Un hecho ineludible parece destinado a definir nuestra vida a corto plazo: la distancia social. La mayoría de planes esbozados por los gobiernos para salir del confinamiento pasan por estrictas medidas en el interior de tiendas, locales y recintos públicos; por el impulso de instrumentos preventivos como las mascarillas y los guantes; y por la cancelación parcial o total de todos los eventos masivos.
Saldremos a la calle, tarde o temprano. Lo haremos más separados que antes.
En este proceso, el urbanismo está destinado a tener un rol capital. Los programas de movilidad que apliquen los ayuntamientos contribuirán a que nos desplacemos con mayores o menores riesgos. Un vídeo muy ilustrativo se ha popularizado durante las últimas semanas. En él, un hombre recorre las calles de Toronto ataviado con un enorme aro de dos metros de diámetro, destinado a separarle de otros viandantes.
El resultado es decepcionante. El aparato es útil manteniendo la distancia de seguridad, pero al precio de bloquear virtualmente la mayoría de calles sobre las que circula. La conclusión es tan incisiva como inquietante: nuestras ciudades no están preparadas para sostener grandes masas de gente separadas por más un metro. Las aceras son demasiado estrechas. Las calzadas, demasiado anchas.
Similar problema afrontaremos cuando se levante el confinamiento general y millones de trabajadores regresen a su puesto laboral. ¿Cómo lo harán? Durante los últimos años, diversas ciudades habían apostado por multiplicar el porcentaje de personas que se desplazan a pie, en bicicleta o en transporte público, en detrimento del coche. El coronavirus obliga, como mínimo, a reflexionar sobre la alternativa más útil frenando la enfermedad.
Aún no tenemos respuestas demasiado claras. A priori, el coche ofrece ventajas sólo si se ocupa por una persona, o por una familia no contagiada y controlada por las autoridades sanitarias. El transporte público, tan efectivo aglomerando a gente y transportándola de un lado a otro, podría representar un vector de contagio. Caminar, en muchos lugares, no es una alternativa plausible por las enormes distancias a recorrer en determinadas ciudades, inasumibles en el día a día.
El caso particular del coche, la respuesta intuitiva para muchas personas, genera una solución pero también empeora un problema, el de la contaminación, crítico. El Covid-19 es una enfermedad respiratoria que podría verse agravada por la calidad del aire. Una apuesta por el vehículo privado (no siempre compartido) durante los meses posteriores podría llevar a más retenciones y a un repunte de la contaminación atmosférica. Agravando el impacto de la enfermedad.
Las ventajas de la bicicleta
¿Pero qué sabemos sobre el transporte público? Algunos estudios han tratado de arrojar algo de luz analizando qué sucede con otras enfermedades masivas, como la gripe. Este, elaborado sobre la ciudad de Nueva York y publicado en 2011, trata de averiguar qué porcentaje de contagios se podrían atribuir al transporte público en el contexto de una temporada de gripe particularmente cruda (como la que azotó a la ciudad en 1958).
Su conclusión es relativamente benevolente para el metro y el autobús. En una simulación que incluye a más de 7 millones de personas en una de las ciudades más dinámicas del planeta, el transporte público sólo sería responsable del 4% de las transmisiones. Un porcentaje muy inferior al registrado en el hogar (30%), las escuelas (el 24%) o los lugares recreativos comunes (el 32%). Su cierre tendría un impacto marginal.
Pero no todas las pandemias son iguales, ni afectan al mismo tipo de gente. El principal problema del metro o del autobús en 2020 no es tanto que el grueso de los contagios se produzcan ahí, sino que sirven a millones de personas para desplazarse a lo largo y ancho de la ciudad, transportando el virus con ellas. La única forma de corregir este problema, el principal que afrontan los países, es confinándonos a todos en casa. En la medida de lo posible.
Otros trabajos, además, dejan en peor lugar al transporte público. Este, publicado en 2018, analiza qué sucede con la transmisión de enfermedades como la gripe en puntos densamente transitados de Londres, como las estaciones de metro. El transporte público sí funcionaría como centro neurálgico de contagios. Metro y autobús conectarían a los habitantes de los barrios más golpeados por la epidemia con aquellos residentes en los menos afectados, contribuyendo a la dispersión del virus.
Si así fuera, ¿cómo desplazarnos por la ciudad de forma efectiva y multitudinaria evitando el mayor número de contactos, es decir, las aglomeraciones? Una alternativa es la bicicleta, cuya popularidad como herramienta frente a la epidemia ha ganado enteros esta primavera. Ciudades como Montpellier, Berlín, Budapest, Dublín o Nueva York están estudiando planes para ampliar su red de carriles bici como forma de incentivar la distancia social.
El propio Ministerio de Transición Ecológica, encabezado por la vicepresidenta Teresa Ribera, desea incentivar el uso de la bicicleta en el contexto de la epidemia. "Me parece una idea buenísima y una gran oportunidad en el marco de una movilidad distinta. Voy a pedir a mis equipos de clima y de Calidad del Aire que lo estudien con nuestros compañeros de otros ministerios y de gobiernos locales y autonómicos", escribía hace una semana la ministra.
El gobierno francés estudia medidas similares, sobre las bases ya planteadas por Bogota (qué quiere levantar centenares de kilómetros de carriles bici de la noche a la mañana) o por Berlín, cuyo ayuntamiento se ha propuesto doblar la anchura disponible para las bicicletas en aras de separar a sus ciudadanos lo máximo posible. No sólo se trata de potenciar la capacidad de la red viaria de bicicletas, sino de minimizar riesgos.
Un largo listado de adeptos
En España la idea también ha ganado adeptos. Este reportaje de El País recoge las opiniones vertidas por algunos concejales o alcaldes de grandes ciudades. "La bici es un modo de transporte con bajo riesgo de contagio, ya que nos permite mantener una distancia con otras personas", plantea una concejal de Vitoria; "la forma más segura de desplazarse seguirá siendo la individual (...) Aconsejamos especialmente modos más sostenibles y activos como la bicicleta", explica un portavoz del gobierno barcelonés.
Incluso Martínez-Almeida, primer edil de Madrid y célebre defensor del vehículo privado, se ha abierto a la idea de potenciar el uso de la bicicleta: "Somos conscientes de que en la situación actual de movilidad en Madrid la bici puede ejercer un papel fundamental. Es un medio de transporte muy seguro si se adoptan las medidas adecuadas y además es sostenible".
A nivel global, el coronavirus se plantea como una oportunidad para un urbanismo distinto. Incluso en un país tan reticente históricamente a desprenderse del coche como Estados Unidos o Canadá, más de una docena de ciudades están reflexionando sobre el uso quedan a sus calles y la necesidad de aumentar el espacio destinado a peatones o bicicletas. Denver, St. Paul, Calgary, Vancouver u Oakland, cuyo ayuntamiento cerrará el 10% de sus tramos viarios al tráfico rodado, son algunas de ellas.
Los factores que contribuyen a potenciar el interés sobre la bicicleta, como vemos, son varios: las personas seguirán desplazándose por el interior de las ciudades, pero necesitarán hacerlo distanciadas y bajo un aire más limpio. De ahí que, ante el temor natural que inspirará el transporte público, la solución inmediata pase por acotar calzadas, cerrar calles y multiplicar el espacio para caminantes y ciclistas, un espacio hoy estrecho que nos obliga a caminar y pedalear demasiado juntos.
¿Ahora bien, realmente será seguro? Durante los últimos días un artículo titulado "Por qué en tiempos de Covid-19 no deberías correr o pedalear cerca de otras personas" ha generado un intenso debate en redes sociales. El texto plantea riesgos a la práctica de deporte al aire libre, por más que se haga de forma individual, ya que al cruzarnos con otras personas, y en función de nuestro impacto aerodinámico, podríamos contagiarnos.
El artículo se basaba en un estudio elaborado por el equipo de Bert Blocken, especialista belga dedicado al análisis de las interacciones aerodinámicas en el deporte profesional, muy en especial en el ciclismo, y publicado hace tan sólo unas semanas. Sucede que malinterpretaba las conclusiones de Blocken. En esta entrevista, el investigador, cuyos trabajos hemos tratado en otras ocasiones, aclaraba algunas dudas y explicaba hasta qué punto podemos actuar en base a sus hallazgos.
A grandes rasgos, el trabajo partía de una idea (separarse un metro y medio de los demás ayuda a frenar al virus) y analizaba qué sucedía cuando corríamos o montábamos en bicicleta. En concreto, qué pasaba con las pequeñas gotas que desprendemos al respirar y exhalar aire a grandes velocidades. En sus conclusiones, Blocken y su equipo invitaban a extremar precauciones y a distanciarnos un poco más de lo habitual a la hora de adelantar a otros o de correr tras su estela.
Pero no a no correr o a no montar en bicicleta. Tampoco sugería que ambas actividades supusieran un riesgo de mayores transmisiones a gran escala. En cualquier caso, el estudio tiene un carácter preliminar, como tantos otros publicados esta primavera, y no contaba con un análisis epidemiológico. En gran medida porque seguimos sabiendo poco sobre cómo se transmite el virus.
Sea como fuere, la bicicleta tiene una interesante ventana de oportunidad en plena epidemia. En China, el país que en muchos sentidos proyecta nuestro futuro a dos meses vista, el número de usuarios de los servicios de bici compartida ha aumentado un 150% tras el fin del confinamiento. Elche ha experimentado sobre el terreno de forma peculiar, sin cerrar su servicio municipal de bicis compartidas, y la experiencia ha sido de momento exitosa. Y en países como Escocia el volumen de circulaciones diarias ha aumentado entre un 16% y un 200% en función del lugar.
La pandemia parece destinada a reformular grandes aspectos de nuestra vida en sociedad. La movilidad incluida.
Imagen: Cristóbal Dueñas/AP