La muerte en vida de Moacir Barbosa, el hombre enterrado por la tragedia del Maracanazo

La muerte en vida de Moacir Barbosa, el hombre enterrado por la tragedia del Maracanazo
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Moacir Barbosa Nascimento abandonó el mundo de los vivos el 7 de julio del año 2000. Era la segunda vez que moría. La anterior databa de cincuenta años antes, durante una tarde sofocante del verano brasileño. Fue entonces cuando Moacir iniciaría su vagabundeante camino por el mundo de los vivos, cual alma errante, hasta toparse con La Gran Igualadora en el cambio de siglo. Aquel día un menudo extremo uruguayo, Alcides Ghiggia, lo había sepultado en vida.

Al igual que tantas otras historias surgidas en la interminable resaca del Maracanazo, la de Barbosa entrelaza en una sola dirección elementos mitológicos e históricos, hechos comprobados y leyendas populares. La sabiduría ancestral de las poblaciones precolombinas se servía de semejantes artilugios narrativos para condensar el conocimiento sobre el pasado de sus comunidades. Aquellos relatos, "mitohistorias" donde lo real se cruzaba con lo imaginario, construían la memoria.

El Mundial de 1950, celebrado en la impoluta Brasil posterior a la Segunda Guerra Mundial, sirve a ambos propósitos. Es historia porque sucedió, y porque casi todo lo narrado aquí fue real. Y es mito porque sirvió de piedra fundacional para la memoria popular brasileña, para el andamiaje identitario sobre el que se sumergiría el fútbol brasileño durante años. El imperio de Brasil, consagrado apenas una década después por Pelé, nacería de la derrota más estrepitosa de todos los tiempos.

Y como cualquier mito fundacional preñado de tintes místicos, Maracaná exigía un sacrificio. Humano, a ser posible. Aquel hombre sería Moacir Barbosa Nascimento, el pobre desgraciado que tuvo a bien defender el arco brasileño durante todo el torneo. Culpable o inocente, su ignición pública durante las décadas que siguieron a la catástrofe sólo serviría para aviviar el mito.

Brasil ante su Mundial, versión 1950

En 2014, Alemania condenó a Brasil a repetir su propia historia. Había endosado siete goles a la anfitriona y gran favorita para levantar la Copa del Mundo. La prensa, al día siguiente, hablaba del "Mineirazo" del mismo modo que la prensa, al día siguiente, hablaba del "Maracanazo". Cuando Toni Kroos anotó el tercer gol en apenas veinte minutos y miles de niños rompieron en un mar de lágrimas antes siquiera de finalizar la primera parte, todos los sabíamos: era 1950 una y otra vez.

Brazil 1950 El equipo de Brasil en 1950, tras ganar a España por seis goles a uno. Moacir al frente.

Las similitudes eran evidentes. En ambos casos, el pueblo brasileño volcó sus expectativas, sueños, delirios y frustraciones sobre la organización del Mundial y las posibilidades del combinado local. Las lágrimas de David Luiz al término de cada partido eran el espejo contemporáneo de las 200.000 almas que abarrotaban los estadios brasileños a cada encuentro de su selección. Brasil no jugaba un Mundial: jugaba su Mundial. Uno que le pertenecía por defecto, y que sólo podía perder.

1950 fue un año importante para el fútbol internacional. El fin de la Segunda Guerra Mundial permitió a las naciones europeas recomponerse y volver a disputar el trofeo. Se eligió Brasil por la evidente pasión que el deporte rey desataba en el interior del país, por su mácula intacta alejada de la contienda y por la boyante economía de la que disfrutaba. La nación se volcó, no sólo espiritualmente sino también en lo físico: aquel mismo año inauguraría su gran templo, Maracaná, con capacidad para doscientos millares de personas. Un hito.

Desde un primer momento, Brasil consideró al campeonato del mundo de 1950 como su Mundial: no cabía otro desenlace que su victoria total

El natural pulso emocional del pueblo brasileño, el esfuerzo de la organización y un puñado de buenos jugadores hicieron del Mundial un coto privado para Brasil: se lo creía la opinión pública, se lo creían los medios de comunicación, se lo creía el propio presidente de la FIFA, Jules Rimet, y se lo creían los rivales. Brasil ganó todos sus partidos (excepto uno, ante Suiza) antes de la final, permitiéndose frivolidades como las goleadas a España o Suecia en la fase definitiva.

En aquel equipo brillaban todos menos Moacir. No tanto por su discreto rol (había sido titular indiscutible en el Campeonato Sudamericano del año anterior, en el que Brasil endosó siete goles a Paraguay en la final; y era un viejo conocido del fútbol de clubes sudamericano, siendo el arquero titular del Vasco da Gama), sino por la futilidad de su presencia. No entraba en los planes que Brasil requiriera de su portero en demasiadas ocasiones. Aquel, al fin y al cabo, era su Mundial.

Sucedió entonces Uruguay. Se había plantado en la final con la segunda mejor generación de su historia, encabezada por Obdulio Varela y culminada de forma magistral por Alcides Ghiggia y Juan Schiaffino. Décadas atrás, Uruguay había sido el mejor equipo de siempre, levantando sucesivamente dos medallas olímpicas (por aquel entonces juzgadas por al FIFA como campeonatos mundiales) y triunfando en el primer Mundial organizado jamás (en su propio suelo, en 1930).

No se esperaban sorpresas, pese a todo, y los propios jugadores uruguayos lo sabían. Aquí emerge otra figura a camino entre el mito y la realidad: Varela, capitán y centrocampista para el recuerdo. Se cuenta que cuando O Mundo publicó su portada el día previo a la final, rutilante fotografía del equipo brasileño bajo el titular "Estos son los campeones del mundo", Varela compró tantos periódicos como punto, los trasladó al vestuario uruguayo e invitó a todos sus compañeros a orinar sobre ellos.

Mientras en Brasil se celebraban auténticas manifestaciones de júbilo por la evidente victoria brasileña, aún no consumada, Varela arengaba a sus compañeros tanto los días previos como los minutos inmediatos al inicio del partido. Cuando el entrenador uruguayo, Juan López, planteó una táctica defensiva que frenara las impetuosas ofensivas brasileñas, Varela se interpuso y objetó. Aquella senda les enviaba al matadero de España y Suecia. A la goleada humillante.

El Gol De Ghiggia El gol de Ghiggia. (AP)

Maracaná, entre tanto, aguardaba atiborrada de fulgor nacional y emociones descontroladas. 200.000 personas se daban cita en las infinitas gradas del reluciente estadio para mayor gloria de Brasil. Aún hoy cuesta observar las imágenes del partido y no sentir el vértigo de tamaña muchedumbre concentrada ante un horizonte de sucesos unidireccional, planteado sobre la única base de la victoria brasileña. Brasil se había sumergido en su propia "mitohistoria", emborrachada por la fe y por un estado de catatonia mediática. A aquello se enfrentaba Uruguay.

"Muchachos, los de afuera son de palo. Que comience la función", espetaría Varela antes de saltar al campo.

Barbosa y la muerte del hombre

La función transcurrió con todo el dramatismo que cabría imaginar. Brasil se adelantó al poco de comenzar la segunda parte con un gol de Friaça, momento que Maracaná aprovechó para estallar de alegría. Miles de espíritus al unísono corearon el gol, acaso la rúbrica que el destino ya había escrito con meses de antelación. Para Uruguay podría haber representado un palo insuperable, pero el equipo se recompuso en los siguientes minutos, realizando la ya memorable gesta.

Fue Schiaffino, tras un pase de Ghiggia desde el lateral ante el que poco pudo hacer Moacir, y el propio Ghiggia después, tras una galopada y un disparo desde media distancia, quienes causaron el desmayo en Brasil. Cuando el árbitro pitó el final, con una invasión de campo en ciernes y ante la incredulidad general, todos los jugadores uruguayos se derrumbaron en un mar de lágrimas. Años después, el propio Schiaffino recordaría que los brasileños también estaban llorando.

No sé sabe si de tristeza o de temor.

Tenía mucho que temer Barbosa, aunque en ese momento quizá no lo supiera. Las reacciones fueron dramáticas. Se habló de muertos por súbitos infartos, de suicidios y de un estado de aturdimiento total dentro del estadio. Jules Rimet y el equipo de la FIFA lo habían previsto todo para que Brasil se impusiera en la final, por lo que la ceremonia de entrega a Obdulio Varela se realizó entre una muchedumbre extasiada por el horror, de forma casi subterránea, con un ligero apretón de manos y sin el discurso en portugués (obvio) que el dirigente había escrito.

De nuevo mito e historia: se cuenta que la casa de timbre brasileña ya había acuñado monedas con los rostros de los futuros campeones; se sabe que numerosos periódicos bautizaron el partido como un "homenaje a los campeones" y se cree que tenían las portadas preparadas con antelación; y se dice que un himno patriótico compuesto expresamente para celebrar el campeonato, 'Brasil os Vencedores', jamás vio la luz. El país se sumergió en un intenso luto que duró años.

Barbosa se convirtió en el chivo expiatorio de una Brasil traumatizada que no superaría los fantasmas de Maracaná jamás: seguiría perseguido de por vida por aquel gol

Y en ese proceso, encontró en Moacir su chivo expiatorio. También en Augusto, Juvenual, Bigode y Chico. A Bigode, particularmente, se le recordaría por la tortura a la que le sometió Ghiggia, y por el gesto de terror con el que miraría la pelota cuando besó las redes en el minuto 79 (inmortalizado por las cámaras mientras Barbosa reposaba boca abajo en el suelo, cual muerto). Por si no fuera suficiente, Brasil también sacrificó su indumentaria: del blanco con cuello y bocamangas azules pasaría, por estricta ausencia de patriotismo, al amarillo y verde actual.

Pero como quiera que Barbosa era el portero, sobre él recaían los goles de Uruguay. Un juicio a posteriori le absolvería de culpa en el de Schiaffino, pero le guardaría cierta condena por permitir que el balón de Ghiggia se colara por su palo. Tenía su cuota de responsabilidad, como todos. Pero los caminos del duelo son inescrutables, y Brasil le eligió a él para labrar su memoria.

Imponente Maracaná imponía.

De modo que Moacir fue el recuerdo, el espectro andante que evocaba con su mera existencia el horror en el que se sumergió Brasil aquella tarde de julio de 1950. Un desterrado dentro de su propio país convertido en una suerte de monumento a la tragedia, como aquellos que levantan las naciones belicosas para jamás olvidar los terrores de la guerra. Sólo cuando sus días agonizaban, Barbosa narraría todos los episodios en los que sufrió el desdén de sus compatriotas.

"Llegué a tocarla. Creí que la había desviado a córner. Pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro de la portería, un frío paralizante recorrió mi cuerpo y sentí de inmediato todas las miradas sobre mí", explicaría en una entrevista tardía. "La culpa no fue mía. Éramos once".

Pero ningún otro era el portero. Moacir recordaría aquella ocasión en la que, esperando en la fila del supermercado, una madre susurraría a su hijo: "Míralo, este es el hombre que hizo llorar a todo Brasil". Barbosa sufriría el desprecio nacional a todos los niveles, tanto popular como institucional: las televisiones brasileñas vetaron expresamente su participación en la narración de los partidos, y los propios seleccionadores brasileños seguirían sin permitir su acceso a las concentraciones décadas después.

Moacir Barbosa Moacir en 1945. (Wikipedia/Vasco da Gama)

El episodio más doloroso se dio en 1993. Brasil atravesaba un espantoso momento de forma y la clasificación corría peligro. Se resolvería, precisamente, ante Uruguay, para pasmo y temor de todos los brasileños. En aquellos duros meses Barbosa tuvo la oportunidad de visitar al combinado, práctica habitual entre los veteranos de las selecciones nacionales. Cuando Mario Zagallo, entrenador del equipo, se enteró de sus intenciones, entró en pánico: de ningún modo, dijo, permitiría que semejante gafe, semejante muerto viviente, contagiara su negra sombra a sus muchachos.

Por lo que Moacir no pudo comentar en la televisión, no pudo recibir honor alguno como ex-portero de la selección brasileña, y no pudo descansar en paz ni siquiera acudiendo al supermercado. "La gente necesitaba un culpable y fui yo", admitiría. Moriría por segunda vez en el año 2000, sin mayores celebraciones u homenajes por parte de la federación. Para el recuerdo quedaría su foto, abatido, tras el fatídico gol de Ghiggia. Un icono del desastre.

En sus días finales, Barbosa declararía con tino: "La pena máxima en Brasil son 30 años de cárcel, pero yo he estado pagando, por algo de lo que ni siquiera soy responsable, durante 50 años".

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