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La inteligencia artificial nació hace décadas con el objetivo de conseguir que las máquinas pudiesen pensar. Alan Turing, considerado el padre de la IA, estaba convencido de que los algoritmos un día pensarían como nosotros. A esto hoy día lo llamamos «superinteligencia» y no está del todo claro que pueda ocurrir; en parte porque no conocemos del todo cómo funciona nuestro cerebro.

Si no sabemos cómo funciona nuestro «procesador biológico», la tarea de copiarlo o rediseñarlo resulta inabarcable. Pero poco a poco logramos desentrañar la complejidad del cerebro, de la mente y de la consciencia. Cada vez sabemos más sobre cómo tomamos decisiones y resolvemos problemas.

Este conocimiento es clave a la hora de programar algoritmos, como vemos en la infografía que acompaña a este texto, sobre los que se perfila cómo entendemos el cerebro humano. Por ejemplo, a mitad del siglo pasado, el cerebro se entendía como un «todo» indivisible que almacenaba nuestra consciencia.

De ahí que los programas diseñados fuesen rígidos y sin plasticidad, y que cada pregunta tuviese una respuesta definida [1]. Un vehículo autónomo de 1950 habría necesitado tener programadas todas y cada una de las intersecciones de la ciudad.

Pronto descubrimos que el cerebro es más flexible de lo que pensábamos, y la IA ganó plasticidad. Así era posible comparar la pregunta con el entorno [2] y los vehículos autónomos solo necesitarían aprenderse el reglamento de circulación.

Uno de los mayores descubrimientos en la neurociencia han sido los «programas» que tenemos en el cerebro. Adaptativos, usuarios del ensayo y error, necesitan datos para memorizar y calcular posibilidades [3] .

Otro, muy reciente, es la división de la mente en numerosos procesosque luchan por tomar el control consciente de nuestros actos. De ellos surge la inteligencia artificial como niveles de capas superpuestas [4] o redes convolucionales.

Hay algo que las máquinas han conseguido hacer y queda muy lejos de nuestras capacidades: procesar ingentes cantidades de datos (deep learning) para extraer conocimiento [5]. Así, un coche autónomo puede aprender de otros.

FOTO / iStock