Miles de personas están debatiendo sobre salvar a su perro o a un humano en caso de incendio. No sirve para nada

El lenguaje que usamos para discutir las cosas públicas se vuelve más elaborado, pero lo usamos para lo mismo de siempre

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"¿Salvarías a tu perro o a un desconocido en un incendio?". Aún no se habían enfriado las ascuas de la tragedia de Valencia y esa pregunta ya se había convertido en la inesperada protagonista de febrero. Ciento de personas han debatido en las últimas horas en torno al especismo, la importancia de la vida humana y la degradación moral de la sociedad contemporánea.

La pregunta que nos hacemos nosotros, a la vista de todo esto, es distinta... ¿sirve para algo? ¿Es realmente útil pararnos a pensar sobre qué valoramos más un perro, un desconocido, el amor de nuestra vida o la discografía completa de la Oreja de Van Gogh? ¿No nos estaremos haciendo trampas al solitario? ¿No estaremos pensando demasiado?

Matar al violinista

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"Te despiertas por la mañana y te encuentras espalda con espalda en la cama con un violinista inconsciente. [...] Se ha descubierto que tiene una enfermedad renal mortal, y la Sociedad de Amantes de la Música ha examinado todos los registros médicos disponibles y ha descubierto que solo tú tienes el tipo de sangre adecuado para ayudar. Por lo tanto, te han secuestrado y han conectado al violinista a tu sistema circulatorio para que tus riñones lo salve". Si se desconecta de ti ahora, morirá; pero en unos meses, se habrá recuperado y podrá desconectarse con seguridad. ¿Es ético desconectarse o tienes que estar meses enganchado a él?

Lo que acabo de copiar es un argumento filosófico famosísimo. Uno confeccionado por Judith Jarvis Thomson para demostrar que, aunque el violinista pueda tener derecho a vivir, nada te obliga a tener que estar nueve meses enganchado a él. Y sí, he dicho "nueve meses" porque es un argumento clásico de los debates filosóficos sobre el aborto.

Es una buena muestra de lo que ha sido el día a día de la filosofía moral durante la segunda mitad del siglo XX: centrarse precisamente en "explorar nuestras intuiciones éticas, hacerlas explícitas y, al descubrir su estructura lógica, iluminar las paradojas que pueden generar". Y para ello, han hecho un uso intensivo de los 'experimentos mentales'.

Así nacieron el 'trolley problem', el "velo de ignorancia" y otras tantas ideas que han ido invadiendo progresivamente el debate público contemporáneo. El problema es que lo que puede ser bueno en un contexto (el de explorar nuestras intuiciones morales) puede volverse pernicioso en otro (convencer a gente de posiciones políticas concretas).

Enfermos de filosofía

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En los últimos años, hay una corriente de opinión cada vez mayor que sostiene que, usando las palabras del periodista Fermín Grodira, "la popularización del lenguaje terapeuta y psicológico nos está haciendo una sociedad peor". No estoy seguro de que sea completamente así, pero en la medida en que ese lenguaje se ha convertido en un "catálogo de excusas y autojustificaciones" más elaborado conceptualmente puede haber algo de eso.

De la misma forma, la llegada de un arsenal de desarrollos teóricos mucho más refinados, abonó el campo para el desarrollo a de una conversación pública aparentemente más sofisticada. La palabra clave no es 'sofisticada', es 'aparentemente'. Porque el problema de fondo es que ese aparataje conceptual no está compuesto de herramientas para facilitar la resolución directa de problemas de la vida cotidiana.

G. A. Cohen decía que a los filósofos "les interesa discutir más sobre los ingredientes que deben ir dentro de la tarta que sobre las proporciones en las que esos ingredientes deben combinarse".  Es decir, que la filosofía moral y política no va de cómo resolver cada problema práctico en concreto, sino de poner encima de la mesa (y examinar) todas las cosas que hay que considerar en la práctica.

En este sentido, lo que nos sirve para indagar sobre nuestras intuiciones morales, no tiene por qué ser de utilidad ante un problema real. En un debate en redes sociales es poco probable que la pregunta (de si salvamos a nuestra mascota o a un desconocido) tenga un interés epistemológico: usualmente, se tratará de plantearla como un falso dilema que te obligue a darle la razón al interlocutor o, en caso negativo, una forma rápida de desacreditar tu discurso.

Cambiar mucho para que cambie muy poco

Un gran ejemplo de esto se puede ver en 'La retórica reaccionaria' de Albert O. Hirschman: en ese trabajo, el pensador alemán repasa cómo van cambiando los discursos políticos a lo largo de la historia (cómo se van adaptando al imaginario social del momento), pero al final son siempre los mismos. El más contraintuitivo, por ejemplo, es el argumento de los que están "a favor en el fondo [de lo que sea], pero están contra los medios concretos".

Lejos de lo que parece (una autocrítica dentro del mismo movimiento), este tipo de discursos suelen ir no solo contra los medios, sino también contra el fondo. Hirschman elabora un recuento histórico bastante sólido en el que se puede comprobar que la evolución de las críticas a los medios concretos cambia radicalmente y se vuelve mucho más sofisticada, pero el resaltado final es exactamente el mismo.

¿Esto implica algún tipo de "fatalismo del medio, de la herencia y de las taras fisiológicas"? ¿Estamos condenados a ser siempre lo mismo? No, no lo creo. El debate sobre el animalismo es un buen ejemplo de cómo un solo libro ("Liberación animal") puede ayudar a cuajar un movimiento social con un impacto enorme. Sin embargo, esos cambios no suceden (o no suelen suceder) en el debate socio-político más directo.

De las misma forma que no podemos entender el ciclo del agua olvidando la atmósfera y el subsuelo, no podemos atender a la evolución de las ideas (y de las realidades materiales con las que están engranadas) sin conceder que son mucho más sutiles, lentas y complejas de lo que parece.

Como suele decir el psicólogo Roberto Colom, "cambiamos mucho menos de lo que pensamos". En esto también.

Imagen | Chris Karidis

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