala global, mejorar su posicionamiento, encontrar mejores empleos, desarrollar negocios que antes eran imposibles o simplemente componer una canción a pachas con un montón de colegas viviendo desde cualquier rincón del planeta.
Los smartphones no son, en caso alguno, el problema. El problema es abusar de ellos
Es fácil demonizar el smartphone, pero estamos abarcando este posicionamiento desde una perspectiva un tanto privada. Pensemos en los invidentes: Guillermo Hermida, director del CIDAT, sentenciaba que cerca del 80% de las tareas son facilitadas por los terminales móviles. Antes no podías leer según qué cosas; ahora el móvil te lo lee. Y no olvidemos gadgets como DOT. Ni todos esos wearables que pueden salvar vidas ante un ataque cardíaco, un hurto, o un secuestro.
Los smartphones no son, en caso alguno, el problema. El problema es abusar de ellos, convertirlos en apéndices tecnológicos sobre los que subordinar esa brillante capacidad de pensar que nos ha convertido en la especie más inteligente del planeta.