La isla de Pitcairn, donde los herederos del HMS Bounty mantuvieron por 200 años un patriarcado sexual

La isla de Pitcairn es muchas cosas, casi todas ellas insólitas o inauditas. Es el 'país' menos poblado del mundo, con unos 60 habitantes censados en este momento. El último rincón de la Tierra al que ha llegado, al menos sobre el papel, la democracia. La última colonia británica de Reino Unido, el adhesivo de ultramar que hace que sobre el Imperio siga sin ponerse el sol. Un rincón de 4.5 kilómetros cuadrados a más de 2.000 kilómetros de las zonas habitadas más cercanas, la Isla de Pascua o Mangareva, en la Polinesia Francesa. El paraíso puedes ver saltar a las ballenas jorobadas mientras te desperezas por la mañana. Y el centro de un accidentado experimento social con 230 años de historia.

Como parte de Reino Unido, los ingleses, bajo un tratado firmado con los neozelandeses, se encargan desde hace décadas de enviar recursos materiales y humanos y paliar las deficiencias de tan precaria vida en mitad del Pacífico. Procuran que los aldeanos, si así lo desean, puedan vivir por un tiempo fuera de su región para retornar a casa con bienes y conocimientos. Consignan a profesionales esenciales como doctores o maestros a cumplir asignaciones temporales en el territorio. Gail Cox, originaria de Kent, Reino Unido, fue la primera oficial de policía mujer en trabajar allí.

Al cabo de un tiempo Cox consiguió ganarse el cariño de los habitantes, llegó incluso a lograr una complicidad con sus mujeres, y ellas empezaron a hablar. Aunque un pastor australiano ya había dado muestras con anterioridad de que los niños se comportaban de forma “extraña” para su edad, Cox confirmó que la vida allí no era normal a los ojos de la sociedad occidental. Los hombres de Pitcairn habían instituido un feudalismo patriarcal en el que sus designios debían ser siempre cumplidos, casi siempre para infortunio de las mujeres y las niñas. Hablamos de generaciones y generaciones de pitcairneses que no conocían preceptos básicos del derecho individual y que habían aceptado un pacto social en el que siempre les tocaba la pajita corta.

Cuando se hizo efectiva la comisión de un juicio por agresión sexual por parte de ocho hombres ante la autoridad británica, éstos plantearon su defensa como todo lo que tiene que ver con este espacio, con argumentos inusuales: intentaron usar como defensa legal la independencia de la isla de Pitcairn del Reino Unido, convirtiéndose así posiblemente en el único ejemplo de un grupo de pederastas que intenta independizarse para mantener la libertad de ejercer sus acciones.

El barco Bounty y el caso de la independencia

La otra rareza que no habíamos mencionado es quiénes son esos isleños y cómo llegaron ahí. Aunque la ladera de una de sus montañas tiene unas runas que certifican que algunos polinesios habían poblado la zona en tiempos pretéritos, la isla, remota y no demasiado fértil, se había mantenido deshabitada por siglos. Hasta 1790, cuando encallaron en ella los amotinados del famoso barco HMS Bounty.

La Armada Británica envió en 1787 al navío a Tahití en busca de esquejes de frutipan para alimentar a sus esclavos, y los responsables de la misión, al ver la buena vida y las buenas mujeres de la Polinesia decidieron rebelarse contra la autoridad. El oficial Flecther Christian metió en un cayuco al capitán y a los fieles mientras él y los insumisos se quedaban con el barco y las tahitianas. Sabían que Inglaterra respondería, así que al cabo de un tiempo varios hombres secuestraron a ocho hombres y once mujeres de la zona y pusieron rumbo a este remoto paradero (sabían que su ubicación no estaba bien reflejada en las cartas de la época) para establecer su propia autarquía, al menos hasta que en 1838 la isla fue localizada por los británicos y absorbida por su Estado.

Flecther Christian fue el marinero que interpretó Marlon Brando en la famosa película Rebelión a bordo, una más de las muchas producciones que nos contó este pasaje de la historia con una versión muy particular del asunto. Christian es también antepasado patrilineal de uno de los acusados en el juicio de 2004, Steve Christian, que en aquel momento era el alcalde electo del poblado.

Al poco tiempo de asentarse los amotinados empezaron a pelearse entre sí por el control político y el dominio de las féminas, razón, junto con el alcoholismo y las enfermedades, por la que a la llegada de los británicos sólo quedaba vivo uno de ellos para contar lo sucedido. Los marinos, eso sí, se preocuparon de que su legado siguiese vivo a través de distintos vientres: a principios de siglo XX en Pitcairn sólo existían cuatro familias: los Christian, los Warren, los Young y los Brown, es decir, que casi toda la población isleña actual desciende de ellos, generando así una mezcla de organización tribal genealógica y endogámica que, oye, no fue ni tan mal: la zona llegó a vivir una época de esplendor con hasta 250 miembros.

Aunque en origen la vida coloquial derivó en un lenguaje criollo, una mezcla entre el inglés y el pitcairnés norfolkense, a su llegada en 1999 los maestros descubrieron que los hombres habían prohibido hablar cualquier cosa que no fuera inglés, hiriendo así un importante legado lingüístico.

De lo bárbaro y lo inexcusable

Las otras costumbres peculiares son las que alegaron los acusados por 55 delitos sexuales certificados (se estima que fueron incontables, puro paisaje cotidiano invisible): según ellos, lo que Reino Unido veía como “promiscuidad sexual”, “violación”, “agresión al pudor” o “indecencia grave”, para ellos era salud comunitaria. Todos tenían relaciones con todos cuando les apetecía. Justificaron que en la Polinesia la edad de consentimiento sexual está en los doce años, aunque eso no explica por qué todas las relaciones denunciadas por las víctimas no eran consensuadas o por qué se llegó a autentificar la existencia de abusos sobre niñas de siete años. Un estudio de los registros de Pitcairn concluyó que la mayoría de las mujeres tuvieron su primer hijo entre los 12 y los 15.

Fue aquí cuando quienes habían dependido de la provisión imperial volvieron a recordar sus raíces desobedientes. La defensa sostuvo durante el juicio que Reino Unido nunca hizo un reclamo formal a Pitcairn y que los isleños desconocían reglas básicas de la legislación británica, mucho menos sus leyes de delitos sexuales (por los registros de las disputas locales de décadas pasadas se sabe fehacientemente de que sí las conocían). En repetidas ocasiones los abogados sostuvieron que los habitantes, los herederos del Bounty, vivían rechazando la soberanía británica, e incluso tenían una pequeña celebración anual en la que volvían a quemar unas pequeñas efigies a modo de aniversario del que quemaron sus antepasados. Ya se habían divorciado una vez del Estado, parecía redundante que las nuevas generaciones tuvieran también que hacerlo.

En 2004 el Tribunal Supremo de Pitcairn, constituido especialmente para el juicio y compuesto por jueces neozelandeses autorizados por el gobierno británico, rechazó la afirmación. El juicio salió adelante y siete de los ocho hombres fueron sentenciados culpables por penas no superiores a nueve años. El procedimiento judicial en tan recóndito escenario, una isla a la que a día de hoy el correo llega cuatro veces a lo largo de todo el año, le supuso a las arcas británicas 14 millones de dólares neozelandeses.

El fin del mayorazgo

Pero había un problema. El conductor del canal de YouTube Other Side of the Truth viajó hace un par de años a Pitcairn, y en este vídeo nos muestra cómo se vive. Los que tienen empleos más o menos formales, desde el médico hasta el tendero, establecen sus puestos de trabajo en la habitación extra de sus viviendas. El policía, también. ¿Dónde iban a meter de repente a tanta gente, más de la mitad de la población activa masculina de la isla? Hubo que construir una nueva prisión ex professo para dar cabida a los reos. Pero no sólo era eso, es que la sentencia haría inviable la vida al resto de habitantes, "sería un castigo para toda la comunidad", se dijo en aquel momento. Algunos nativos expresaron su temor a que, sin los hombres condenados, no habría suficientes personas para manejar la lancha. De hecho, en otro ejemplo de medida de control de grupo, los condenados habían impedido durante todos estos años que otras personas más que ellas se volviesen hábiles en el uso de la misma.

La Corte Suprema de Pitcairn dictó diferentes sentencias adaptadas, muchas de ellas a cumplir en sus propios domicilios, y ninguna excedió los seis años. La vida volvió a su cauce y quien hizo el daño definitivo fue la hostil naturaleza del medio, que no garantizaba una subsistencia humana a largo plazo. Un informe de 2014 mostró que sólo quedaban siete personas entre 18 y 40 años viviendo permanentemente ahí. Los niños ahora pasan la adolescencia estudiando en institutos neozelandeses, y también van allí las madres cuando van a dar a luz, para que así sus hijos adquieran ese pasaporte.

Una década después del suceso los pitcairneses aprendieron a vivir del turismo: tres o cuatro grandes cruceros que parten de Tahití hacen escala una vez al año, y los souvenirs y otras chucherías que los envejecidos aldeanos venden a los visitantes suponen más del 50% de los ingresos de la isla. En 2019, y con la intención de paliar los efectos de la despoblación, el gobierno local promovió un programa de inmigración por el que cualquiera podría reclamar un visado de permanencia, con el que le darán terrenos y el derecho a construirse su propia casa.

Imagen: Paul Blathwayt, National Maritime Museum, Watawei

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