Septiembre de 2015 debía suponer un punto de no retorno. Entonces, la agencia medioambiental estadounidense desveló que Volkswagen había estado falsificando los niveles de emisiones de sus vehículos diésel durante seis años. En total, más de once millones de coches habían salido la mercado cumpliendo con las cada día más estrictas regulaciones ambientales de los gobiernos mundiales, pero sobrepasándolas en la práctica. El escándalo, con lógica, supuso un terremoto.
Tres años después poco parece haber cambiado.
Le toca a Nissan. Al menos si atendemos a la catarata incesante de grandes fabricantes implicados en escándalos semejantes. El último en sumarse a la lista ha sido Nissan: hoy mismo se ha visto obligado a reconocer que un número indeterminado de sus modelos incurrían en los mismos ardides ya conocidos dentro de la industria. En los controles teóricos las emisiones quedaban por debajo del umbral establecido, pero en la práctica, en las calles, los superaban ampliamente.
Sucedió en 2017. Nissan ha llegado a tal conclusión conminada por las autoridades japonesas a diversas inspecciones durante el pasado otoño. Según el fabricante, asociado en Europa a Renault, el fraude sólo se produjo en fábricas niponas y en el mercado nacional (es decir, no afectó a los coches exportados la resto del planeta). Nissan ha delegado la responsabilidad de las falsificaciones a un grupo reducido de empleados repartidos a lo largo de cinco puntos de fabricación.
En total, más de 1.100 vehículos salieron al mercado de forma fraudulenta (el modelo más afectado, al parecer, es el deportivo GT-R).
Persistencia. El esquema fraudulento era familiar: o bien los resultados se trucaban artificialmente modificando las condiciones ambientales en las que se realizaban las pruebas (temperatura, humedad, etcétera) o bien se modificaban directamente sobre el papel. Es el mismo procedimiento empleado por Volkswagen durante años. Nissan admite que las malas prácticas se remontan a 2013, por lo que ha pasado alrededor de dos años trucando sus emisiones pese al escándalo Dieselgate.
Una plaga. Tal ejemplo ilustra hasta qué punto el fraude se ha extendido dentro de la industria automovilística, y cómo ha continuado ahí pese a la defenestración pública de Volkswagen. Alemania ha concentrado la mayor parte de los casos: Audi, por ejemplo, ha tenido que revisar casi un millón de modelos diésel que tampoco cumplían con los estándares de emisiones marcados por la Unión Europea. Hace escasos meses se vio obligada a retirar aldedor de 60.000 A6 y A7.
El año pasado las autoridades francesas denunciaron idénticas prácticas por parte de Renault. Se sumaron Honda, Mazda, Mitsubishi y Mercedes. A día de hoy la cuestión es quién será el siguiente.
Un escándalo transversal. Más allás de las gravosas consecuencias que el fraude tiene en nuestra salud, el escándalo está dilapidando la imagen pública de la industria del coche. El CEO de Audi era detenido y encarcelado por las autoridades alemanas este mismo mes; Martin Winterkorn, CEO de Volkswagen durante los fraudes, se ha refugiado en Alemania perseguido por la justicia estadounidense; la sede de Porsche fue registrada algunos meses; y el grupo experimentó con monos en ¡cámaras de gas! para medir y trucar las emisiones de sus coches.
De cara al público, es un problema moral. No parece haber mayor tramposo ahí fuera que los fabricantes de automóviles.