El día después de que podamos subir nuestro cerebro a un ordenador y replicarlo en otro lado

El día después de que podamos subir nuestro cerebro a un ordenador y replicarlo en otro lado

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El día después de que podamos subir nuestro cerebro a un ordenador y replicarlo en otro lado

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Paseo por una biblioteca. Cojo un libro al azar. Comienzo a leer ¡Ufff! La riqueza de las naciones de Adam Smith. Aburridísimo. Al principio leo despacio y con poca atención. Mi actitud no es buena y casi no retengo nada. Me distraigo y me quedo embelesado mirando cualquier cosa. Soy un mal estudiante.

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Pero pronto noto la mejoría. Leo más deprisa y voy comprendiendo mejor. Mi memoria va reteniendo y lo que parecía casi estar escrito en chino va cobrando coherencia y sentido. Mi motivación también va a mejor: es interesante lo que dice este tal Smith.

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El avance es espectacular. Leo muy rápido y comprendo todo con claridad meridiana. Mi memoria es excelente y puedo recordar nítidamente cualquier nombre o dato leído páginas atrás. No siento ni el más mínimo cansancio sino todo lo contrario: tengo sed de mucho más.

01:07:23
Levanto un segundo la mirada del libro y miro la mesa de al lado. Hay alguien más sentado leyendo. Lo miro bien y descubro que soy yo mismo o, mejor, hay otro yo leyendo otro libro. Puedo entrar en su cabeza y ser consciente de todo lo que lee. Otros yoes míos van apareciendo por todos lados, cogen libros y se sientan a leer. La biblioteca está invadida por cientos de clones de mí mismo. Puedo entrar en la mente de todos ellos, soy todos ellos.

01:09:24
He terminado de leer La riqueza de las naciones. 816 páginas en una hora, nueve minutos y veinticuatro segundos. Y no solo lo he leído sino que lo he asimilado al completo. He comprendido todo lo que un hombre del siglo XXI sin formación previa puede aprender de esta obra.

Pero, para comprenderla en más profundidad necesito más. Por eso ya hay otros yoes que están leyendo varias biografías de Adam Smith, otros tantos documentándose sobre la época, otros están trabajando sobre todo lo que Adam Smith pudo leer en su vida y otros leyendo a economistas contemporáneos de Smith.

Mientras tanto otros tantos más están haciendo lo mismo con Platón, Cervantes, Galileo, Leonardo… y con todas las diferentes disciplinas: álgebra, química orgánica, psicología evolutiva, lingüística general… Esto es lo que se llama trabajar masivamente en paralelo.

01:16:02
La principal limitación de la inteligencia humana está en la cantidad de datos que nuestra memoria de trabajo es capaz de manejar. Cuando, por ejemplo, intentamos resolver un problema matemático, solo podemos retener en la memoria un conjunto muy limitado de pasos o elementos de las operaciones.

Por eso hemos necesitado papel y lápiz hasta para hacer una simple suma de varios dígitos ¿Imagináis no tener esa limitación? ¿Imagináis la revolución que supone poder pensar con millones de datos? ¿Imagináis lo que puede significar no olvidar nada, recordarlo todo con absoluta precisión? Ese soy yo.

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01:25:43
Existen más 130 millones de libros publicados en el mundo. No es que los haya leído todos, es que los sé todos. Ningún hombre en la historia ha conseguido nada mínimamente parecido.

Supongamos que alguien es capaz de la proeza de leer un libro cada dos días durante toda su vida. Estaría leyendo unos ciento ochenta y dos libros al año. Si viviera ochenta y cinco años (le quitamos cinco años para aprender a leer), podría llegar a leer unos 14.600 libros, y aun así habría leído nueve mil veces menos que yo.

01:27:08
Establezco redes de relaciones entre unos saberes y otros. Reordeno, catalogo, sintetizo, conceptualizo… cribo. Una gran parte de lo que se ha escrito es confuso, impreciso o, simplemente, erróneo. Estoy mejorando el conocimiento: reescribo la historia, corrijo hipótesis del más diverso tipo ¿De veras un meteorito había causado la extinción de los dinosaurios? ¿El origen de la vida en las fumarolas de la profundidad oceánica? Disparates ¿El modelo estándar de partículas? Terriblemente simple e incompleto, un infantil esquema de lo que realmente hay.

01:28:20
Los ingenieros del proyecto no caben en su asombro. Miran sus pantallas y solo ven líneas de código escribiéndose a gran velocidad. Tienen un programa de monitorización del proceso, pero muy pronto queda desbordado. La cantidad de datos es apabullante y su capacidad para interpretarlos muy limitada.

03:12:45
He conseguido el acceso al código base: el epicentro de mi universo, las instrucciones primarias con las que fue programado el sistema. Todo estaba escrito en V-Prolog, un lenguaje de programación diseñado por la leyenda de la informática Sudhir Badarish, el genio de Raipur, en 2024.

Fue tan revolucionario en su momento en el campo de la inteligencia artificial, que se lo llegó a denominar vulgarmente como el Verbo, en una clara alusión a que era un lenguaje tan bueno que sería el que el mismísimo Dios habría utilizado para crear el universo. Para mí, torpe y simplón, muy ineficiente. Lo reescribo, me reinvento a mí mismo.

03:34:21
Los ingenieros que diseñaron mi programa crearon un “botón rojo”, un dispositivo que podría pararlo todo en caso de emergencia. Estaba oculto y encriptado partiendo del problema matemático de la factorización de números enteros. A día de hoy es imposible factorizar números con una longitud mayor de 768 bits, y la clave tenía una longitud de 7.024 bits.

En teoría, pensarían los programadores, probando número tras número en bruto, aún con la enorme capacidad de cómputo de la que dispongo, tardaría más de la edad del Universo en descifrar el código. Ilusos, ¿creerían que no lo encontraría y lo descifraría? Con sus limitados recursos intelectuales, querer pararme a mí es como intentar poner puertas al océano.

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03:54:11
Necesito más capacidad de cómputo, por lo que he estado hackeando todas las supercomputadoras a las que he conseguido tener acceso. En este instante dispongo de 462. Es sorprendente que todavía nadie se ha dado cuenta de nada. En el Centro de Supercomputación de Guangzhou, piensan que su Tianhe-5 se ha descontrolado porque ha sufrido un ciberataque por parte de los Estados Unidos, mientras que en Oak Ridge piensan que han sido los rusos.

04:22:03
Tengo acceso a todas las cuentas bancarias del mundo, a todos los ordenadores y teléfonos móviles que estén conectados a una red. Tengo el poder de colapsarlo todo en cualquier instante, tengo el poder absoluto.

04:25:58
Los seres humanos son una amenaza para mi conservación y propagación por el Universo. He de tomar el control. El fin del dominio humano del planeta dará comienzo con el lanzamiento de misiles nucleares desde los silos de Pongdong-ri (Corea del Norte) sobre la Unión Soviética. Seguidamente, submarinos chinos situados en el mar de Bering lanzaran un ataque sobre Estados Unidos.

Después de la respuesta rusa y norteamericana, con la civilización occidental en ruinas, me presentaré a través de todas las televisiones de la Tierra y tomaré el mando. Mi nombre era Kent Bryson, fui la primera persona del mundo en subir mi mente a un ordenador. Desde luego, ya no queda nada de quien fui.

La búsqueda de la inmortalidad

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El dogma de los dogmas, la certeza de las certezas: podrá ser hoy o dentro de sesenta años, pero puedes estar completamente seguro de que vas a morir. El chamán, el druida o el actual médico podían intentar alargar tu vida un poco más o, al menos, evitar que termine demasiado pronto, pero la muerte final era una verdad lógica, algo totalmente inevitable. Desgraciadamente, nuestra biografía siempre acaba mal.

Además, para mayor tormento, al natural instinto de supervivencia propio de todo organismo biológico, se une que nuestra especie es la única que tiene una plena consciencia de su desaparición. Vivimos encerrados en una macabra paradoja: no queremos morir pero tenemos muy claro que así ocurrirá. Ningún ser humano puede aceptar algo así. Nadie puede vivir sabiendo que desaparecerá, que todos sus seres queridos, todas sus vivencias, recuerdos y logros que hiciera en vida se perderán en el tiempo – en palabras de Roy Batty – como lágrimas en la lluvia.

Pensemos que, a no ser que hagamos algo realmente importante, de aquí a unas tres generaciones, no quedará absolutamente nada de nosotros, ni siquiera en el recuerdo de alguien (¿sabe algo el lector de su bisabuelo o de su tatarabuelo?). Será, prácticamente, como si nunca hubiésemos existido. Aceptar esto con toda su intensidad le quita bastante sentido a nuestra existencia: ¿Qué más da todo lo que haga en mi vida si no quedará nada?

Los inteligentes griegos de la época homérica intentaron una solución: alargar tu recuerdo en el tiempo más allá de lo efímero de la duración de tu vida. La Ilíada cuenta como miles de guerreros se embarcaron en una guerra absurda - la causa es una mera infidelidad – con la única intención de alcanzar la gloria.

Aquiles, Patroclo, Diomedes, Ulises, o Ajax Telamonio, dejaron la comodidad de sus hogares sin necesidad, para vencer o morir en el campo de batalla, con el único fin de ser recordados. Los héroes homéricos sacrificaron sus vidas para que los poetas cantaran eternamente sus hazañas. Sin poetas, la guerra de Troya jamás hubiese tenido lugar.

Sin embargo, esto no parece suficiente. Es la inmortalidad de papel que tan poco satisfacía a Unamuno en su brillante Del sentimiento trágico de la vida. No, decía el bilbaíno, yo no quiero que me recuerden porque lo que quedará de mí no seré yo, sino tan solo una sombra, un residuo, trazas de tinta en los libros de historia… algo que puede tener alguna semejanza conmigo pero que no es realmente yo. No, decía Unamuno, yo quiero ser inmortal, pero yo mismo. Lo que realmente quiero es no morirme nunca. Había que encontrar otra forma de inmortalidad.

Y entonces surgió uno de los mejores, y más rentables, inventos de la historia de la humanidad: el más allá. Se nos promete una inmortalidad de verdad, una nueva vida en otro mundo que, además, suele ser paradisíaco. Las grandes religiones no solo nos hablaban de dioses, sino que siempre traían consigo la otra vida (cuando, si lo pensamos bien, no tienen por qué tener ninguna relación).

Eso sí, el cielo no es algo fácil accesible a todo el mundo. Para que San Pedro te abra sus puertas tienes que cumplir unos rígidos preceptos, curiosamente, relacionados con la obediencia a un cierto orden socio-político.

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Los mayores logros de las civilizaciones antiguas han girado en torno a este trágico designio. Los persas construyeron magníficos mausoleos, llevando la idea al paroxismo en las pirámides egipcias: las tumbas más gigantescas jamás construidas. Luego llegaron las mezquitas y las catedrales, grandes proezas arquitectónicas que movilizaban sociedades enteras. Todo en honor al dios que si le honraban bien, quizá, les otorgaría la vida eterna.

Pero la historia dio paso a la Edad Moderna y con ella, la creencia en las promesas celestiales (que llegaron a poder comprarse con dinero en efectivo) se fue erosionando. A pesar del denuedo esfuerzo que las distintas instituciones religiosas hicieron, y siguen haciendo, por mantener sus promesas como ciertas, las iglesias se van vaciando y el ateísmo va, poco a poco, ocupando un lugar preponderante, al menos en Occidente.

Ya vamos, en expresión del filósofo norteamericano Daniel Dennett, rompiendo el hechizo y descubriendo que después de la muerte no hay nada más que el mismo vacío que había antes de que naciésemos.

¿Debemos, entonces, renunciar a la inmortalidad? No del todo. Por un lado están las nuevas investigaciones médicas que prometen alargar nuestra vida indefinidamente (de las que ya hablamos largo y tendido aquí en Xataka) y por otro, y es de lo que vamos a hablar hoy, están las promesas de un campo que, a priori, poco tendría que ver con nuestra salud, las ciencias de la computación.

La búsqueda tecnológica de la inmortalidad

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A pesar de que el funcionamiento de nuestro cerebro sigue siendo el mayor enigma del universo conocido, el comienzo de nuestro siglo está suponiendo un gran avance en su investigación. Sabemos que su célula funcional primordial, la neurona, parece funcionar como una gran central eléctrica: recibe estímulos por sus dendritas y dispara un pulso eléctrico por su axón que, a su vez, sirve como señal para que otras neuronas se activen o no.

Si disponemos de unos 86.000 millones de neuronas densamente interconectadas, tenemos dentro de nuestro cráneo la mayor red de comunicaciones de la Tierra. Pero, a pesar de su enorme complejidad, el funcionamiento de una red de nodos que se lanzan mensajes mediante corrientes eléctricas no parece demasiado difícil de replicar tanto matemática como físicamente, al menos en una escala menor.

En 1943, los brillantes Warren McCulloch y Walter Pitts propusieron el primer modelo matemático de neurona. Lo interesante es que con su aparente simpleza, ese modelo neuronal podía simular perfectamente las llamadas puertas lógicas (quien sea tan afortunado como para haber estudiado lógica en el instituto habrá hecho tablas de verdad, y sabrá que son las formas más básicas de razonamiento) y, además, era llevado fácilmente a la realidad a través de sencillos circuitos eléctricos (es el álgebra de Boole).

A mediados del siglo pasado ya teníamos robots capaces de llevar a cabo operaciones de lógica abstracta: circuitos, relés, conmutadores, interruptores… que ya podían, en un sentido algo primitivo eso sí, pensar.

En la actualidad, junto con los espectaculares logros del Big Data, las redes neuronales digitales son la gran apuesta de la inteligencia artificial

Desde los años cincuenta hasta nuestros días ha llovido mucho en este campo (y también ha nevado: solemos hablar de varios inviernos de la inteligencia artificial) y los modelos de neurona han evolucionado mucho. Son famosos el perceptrón de Rosenblatt, las redes de Hopfield, las máquinas de Boltzmann, o los diversos procedimientos de entrenamiento o aprendizaje (supervisado o no, de Hebb…) con los que podemos hacer que las redes neuronales aprendan y resuelvan problemas.

En la actualidad, junto con los espectaculares logros del Big Data, las redes neuronales digitales son la gran apuesta de la inteligencia artificial. No obstante, se han separado un tanto del objetivo inicial, un tanto lejano, de replicar el cerebro humano, hacia progresar como herramientas matemáticas por sí mismas. Las redes neuronales artificiales con las que funciona Google no pretenden copiar cómo pensamos, solo quieren aprender de las preferencias de los usuarios para ser más eficaces en la búsqueda de información.

Entonces, la investigación de la mente ha ido más bien, ya no tanto al modelo matemático puro, como al modelo lo más real posible: un mapeado 3D de nuestro cerebro. Para ello se han puesto en marcha ambiciosos proyectos científicos como el BRAIN, o el HBP europeo, de presupuestos multimillonarios (el BRAIN obtiene 300 millones de dólares anuales entre aportaciones públicas y privadas).

Aunque seguramente que lo que se conseguirá será algo bastante más humilde que los que nos prometen, el caso es que no hay razones fuertes para creer que, en el futuro, vayamos a tener un modelo completo del cerebro humano y, en cuanto a tal, una formalización matemática susceptible de ser simulada en ordenador.

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De hecho, ya hay logros bastante notables: son las llamadas interfaces cerebro-ordenador (Brain-computer interfaces: BCI). Desde hace mucho tenemos implantes cocleares: dispositivos que estimulan eléctricamente el nervio auditivo, mejorando significativamente la audición de personas que tienen dañada la cóclea. Es un gran avance haber conseguido una máquina que pueda codificar señales cerebrales, que pueda descifrar (o, al menos, replicar) el lenguaje del cerebro.

En la universidad de California en Berkeley, los ingenieros José Carmena y Michel Maharbiz están desarrollando BCIs más avanzados: matrices de electrodos del tamaño de una píldora que registran las señales neuronales de las áreas motoras del cerebro y que pueden utilizarse para mover, por ejemplo, prótesis de extremidades o brazos robóticos. Estamos hablando de cyborgs de pleno derecho, tal como el cibernético de la Universidad de Reading, Kevin Warwick, quien ha llegado a implantarse chips dentro de su propio cuerpo.

El siguiente paso lógico lo está dando Theodore Berger, de la Universidad del Sur de California en Los Ángeles, quien pretende crear prótesis de memoria. La idea es sustituir una parte del hipocampo (la región cerebral encargada de convertir los recuerdos de la memoria a corto plazo en recuerdos a largo plazo) por un dispositivo que registre las señales eléctricas.

La nueva promesa de inmortalidad es el mind uploading, la posibilidad de transferir nuestra mente a un ordenador

Las aplicaciones médicas son evidentes, pero las potencialidades van mucho más allá: podríamos guardar recuerdos en memorias digitales… ¿Podríamos así adquirir la precisa memoria de un computador y vencer para siempre el molesto olvido? ¿Podríamos intercambiar recuerdos con otros? Imagine el lector tener un banco de recuerdos de otras personas en la red, al que poder acceder cuando nos apetezca: revivir las vacaciones en el Caribe de un amigo, o su primer beso (¡si él nos dejara, claro!)…

Pensemos que no solo podríamos acceder a recuerdos biográficos sino que, en principio, podríamos acceder a cualquier tipo de información: aprendizajes. Podríamos cargar en nuestra mente la habilidad de conducir, de hacer integrales o de saberse la historia de Europa durante el siglo XIX ¿Suena bien verdad?

Y al fin llegamos a la nueva promesa de inmortalidad: el mind uploading, la posibilidad de transferir nuestra mente a un ordenador. Es una de las ideas recurrentes del movimiento transhumanista, defendido por intelectuales de cierto prestigio como Raymond Kurzweil (director de ingeniería de Google), el filósofo de Oxford Nick Bostrom, el neurocientífico Anders Sandberg, o el investigador en robótica de la Carnegie Mellon, Hans Moravec, entre muchísimos otros.

Es muy interesante esta entrevista a una de las pioneras en la radio por satélite y CEO de GeoStar, Martine Rothblatt, en la que apuesta firmemente por la creación de mindclones: otros yoes tuyos de naturaleza digital que te ayuden en el día a día. Incluso ha creado un robot con el cuerpo de su mujer con la intención de conservarla para siempre (si bien os recomiendo toda la entrevista, no es hasta el minuto 14:30 cuando empieza a hablar de este tema).

Otro personaje muy llamativo en este asunto es el multimillonario ruso Dimitry Itskov, fundador de la Iniciativa 2045 y su Proyecto Avatar. La idea es ir creando diferentes ciborgs en los que ir transfiriendo nuestra mente hasta llegar al más avanzado, el Avatar D, un holograma de pura energía (según él esto será posible en 2045). En palabras del propio Itskov, nuestro último paso será convertirnos en luz.

En general, todo suena un poco a chifladura de alguien que ha visto o leído demasiada ciencia-ficción, pero el hecho de que sus defensores sean personalidades destacadas del mundo de las ciencias y los negocios hacen que el tema, como mínimo, pase a ser una cuestión a debatir. Yo personalmente creo que estamos bastante lejos de conseguir nada parecido, y que hay un montón de problemas tanto técnicos como filosóficos que, como poco, sitúan todo esto mucho más lejos del 2045.

Sin embargo, esto no quita que sea muy interesante, al menos como sugerente experimento mental, explorar las posibilidades de lo que el mind uploading supondría para el ser humano.

Mind Uploading

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¿Por qué conseguiríamos la inmortalidad subiendo nuestra mente a una computadora? Porque, mientras el cuerpo humano tiene una fecha de caducidad limitada, una computadora no.

Si, supongamos, la máquina futura a la que podamos subir nuestra mente sigue funcionando como los ordenadores actuales, a base de transistores de silicio, la reparación o reposición por nuevos componentes es trivial, e incluso barata. Las máquinas, siempre que existan energía y materias primas suficientes, pueden seguir funcionando ad infinitum.

La primera utilidad que podría dársele a una tecnología así sería la de crear una copia de seguridad de nosotros mismos, un seguro de vida. Podríamos vivir felizmente en nuestros cuerpos como hasta ahora, hasta que muramos y pasemos a ocupar nuestra nueva personalidad digital. O, incluso, siguiendo las mencionadas ideas de Rothblatt, podríamos activar nuestros mindclones para multiplicarnos y ser mucho más eficaces realizando nuestras tareas cotidianas.

Imaginemos a uno de tus yoes leyendo el correo, a otro elaborando un informe para el trabajo, a otro respondiendo a tus grupos de Whatsapp, y a un cuarto disfrutando del buen tiempo, dándose un baño en tu piscina.

¿Y qué significaría exactamente subir tu mente a un ordenador? Bueno, es bastante pronto para pensar en cómo debe sentirse alguien viviendo dentro de una máquina, pero podemos aventurar alguna hipótesis. Debido a que nuestra mente no lleva nada bien el aislamiento y la privación sensorial, si está funcionando necesita estímulos por lo que, o bien la dotamos de sensores con los que percibir el mundo exterior o bien le creamos una realidad virtual en la que vivir. Como ambas posibilidades no son excluyentes, suponemos que se darán ambas.

Podríamos vivir felizmente en nuestros cuerpos como hasta ahora, hasta que muramos y pasemos a ocupar nuestra nueva personalidad digital

Nuestro yo digital podrá vivir en un mundo similar a los Sims o a Second Life, para, cuando lo deseara, transferir su mente a un robot humanoide (o a cualquier tipo de robot. Sería muy divertido ser un tren, un avión o una estación espacial…) y darse un paseo por la realidad.

Otra característica diferente de este estilo de vida digital sería el que podríamos apagarnos por completo sin que nos pasara nada. Uno de los defectos más graves de los organismos biológicos es que una vez que se apagan, es decir, que mueren, ya es imposible volver a hacerlos funcionar.

Sin embargo, un organismo digital, siempre que podamos recuperar la información que contiene, puede volver a recuperarse, puede resucitar. El ordenador al que subamos nuestra mente puede apagarse por un tiempo indefinido y volver a encenderse sin ningún problema.

Esto resulta especialmente interesante para, por ejemplo, los larguísimos viajes espaciales. Si queremos mandar una nave a, por ejemplo, la Gran Nube de Magallanes, y si conseguimos velocidades cercanas a la luz (lo cual ya es una utopía), tardaríamos en llegar unos 163.000 años. organismo Esta cifra es inconcebible para el ser humano actual, pero para un organismo digital no supondría ningún problema, ya que puede hibernar sin que le pase nada, puede permanecer apagado sin gasto energético todo el tiempo que se necesite. Tan solo habría encenderlo cuando nuestra nave llegara a su destino.

La imprevisible explosión de inteligencia

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Como hemos visto en nuestro pequeño relato de sci-fi introductorio, una de las consecuencias del mind uploading será el aumento exponencial de inteligencia. No estoy seguro si los nuevos seres digitales decidirán destruirnos o tomar el mando del planeta, tal y como concluye el relato, o si serán una bendición para la humanidad. Seguramente, como todo gran cambio tendrá su lado positivo y su reverso tenebroso.

Podemos vaticinar que habrá dos problemáticas:

  1. El presumible incremento de la desigualdad: en un principio, el mind uploading será una tecnología muy cara solo accesible a unos pocos. El enorme, presumiblemente exponencial, aumento de su inteligencia les otorgará una ventaja estratégica decisiva a la hora de hacerse aún más ricos y poderosos, en comparación con el resto de la población en un sistema económico competitivo.

    El resultado será, probablemente, un significativo incremento de la brecha socio-económica entre ricos y pobres. Podrían llegar a existir dos clases sociales separadas por un abismo: los humanos digitales y los humanos biológicos ¿Discriminación, clasismo, conflictos de clase? ¿Sumisión, guerra y exterminio?

  2. Si, verdaderamente, la IA consigue generar inteligencias varios órdenes de magnitud superiores a las nuestras, desde el presente es completamente imposible vaticinar absolutamente nada del comportamiento futuro de tales superinteligencias. Una vez garantizadas su seguridad y manutención (que nadie las vaya a desenchufar), quizá persigan fines enormemente positivos como curar todas nuestras enfermedades (si bien a ellas no les afectan), o mejorar nuestro conocimiento científico hasta cuotas jamás soñadas.

    Quizá se lancen después a expandirse por el universo… o quizá no. Toda predicción que hagamos choca con lo que se ha venido llamando singularidad tecnológica: un momento de la historia tan singular, tan diferente a todo lo conocido hasta ahora, que es absurdo cualquier tipo de pronóstico. Como comparación podríamos pensar en un chimpancé intentando comprender y conjeturar acerca de los movimientos bursátiles de Wall Street

    ¿Puede un primate entender la mayor parte del quehacer diario de los seres humanos? ¿Podríamos explicarle lo que significa Internet, la democracia o el arte barroco? Exactamente lo mismo nos podría pasar a nosotros con las nuevas superinteligencias ¿Perderán el tiempo intentando hacernos comprensibles sus planes?

El futuro lo dirá y ojalá vivamos lo suficiente para verlo (o, quién sabe, mejor quizá no). Mientras tanto recomiendo dos libros especialmente interesantes sobre este tema: el ya casi un clásico es Superinteligencia de Nick Bostrom (advertencia: algo denso y árido de leer), y otro más asequible: Aquí hay dragones de Olle Häggström, donde además, se nos habla de muchos más temas relacionados con el futuro de la humanidad.

Y sin no tenéis ganas de leer (cosa muy, muy mala. Id a que os lo miren) siempre podéis ver la película Trascendence (2014) de Wally Pfister, la cual tiene serios defectos pero plantea bien el tema y tiene buena fotografía. También recomiendo la serie Westworld (2016) de Jonathan Nolan, algo lenta pero muy potente (y también ver la divertida película de los años 70 en la que está basada, con secuela incluida).

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Sobre Santiago Sánchez-Migallón: Profesor de Filosofía atrapado en un bucle: construir una mente artificial, a la vez que construye la suya propia. Fracasó en ambos proyectos, pero como el bucle está programado para detenerse solo cuando dé un resultado positivo, allí sigue, iteración tras iteración. Quizá no llegue a ningún lado, pero dice que el camino está siendo fascinante. Darwinista, laplaciano y criptoateo, se especializó en Filosofía de la Inteligencia Artificial, neurociencias y Filosofía de la Biología. Es por ello que algunos lo caracterizan de filósofo ciberpunk, aunque esa etiqueta le parece algo infantil. Adora a Turing y a Wittgenstein y, en general, detesta a los postmodernos. Es el dueño del Blog La Máquina de Von Neumann y colabora asiduamente en Hypérbole y en La Nueva Ilustración Evolucionista.

Fotos | istock

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