Sobradas razones para no volver a hablar por teléfono mientras estás conduciendo

Sobradas razones para no volver a hablar por teléfono mientras estás conduciendo
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A la hora de valorar la excelencia de nuestro comportamiento al volante, la mayoría de nosotros considera que está por encima de la media, una manifestación del efecto Lake Wobegon que resulta matemáticamente imposible. La razón para ello es que solemos ser más magnánimos con nuestros errores que con los del prójimo. Los psicólogos lo denominan «sesgo optimista», y un sketch de los Monty Python lo ridiculizaba así: «¡Todos estamos por encima de la media!».

En ese sentido, la mayoría de nosotros estamos convencidos de que hablar por el teléfono móvil mientras estamos conduciendo no reduce especialmente nuestra atención. Una prueba que solemos aducir, falaz como pocas, es que nunca hemos sufrido ningún accidente mientras hablábamos por el móvil. Sin embargo, a pesar de lo que muchos creen, conducir no es una tarea fácil de la que podamos abstraernos: conducir probablemente sea la actividad cotidiana más compleja que lleva a cabo un ser humano, porque es una competencia formada por, al menos, 1.500 subcompetencias, según estimó A. J. McKinght y B. Adams en Driver Education Task Analysis.

El mito de la multitarea

móvil
En estos tiempos en los que debemos abordar un buen número de compromisos y asimilar quintales de información nueva cada día, se ha puesto de moda el multitasking. Haciendo varias cosas simultáneamente consideramos que haremos más cosas. De hecho, hasta se mantiene el mito de que las mujeres están más versadas para ello. No obstante, a pesar de que poseemos una gran habilidad (ambos sexos) para procesar datos en paralelo gracias a nuestras cien mil millones de neuronas, estamos incapacitados para coordinar dos acciones eficientemente, tal y como ya sospechó Publio Siro en el año 100 a. C.: «Hacer dos cosas a la vez es no hacer ninguna».

Cuando estamos en la carretera, nos resulta imposible prestar atención de forma simultánea a una tarea visual como conducir y a una tarea auditiva como escuchar, aunque usemos el sistema de «manos libres» en el coche. Hasta el punto de que usar el móvil durante la conducción se ha comparado a circular ebrio. Abundan en ello Stephen Macknik y Susana Martínez-Conde en el libro Los engaños de la mente:

Cuando prestamos atención a la conversación que mantenemos por teléfono, «bajamos el volumen» de las partes visuales del cerebro, y viceversa. Los estudios demuestran asimismo que las personas que se someten a un bombardeo de rachas simultáneas de información electrónica no prestan la misma atención ni controlan tan bien la memoria ni saben cambiar de tema con la misma eficacia que los que completan una única tarea en un momento dado.

Contando el tiempo

Cronómetro
Imaginemos que debemos estimar cuánto tiempo necesitaremos para cruzar un semáforo que está en ámbar. ¿Pasamos o frenamos? O que debemos marcar un número en el teléfono móvil al tiempo que levantamos la cabeza periódicamente para mirar a la carretera. Tenemos una gran habilidad para calcular intervalos de tiempo, pero esa habilidad se diluye si no estamos concentrados. Es decir, si estamos haciendo dos cosas a la vez.

A pesar de que el cronometraje de los intervalos de tiempo es un concepto esquipo en neurobiología (sobre todo porque ni siquiera tiene sensores específicos, como ver u oír), cada vez disponemos de más evidencia sobre su funcionamiento. Uno de los grandes expertos en el tema es Richard Ivry, un neurocientífico cognitivo de la Universidad de California, Berkeley. Según Ivry, para calcular intervalos largos, como cronometrar un semáforo que pasa de ámbar a rojo, probablemente nuestro cerebro emplea un sistema de distribución que involucra a estructuras de memoria tales como la corteza prefrontal y los ganglios basales.

La temperatura, por ejemplo, puede distorsionar nuestra capacidad para cronometrar con exactitud: cuando tenemos fiebre, lo hacemos mucho peor. Sin embargo, nada distorsiona más nuestro temporizador interno de intervalos como la distracción, tal y como explica Jennifer Ackerman en su libro Un día en la vida del cuerpo humano:

Cuando se pidió a los participantes en un estudio que estimaran intervalos entre cincuenta y sesenta segundos mientras desarrollaban simultáneamente tareas de la vida real, su exactitud decayó en picado. Cuando estás ocupado haciendo una cosa, el tiempo se dilata. Cuando estás desarrollando dos tareas, se contrae; el cerebro pasa por alto el “tictac” metafórico de cierto número de pulsos, así que el tiempo parece más corto. Es simple: la estimación exacta del tiempo requiere atención a su transcurso (de importancia crítica en cuestiones de tráfico).

Ceguera por desatención

Según un estudio llevado a cabo en 2006 por la National Highway Traffic Safety Administration, un 80 % de los accidentes y el 65 % de los que casi acaban en accidente han implicado alguna forma de desatención del conductor inferior a tres segundos antes del suceso. Hablar por el móvil aumentó el riesgo de accidente o casi accidente en 1,3 veces; marcar un número en el móvil triplicó el riesgo. Hasta el punto de que en Estados Unidos se plantea colocar inhibidores de la señal de los móviles en los coches; y en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, directamente te confiscan el teléfono móvil si te pillan hablando con él al volante.

Estos porcentajes no se achacan exclusivamente a una distorsión de nuestro temporizador interno, sino a algo más inquietante: cuando estamos distraídos, nos volvemos literalmente ciegos. Dejamos de ver cosas aunque pasen delante de nosotros. Hasta el punto de que incluso pasa desapercibido un payaso montado en un monociclo haciendo aspavientos mientras da una vuelta alrededor de nosotros.

Es lo que los psicólogos denominan ceguera por desatención, y queda patente precisamente en el siguiente experimento realizado en 2009 por psicólogos de la Western Washington University con un payaso como el anteriormente descrito. El payaso debía acercarse a estudiantes que pasaban por la plaza central del campus, y los estudiantes se podían dividir en las siguientes categorías, tal y como explican Stephen Macknik y Susana Martínez-Conde en Los engaños de la mente:

Los de la primera simplemente andaban pensando en sus cosas. Los de la segunda caminaban por parejas y charlaban. Los de la tercera escuchaban su iPod mientras caminaban, y los de la cuarta llevaban el móvil pegado a la oreja […] Los que mejor advertían la presencia del payaso eran los que caminaban en parejas. Los que usaban el iPod o los que caminaba solos también se fijaban en él, aunque un poco menos. Sin embargo, para la mitad de los estudiantes que hablaban por el teléfono móvil el payaso del uniciclo pasó completamente inadvertido. Eran también los que caminaban más despacio, gesticulando con la mano libre mientras cruzaban la plaza.

Si andando por una plaza mientras hablamos con un teléfono móvil muchos de nosotros somos incapaces de ver a un payaso que se acerca a nosotros, ¿cómo vamos a anticiparnos a los miles de imprevistos que suceden al volante? Tal y como explica Tom Vanderbilt en su libro Tráfico, mientras conducimos aparece determinada información cada 0,6 metros, lo que a 48 km/h significa estar expuesto a 1.320 ítems de información:

En cualquier momento dado estamos orientándonos por el terreno, inspeccionando nuestro entorno en busca de peligros e información, manteniendo nuestra posición en la calzada, juzgando la velocidad, tomando decisiones (una veinte por cada 1,6 km, reveló un estudio), evaluando riesgos, ajustando instrumentos, adelantándonos a las acciones futuras de los demás… y eso mientras quizá saboreamos un café con leche, pensamos en el episodio de anoche de American Idol, calmamos a un bebé o comprobamos el buzón de voz.

A pesar de todo, muchos de nosotros seguiremos pensando que controlamos la situación, que conducimos mejor que la media, que conducir es relativamente fácil… hasta que un payaso montado en un monociclo se estampe contra nosotros mientras estamos hablando por nuestro teléfono móvil (o incluso pensando en nuestras cosas).

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