La “Madre de todas las demos”: la increíble charla de hora y media de 1968 que adelantó cómo sería la informática moderna

En 90 minutos puedes ver una película, leerte unos cuantos capítulos de esa novela que empezaste el fin de semana, darte un buen paseo para desconectar o, si eres Douglas Engelbart, impartir una conferencia que anticipe los derroteros que seguirá la computación en lo que resta de siglo, un charla tan brutal, tan preclara, visionaria o directamente profética —¡La etiqueta es lo de menos!— que más de medio siglo después se recuerda aún como “La madre de todas las demos”.

90 minutos, eso es. Lo que lleva hacer un plum cake de chocolate.

En 1968 Engelbart, ingeniero del Stanford Research Institute (SRI), afrontaba un dilema. Si su carrera pudiese compararse con una partida de póquer podríamos decir que le había llegado el momento de marcarse un “all-in” de manual, jugársela e ir a por el todo o nada.

Junto a su equipo del Augmentation Research Center (ARC), en el SRI, llevaba ya unos cuantos años desarrollando el oN-Line System, un sistema que facilitaba el manejo de las computadoras e incluso el trabajo colaborativo. Entre otras herramientas, incorporaba recursos como los enlaces de hipertextos, interfaces gráfica de usuario o un hardware que simplificaba su uso.

Con la imagen de los mainframes mostrencos y las tarjetas perforadas aún en la pituitaria, el equipo de Engelbart se había consagrado a una meta ambiciosa: lograr una computación más asequible, sencilla y práctica que, en cierto modo, ayudase a expandir las capacidades humanas.

Jugársela al todo o nada

Y no les iba mal en el empeño. "En lugar de tarjetas perforadas, el On-Line System presentaba una pantalla similar a un radar con una interfaz gráfica de usuario (GUI) en la que el usuario manipulaba texto, símbolos y video en una serie de "ventanas" superpuestas. Por ejemplo, los usuarios pueden insertar, eliminar y mover texto dentro de un documento", señala el Smithsonian. La herramienta permitía incluso que varias personas trabajasen en un documento de forma simultánea.

Como parte de aquella peculiar cruzada a favor de la simplicidad informática, en Staford experimentaron también con hardware que le pusiese las cosas más fáciles a los usuarios.

En ARC tomaron forma, por ejemplo, un “teclado de acordes” que completaba el QWERTY, un lápiz óptico y varios prototipos de "mandos" para manejar el equipo, incluido uno que se controlaba con la rodilla y un bloque de madera provisto de cable y rueda que, dado su peculiar aspecto de roedor, acabó recibiendo el apodo de “mouse”. Sí, más o menos el Cromañón de los ratones que poco después incorporaban a sus computadoras Xerox y Apple y aún hoy utilizas con tu PC.

Todo aquello estaba genial, pero de fondo Engelbart y los suyos afrontaban un problema casi tan peliagudo como el desarrollo de nuevo hardware: ¿Cómo visibilizar semejante trabajo?

Al ingeniero del SRI y Bob Taylor, director de la Agencia para Proyectos de Investigación Avanzada (ARPA), uno de sus grandes apoyos financieros, se les ocurrió una solución. No era rompedora, ni siquiera medianamente original, pero podía funcionar: desplegar todo aquel bagaje en uno de los grandes escaparates del sector, la Fall Joint Computer Conference de finales de 1968.

Si salía bien podía suponer un campanazo. Si iba mal… Bueno, si la cosa se complicaba protagonizarían un sonoro batacazo profesional que desmerecería el trabajo que llevaban años realizando y, lo realmente peligroso, comprometerían cualquier financiación futura.

Así, sin presiones.

“Asumimos un riesgo inmenso”, recordaba tiempo después Engelbart.

Dispuestos a poner toda la carne en el asador, en marzo de 1968 solicitaron una sesión especial durante el congreso de San Francisco y la suerte quedó echada: su intervención se celebraría el 9 de diciembre de aquel mismo año en el Brooks Hall, un recinto con 2.000 asientos. El título de la charla avanzaba por dónde irían los tiros: "A Research Center for Augmenting Human Intellect".

Hoy puede parecernos raro, pero para Engelbart y los suyos el desafío no consistía solo en jugársela a todo o nada, templar los nervios y pulir bien el mensaje. La propia conferencia representaba un reto tecnológico en sí misma. Si querían demostrar su capacidad y hasta qué punto resulta revolucionaria, no podían andarse con remilgos presupuestarios: era el momento de tirar la casa por la ventana.

De entrada el equipo necesitaba conectar el auditorio en el que intervendría Engelbart en diciembre, en San Francisco, con las propias oficinas del SRI en las que trabajaba su equipo y estaba el mainframe, una instalación situada en Menlo Park, a unos 48 kilómetros de allí.

Durante meses el equipo de ARC se dedicó a ensamblar la infraestructura, instalar cámaras en el SRI y el auditorio, antenas receptoras, transmisores, un enlace de microondas y un módem casero para que los comandos de la consola de Engelbart se transmitiesen a Menlo Park.

La factura que acabó desembolsando ARPA ascendió a 175.000 dólares, suma más que respetable para la época. Un despliegue de “virguerías” —entiéndase, era 1968— para que el ingeniero pudiese demostrar con apoyo de 17 compañeros del ARC qué era capaz de hacer el On-Line System.

Para el 9 de diciembre de 1968 el sistema estaba perfectamente calibrado. Y los nervios, claro, a flor de piel. A sus casi 44 años Engelbart se había curtido ya en empresas, la universidad, había dirigido su propio equipo e incluso participado en la Segunda Guerra Mundial; pero aquel día en San Francisco se sentía —lo reconocía él mismo— como si le llevaran los demonios.

“All-in”.

Hoy la grabación de la conferencia puede parecernos anticuada, antediluviana, igual que las que muestran a Neil Armstrong dando zancadas sobre la granulosa superficie de la Luna, pero lo que los coetáneos de Engelbart vieron con un asombro creciente fue un auténtico despliegue de genio.

A lo largo de 90 minutos en los que en la sala no se escuchaba otra cosa que sus explicaciones, el ingeniero habló de hiperenlaces, videoconferencias, documentos compartidos y trabajo colaborativo, interfaces gráficos basados en ventanas, procesador de textos o gráficos.

A modo de colofón incluso explicó —recuerdan en el National Museum of American History— que el SRI estaba a punto de convertirse en el segundo nodo de ARPANet, la precursora del Internet que conocemos hoy en día. En 90 minutos, vamos, lo que lleva una siesta decente, el ingeniero de Stanford había trazado algunas de las claves de la computación del resto del siglo.

Y todo aderezado con demostraciones que hoy forman parte del pan diario de la informática pero que por entonces parecían casi casi atrezo de ciencia ficción, como los ratones de computadora.

Siguiendo con el símil de póquer, cuando acabó Engelbart comprobó que su apuesta había sido buena: cuando dejó de hablar en el auditorio empezaron a tronar los aplausos de sus colegas. “La gente estaba asombrada”, explicaría décadas más tarde uno de sus compañeros del SRI, William English, al New York Times: “En una hora, definió la era de la informática moderna”.

Cosas de la vida, que Engelbart y el resto de sus colaboradores del SRI fuesen capaces de ver e incluso señalar el camino no significa que estuviesen llamados a abanderar su desarrollo.

Poco después de aquel despliegue de talento de 1968 el equipo empezó a flojear en su empuje. Parte del personal cuestionó la deriva del laboratorio, se perdió financiación, surgieron otros centros de talento, como el de Xerox en Palo Alto (PARC)... Y, sencillamente, parte de la gente que trabajaba con Engelbart acabó buscando nuevos destinos, llevándose con ella lo aprendido.

Durante cierto tiempo mucha gente creyó de hecho que el mouse había sido un invento de Xerox. Que no fueran ellos los encargados de dar el siguiente paso no les quita mérito.

El veterano ingeniero no solo dibujó buena parte de la computación del siglo XX con puntería de profeta bíblico; ayudó también, y quizás eso resulte igual de relevante, a que mucha gente cambiase su imagen de la informática: dejase de verla como un mundo inaccesible, plagado de descomunales máquinas, complejas, corporativas y pensadas solo para laboratorios y firmas punteras, y pasase a entenderla como una herramienta útil para el día a día de los trabajadores.

No un arma. Ni un engranaje complicado. Tampoco como una forma de sustituir el esfuerzo humano. No. Un complemento, una forma de llevar las capacidades un poco más allá, de ampliar los límites. Como avanzaba ya en el título de su charla: "A Research Center for Augmenting Human Intellect".

“Si en su oficina usted dispusiera de una pantalla respaldada por una computadora que estuviera activa para usted todo el día y respondiera instantáneamente a todas sus acciones, ¿Cuánto valor podría obtener de eso?”, lanzó a modo de gancho Engelbart a su audiencia aquel otoño del 68.

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