Así dejamos de ver las estrellas

Así dejamos de ver las estrellas
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La mayoría de los habitantes del planeta viven en sitios donde nunca se ve la luz de las estrellas. Parece poesía pero, en realidad, son las conclusiones de la última versión del Atlas del Brillo Artificial del Cielo, un recurso con el que podemos estudiar los efectos globales de la contaminación lumínica.

No siempre ha sido así. De hecho, durante miles de años la noche era un sitio inhóspito y peligroso. Hasta que hace poco más de cien años se hizo la luz, una luz verdaderamente barata y eficiente, y la noche desapareció. Así dejamos de ver las estrellas.

Como el día y la noche

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Hubo un tiempo en que las estrellas lo eran todo. Al menos durante un rato cada día, eran el temor, la belleza, el futuro y lo sagrado. En aquella época, no dormíamos ocho horas del tirón como hoy en día; sino que el sueño se dividía en dos partes bien definidas y, en el interludio, se compartían unos minutos de conversación, lectura, escritura o tabaco. Y las estrellas estaban ahí.

Hasta la introducción de la iluminación moderna (el gas y, sobre todo, la luz eléctrica), el mundo nocturno era algo totalmente distinto al mundo diurno. La ausencia de fuentes de iluminación buenas y baratas hacían que, al caer la noche, la actividad se parara. La civilización entera se parara. Las ciudades se cerraban a cal y canto, los paisanos volvían a sus casas mientras la luz lo permitía y el Estado (el poco Estado que había) se desvanecía como si fuera un espejismo. Siendo una época terrible, ni de día, ni tras los muros de las abadías y los palacios, la Edad Media fue la época oscura (atroz, bárbara y desquiciada) que nos suelen contar. Eso era monopolio de la noche, el terreno natural de los marginados y los delincuentes, cuando la ley, el orden y la virtud quedaban en suspenso.

La bombilla eléctrica hizo más por la civilización y la paz que toda la filosofía moral junta

Cuando hablamos del 'Siglo de las Luces' solemos olvidar que se construyó sobre muchos otros siglos de velas de sebo, lámparas de aceite y antorchas de madera. Los seres humanos arrebataron horas a la oscuridad como los holandeses le arrebataron la tierra al mar: a pulso, muy poco a poco y siempre al filo de la navaja. La iluminación pública, aún precaria y difusa, fue llegando a la grandes ciudades europeas a cuenta gotas: París en 1667, Ámsterdam en 1669, Berlín en 1682 y Londres un año más tarde. En Madrid, durante el reinado de Carlos III, se construyeron más de 5.000 farolas.

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¡Guardias! ¿Guardias? - Rembrandt

Las guardias nocturnas fueron creciendo poco a poco, pero durante muchos siglos eran poco más que una comparsa frente a las organizadas bandas de ladrones y maleantes que se hacían con el control del mundo conforme caía la noche. La luz era el símbolo del control social, la ilustración y el papel del Estado. Por esto mismo, no resulta extraño que durante el Motín de Esquilache una de las acciones de los amotinados fue precisamente destrozar las 5.000 farolas del Rey.

Y se hizo la luz

Hablar de las primeras ciudades con iluminación eléctrica es siempre muy complejo. En esa época, cuando la electricidad se hizo viable, muchas ciudades acababan de invertir grandes cantidades de dinero en la infraestructura necesaria para tener otro tipo de farolas menos eficientes (¡Ay, pobre queroseno!). Eso complicó tremendamente su adopción. Además en la segunda mitad del XIX, el mundo era un hervidero de iniciativas muy difíciles de rastrear. Baste con señalar que Wabash (una ciudad cerca de Chicago) suele considerarse la primera ciudad iluminada con energía eléctrica y que la ciudad rumana de Timisoara es considerada la primera de Europa continental.

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El caso español es un buen ejemplo de este lío histórico. En mayo de 1890, el ayuntamiento de Jerez decidió colocar 22 farolas eléctricas por la ciudad. Se convertía en la primera ciudad española con alumbrado eléctrico público. En Haro (La Rioja) y casi al mismo tiempo, decidieron que también lo iban a hacer e instalaron, un par de meses después, 62 farolas que cubrían la totalidad del casco urbano (la primera en hacerlo, pues en Jerez solo se iluminaron algunas calles).

Pero ninguna de las dos fue la primera ciudad española con un sistema de iluminación eléctrico en sus calles. Ese honor le corresponde a Comillas (Cantabria) casi una década antes. El 6 de agosto de 1881, el rey Alfonso XII llegó a Comillas invitado por su amigo Antonio López y López, primer Marqués de Comillas. El Marqués, que había invertido mucho dinero en transformar la villa en un lugar digno de la realeza, tenía un arma secreta bajo la manga: 30 farolillos eléctricos para recibir a la familia real.

Y la luz acabó con la oscuridad

La adopción de la luz eléctrica y la extensión de la iluminación eléctrica fue muy rápida y prácticamente ubicua. Tanto que hoy, para la mayor parte de la humanidad, es imposible reencontrarse con la oscuridad.

Y no, no es una forma de hablar. El 83% de la población mundial tiene cielos nocturnos contaminados en menor o mayor medida y la cifra llega hasta el 99% en Europa y Norte América. Un 99%. Y eso que, según los investigadores, las ciudades estadounidenses emiten entre tres y cinco veces más luz que, por poner un ejemplo, las alemanas.

"Para encontrar un cielo realmente prístino (las zonas en negro del mapa) un habitante de Barcelona o Madrid tendría que viajar hasta el norte de Escocia o a algunas zonas del desierto del Sahara", decía Fabio Falchi, autor del atlas, a El País.

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De entre los países hispanohablantes, España y Argentina (sobre todo el área de Buenos Aires) tienen el dudoso honor de tener unos de los cielos nocturnos más contaminados lumínicamente. En cambio, en México y Colombia los datos son mejores aunque la luz, azuzada por la eficiencia de los LEDs, avanza vorazmente.

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Pero si alguien se lleva la palma, ese es Singapur. Si un cielo nocturno normal apenas llega a las 1,74 microcandelas por metro cuadrado, las noches de Singapur no bajan de, atención, las 7.130. Esto sí que es un sol de medianoche y lo demás son tonterías.

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Hubo un momento indefinido a lo largo de los últimos cincuenta o sesenta años en que dejamos de mirar al cielo, dejamos de mirar a las estrellas. Dentro de poco, sencillamente no las veremos. Por eso, uno no deja de preguntarse que cuánto tiempo falta para que los niños, en clase de ciencias naturales, no sepan qué son. Y si esta es una decisión que, como humanidad, estamos tomando conscientemente.

Imágenes | Science

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