No es un lujo, es descanso cognitivo: por qué tiene cada vez más sentido comprar tiempo con dinero

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Hace once años yo tenía veinte. Tras la universidad, los trabajos precarios eventuales y el jolgorio de la edad, una tarde podía transcurrir para mí haciendo actividades como:

  • Etiquetar manualmente y a un nivel de detalle obsesivo mi biblioteca musical
  • Comparar tarifas de los incipientes OMVs para ver qué hechizo combinativo me salía más barato
  • Ordenar y etiquetar mi fototeca para indicar incluso de quién eran los rostros, uno a uno, que aparecían en cada foto (en esa época no había Inteligencia Artificial alguna que las detectase todas a partir de dos o tres confirmaciones)

Dicho de otro modo, era el trabajo autoimpuesto de un adolescente tardío con bastante tiempo libre, porque las obligaciones de verdad, las que consumen el 90% del día, todavía no habían llegado. Lo disfrutaba.

Once años después, no quiero no oír hablar de todo ese trabajo. Es la magia de haber entrado al mercado laboral y empezar a peinar canas, que uno se pregunta dónde demonios se ha ido su tiempo libre.

Comprar tiempo, ganar vida

Y así ha cambiado el paradigma. La biblioteca musical, mejor delegada en Spotify, que por diez euros ofrece un servicio fantástico que nos deja como única tarea escuchar música, muy poco más. Nada de complicarnos la vida perdiendo horas en rellenar metadatos y buscar carátulas de 5 megapíxeles.

¿Tarifas móviles? Una simple, por favor. No importa que llegue otra operadora con algo rompedor en precio, como dijo un sabio, "la tranquilidad es lo que más se busca". Yo le pago a usted 50 euros al mes a cambio de unos gigas razonables y la promesa de que no me tocará las narices ni me hará el lío con la factura. Con alguien así, que nos procure sosiego, a partir de cierta etapa de la vida, muchos nos vamos al fin del mundo y a cualquier guerra. Esa tranquilidad liberadora que vale mucho más que ahorrarnos tres euros al mes en otra operadora haciendo malabarismos de vez en cuando.

En realidad no solo tiene que ver con el tiempo disponible, porque si hago cuentas, tampoco entiendo cómo a los veinte se podía encajar la universidad, el trabajo, las amistades, una pareja y tiempo para la fiesta con un absorbente principio de obsesión por el orden digital. También tiene que ver con la carga cognitiva. Algo que se recrudece en las profesiones liberales con un nivel infinito de recursos que absorber, aprender, procesar y dotar de utilidad. Gracias por tanto, Internet.

Estar constantemente hasta arriba y no ver nunca un horizonte despejado para nuestras ocupaciones ayuda a buscar fórmulas a la desesperada para reducir esos pequeños tormentos. Que por sí solos no son preocupantes, pero cuando se van acumulando derivan en pérdidas de concentración y frustración. Aunque sea matando la preocupación de si estamos pagando demasiado por la fibra. Con que me vaya bien y no me mareen, caballero...

No solo el trabajo es el culpable de que vayamos con la CPU al límite, también lo es este escenario social perverso que en muchos casos se ha construido alrededor de la presencia online. Resulta que además de entregar informes a un jefe gruñón y hacer como si solo estuviésemos trabajando las ocho horas de rigor, también tenemos que mantener una reputación en redes sociales que nos haga aspiracionales, que nos deje estar en el club de los populares. Y ser productivos. Y reciclarnos continuamente. La culpa, que conste, es de quienes caemos en esta espiral.

En algún momento empezamos, en algunos casos, a valorar el trabajo como algo instrumental, a mandar a paseo a Instagram y a dejar de priorizar la pasta en la carrera profesional para empezar a preguntar por el resto de condiciones. Oiga, ¿pero aquí a qué hora se sale?

Y así, pagando por servicios que hacen lo que nosotros ya no queremos hacer si podemos librarnos de ello; o pagando ciertos sobreprecios a cambio de no tener que ir buscando chollos, o simplemente renunciando a más dinero a cambio de permitirnos un par de horas de ocio el viernes, vamos cambiando las reglas a medida que pasan los años. Menos tiempo en esfuerzos futiles, menos energía consumida renunciando a aquello que de verdad nos hace felices.

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