Así será Nueva York si el reloj del cambio climático llega a cero

40 centímetros pueden no parecer mucho. Puede simplemente suponer acostumbrarse a llevar unas botas altas, a llevar a los niños a la espalda. Encontratse con una fuerte resistencia cada vez que quieres abrir una puerta de los locales de los primeros pisos. A perder los parques. A no poder volver a usar el metro, el coche o la bici a nivel terrestre nunca más.

Porque tampoco parecen mucho 3.7 grados Fahrenheit, 2 ºC en la escala Celsius que manejamos la mayoría de países. Esos dos grados es el límite marcado por los científicos antes de que el planeta entre en un punto irrevesible, pero seamos sinceros, en realidad es una temperatura que suena asimilable, que mentalmente nos hace pensar en que, simplemente, vamos a depender continuamente de sistemas de refrigeración en verano y vamos a tener unos inviernos mucho menos crudos en los que probablemente no volveríamos a temer por riesgo de congelación o aglomeración de nieve en ninguna parte del planeta.

Estados Unidos es, después de China, el país más contaminante del planeta. Sus 320 millones de habitantes están haciendo más por destruir los polos o por espolear los fenómenos meteorológicos extremos que los 1.200 de India o el total combinado de los más de 500 millones de habitantes que suman Rusia, Japón e Indonesia.

El Gabinete de Trump, el mismo que acaba de salir del acuerdo voluntario de París (y que funcionaba más bien por accciones de buena fe que de imposición legislativa) no parece preocupado por las consecuencias de una potencia mundial que le da la espalda al resto de la civilización.

Y por eso parece tan interesante este trabajo de ficción climática del dúo francés Menilmonde, que imagina cómo sería un mundo sin límites a la contaminación. Una realidad donde Estados Unidos continuase así, sin comprometerse a solucionar su parte correspondiente y donde los demás sean incapaces de incrementar sus medidas ecológicas para compensar a este gigante generador de CO2.

El resultado, por supuesto, no gustaría a Trump: no sólo los demás tendrán que enfrentarse a un mundo inmerso en el desastre ambiental: el aumento de la temperatura y del nivel del mar podría cargarse su propio territorio, la capital simbólica del país. Y esto sería así mucho antes de lo que a Trump le gustaría pensar: si mantenemos el ritmo de envío de gases actual, la tierra llegará a subir esos dos grados en menos de cuarenta años.

Aunque, si esto es escalofriante, no lo es menos la verdad: el cambio climático ya está afectando a la propia Nueva York. En realidad estas injerencias se están teniendo ya en cuenta por los planificadores urbanísticos para reformar la costa urbana, especialmente en las zonas de Staten Island, Queens y Brooklyn.

Se están demoliendo barrios como Edgemere, Oakwood Beach y Ocean Breeze para evitar la influencia de las aguas crecientes, mientras que en Sea Gate, Breezy Point y Broad Channel Island se han puesto en marcha proyectos urbanísticos a gran escala para elevar las viviendas y la altura de la calle, así como construir defensas costeras que eviten el derrumbamiento por el contacto con el mar.

El delito, por tanto, es doble: no sólo son ya plenamente conscientes de las consecuencias del cambio climático tanto fuera como dentro de sus fronteras nacionales. Sino que **además de saberlo deciden mantener sus niveles de contaminación****** y condenarnos a todos por el proceso.

Si lo que quieren es que el planeta tenga esa pinta, como un mundo distópico y desolado a lo Yo soy leyenda, van a conseguirlo. Este documento quedará como un retrato fidedigno y no como un agorero fatalista. En resumen: pan para hoy y mucha agua para mañana.

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